«Dios Padre es misericordiosamente justo»

Publicado: 03/08/2012: 1554

El hecho de pertenecer al Voluntariado Cristiano de Prisiones de Melilla me ofrece la oportunidad de conocer muy de cerca todo el mun­do de la delincuencia, de la abogacía y de la justicia Y el corazón se me desgarra. Hablo con homicidas, con traficantes de drogas y sus incautos distribuidores, con ladrones de “guante blanco” y “chorizos” fáciles de arrestar.

Conozco a abogados honrados y competentes; otros, menos. Co­nozco a jueces objetivos y equilibrados, que, antes de dejarse sobornar, darían su vida; me constan, también sus diferencias a la hora de interpre­tar este o aquel artículo del Código Penal; diferencias que, en algunos casos y para algunos, pueden parecer injusticias.

Si todo esto pasa en una nación democrática y desarrollada, como es España, ¡qué no pasará en naciones del llamado Tercer Mundo, donde la pobreza injusta y el subdesarrollo pervierten las conciencias de mu­chas de sus autoridades! Esta misma revista, Mundo Negro, nos ha in­formado sobre la corrupción que impera en tribunales de algunas nacio­nes del continente africano. Desgraciadamente, la injusticia, revestida de justicia, suele ser el instrumento más fuerte y letal en manos de los pode­rosos contra los pobres.

Hace ya bastantes años, un prestigioso abogado, ya jubilado, me decía: “Desengáñese, señor obispo, la justicia objetiva esrara avis en nuestros tribunales. En todo caso, se dan aproximaciones de justicia; pero, nada más. El drama de la historia humana es el de moverse siempre so­bre las arenas movedizas de una justicia aparente”.

Esta triste situación humana la desarrolla el dramaturgo griego Es­quilo en su obra Orestíada, lo que es justo ahora, será injusto después; los acusadores de hoy serán los condenados de mañana. Al final, Esquilo opta por la necesidad de recurrir a una intervención del poder divino y misericordioso que resuelva los dilemas de la injusticia.

Alguien tenía que romper la cadena del pecado, que pide castigo, y de la ofensa, que pide venganza. Parece que Esquilo atisbaba la solución revelada y dada en Cristo: “Al que no había pecado, Dios le hizo expiar nuestros pecados, para que nosotros, unidos a él, recibamos la salvación de Dios” (Cor 5, 21).

Para que la justicia humana no resulte ser una quimera o una pala­bra vacía de contenido, siempre deberá referirse a una justicia total y absoluta que está más allá de nosotros. De ahí que debamos admitir que no hay norma de justicia aparte o por encima de Dios. Dios es justo por naturaleza, por sí mismo. Su justicia, según la Sagrada Escritura, es justi­ficante, es decir, Dios ama a los pecadores y los justifica (los hace justos) gratuitamente. En la medida en que Dios es amor, y la justicia es una sola cosa con Dios, ésta debe ser comprendida a partir de su amor (“Dios Misericordioso”, Ed. BAC, pág. 88).

Los hombres hicimos la justicia para castigar o condenar; Dios la hizo para salvar. El, que es la misma justicia, actúa “justificando”, nos sitúa gratuitamente en la realidad salvífica, gracias a la sangre de su Hijo. Dios, siendo nosotros pecadores y merecedores de castigo, nos perdona y hace justos (Rom 5, 6-9).

Si en esta vida no se da la justicia plena y objetiva, sino una simple aproximación, es necesario que Alguien, en algún momento, “ponga las cosas en su sitio”, es decir, haga justicia; de lo contrario, la aproximación a la justicia no existiría, y este mundo sería el más absurdo. Y lo absurdo no puede ser ni el sentido, ni el móvil de nosotros y de todo cuanto exista. El hecho de existir, lo excluye. En todo caso, el absurdo sólo se da en el pecado; porque el pecado es la negación de todo.

Habrá justicia, pues, porque hay un Dios justo. Pero, no temamos: podemos respirar a pleno pulmón, podemos estar tranquilos, porque el Justo que nos juzgará, lo hará desde el amor, desde su comprensión y misericordia. Sólo nos pide que no cerremos voluntariamente los ojos ante nuestra realidad humana (limitación, pecado....) ni ante la realidad de un Dios misericordiosamente justo.

Señor; sé que, cuando me juzgues, lo harás desde tu amor infinito. Y esto me ayuda a seguirte y a vivir en paz.

Julio-Agosto 1999. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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