«La parroquia no es un cortijo»

Publicado: 03/08/2012: 1421

•   XXIV Carta a Valerio

Querido Valerio:

Durante el verano en muchas diócesis se preparan los nombramien­tos («encargo o misión pastoral») de párrocos, profesores de religión, consiliarios u otras responsabilidades pastorales. Esta difícil tarea corres­ponde siempre al Obispo que la ejerce por sí solo o pide la colaboración de otros presbíteros y aun seglares, cuando así lo cree oportuno.

Dicen, Valerio, que años atrás la responsabilidad de «cubrir vacan­tes» no era tan difícil. El obispo o las personas a quienes él confiaba el encargo, apoyándose en su conocimiento de la diócesis y de los sacerdo­tes disponibles, extendía el nombramiento, lo firmaba y enviaba al inte­resado, sin apenas mediar consulta. Así actuaban también los Superiores Mayores con relación a los religiosos y a las religiosas.

Años atrás las parroquias se cubrían por concurso, de manera se­mejante a lo que actualmente se hace en grandes áreas de la administra­ción del Estado. Las mejores parroquias (entiéndase por mejores las ur­banas, situadas en las zonas de economía elevada) se adjudicaban a los presbíteros que, después de un difícil examen, habían obtenido una pun­tuación más alta. También se tenía en cuenta el «curriculum vitae» del opositor, su edad, su preparación teológica, su celo pastoral... Este siste­ma tenía sus inconvenientes.

La cuadratura del círculo

Ahora las cosas han cambiado, querido Valerio. Yo pienso que para mejor. Pero, también se han puesto más difíciles; si bien es verdad que las «reglas de juego» de la comunidad eclesial siempre lo han sido. Difícil es tanto por parte del obispo y sus colaboradores, como por parte del sacerdote a quien se le pide un «traslado» o se le ofrece el primer nom­bramiento, cargo o misión.

Dicen que, antes, cuando el obispo llamaba a un presbítero, éste se pasaba la noche sin dormir; ahora el que no duerme es el obispo; o am­bos a la vez.

La responsabilidad pastoral sobre una diócesis, una vicaría, un arciprestazgo, una parroquia u otro encargo pastoral cualquiera, ha deja­do de ser un honor para convertirse en un «onus» (carga pesada).

Si conocieras, Valerio, las horas de reflexión, las idas y venidas, las consultas a éste, al otro y al de más allá, las resistencias u ofrecimientos imprevistos, las confidencias que se ventilan, los supuestos derechos pre­tendidos, los malos ratos que todos pasamos... quedarías sorprendido. Debe ser el premio (cruz) que conlleva toda responsabilidad pastoral; premio que debe ser aceptado con serenidad y propósito de enmienda, cuando sea preciso.

Lo malo es que, después de todo, muchos tienen la impresión de que cada año el obispo y sus colaboradores nos proponemos hacerlo peor.

Retornar al profeta

En este difícil e ingrato quehacer, querido Valerio, lo que me preo­cupa es que la virtud de la obediencia evangélica quede en la penumbra, casi totalmente olvidada. Aquellas palabras de Isaías: «Heme aquí: envía­me», o las de Jesús: «Padre, hágase tu voluntad y no la mía», nos resultan extrañas. Hoy todo se razona, como es necesario hacerlo. Lo que pasa es que muchas veces se razona desde los propios intereses, desde la propia comodidad o desde la propia visión de la diócesis. Así las cosas, ¡qué difí­cil es procurar el bien común!

Bueno, Valerio, por otra parte debo reconocer que hay muchos sa­cerdotes, religiosos y religiosas siempre dispuestos, con las maletas pre­paradas, para dejar de hacer esto y empezar lo otro, salir de un sitio para llegar a otro. Y todo sin que se pidan cuentas, ni razones. Tienen una confianza básica en el obispo o superior, aunque no coincidan con sus planteamientos. Entienden que no se puede ser evangélico, sin enterrar con dolor los propios planteamientos. Así lo hizo Jesús.

La Parroquia no es un cortijo

La parroquia no es «el cortijo» de nadie. Tampoco es una peña, ni una asociación, ni un club... La parroquia es una comunidad eclesial, cuyos miembros han sido convocados por Dios en el Espíritu a través de la fe.

Decir que «la parroquia no es un cortijo» significa que todos los miembros que la componen tienen sus derechos y deberes. Y esto, Valerio, conviene recordarlo y ejercerlo.

Aunque menos, todavía se da el caso que la llegada del nuevo señor cura supone automáticamente un cambio de casi noventa grados de la parroquia, sea en mejor o en peor. A veces, se tiene la impresión que la parroquia depende totalmente del cura de turno, y que los feligreses son simples y sufridos espectadores de unos cambios que tiene más de impo­sición gratuita que de discernimiento evangélico.

Los Consejos Parroquiales

Actualmente son ya bastantes las parroquias, cuyos feligreses con el presbítero al frente, tienen sus consejos o juntas parroquiales. Esto hace comprender que el presbítero en una parroquia es, como se nos dice en el libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 6,4), el hombre de la oración y de la Palabra; es decir, el primer y gran orante, maestro de vida interior; y, al mismo tiempo, el hombre de la Palabra estudiada, contemplada, predicada, celebrada y vivida. En otras palabras: al presbítero correspon­de de una manera original e intransferible el pastoreo o cuidado de la comunidad. Todo lo demás, ¡que es mucho!, puede corresponder a los feligreses.

Imagino que me estás preguntando, querido Valerio, qué es «todo lo demás». Como botón de muestra citaría: establecer horarios de culto y catequesis; participar en las celebraciones litúrgicas en aquello que pue­da corresponder a los seglares; economía; colaboración en la catequesis; ayuda a los marginados; cuidado pastoral de los enfermos; organización de encuentros y fiestas parroquiales... y otras muchas más cosas que no son exclusivas del sacerdote.

La Parroquia como refugio

Sin embargo, hay un riesgo que quiero señalar, Valerio.

A muchos de nuestros seglares les es más fácil y cómodo «dedicar­se» a colaborar con la parroquia en los campos antes mencionados, que hacer lo que, como tales, les corresponde de una manera primordial y preferente. Me refiero a su presencia testimonial (levadura, luz...) en el mundo. Es una verdad que emana del Evangelio, que el Magisterio de la Iglesia lo ha recordado siempre y el Concilio Vaticano II lo ha reiterado explícitamente.

A los seglares cristianos corresponde hacer presente la salvación de Jesús en medio del mundo, es decir, en las estructuras temporales (cultu­ra, arte, política, sindicatos, deportes, diversión...). La parroquia que no animara a sus feligreses en lo que a su presencia evangelizadora y misio­nera en el mundo se refiere, olvidaría su tarea primordial.

Recordemos, Valerio, que hemos recibido la fe para desarrollarla constantemente (catequesis), para celebrarla en la comunidad (culto) y para transformar el mundo con la fuerza de Dios y según sus planes (mi­sión). Si no llega a esto último, lo demás puede carecer de sentido.

Grupos o personas de presión

Pero, volvamos a lo nuestro.

Si es verdad que todos los feligreses tienen sus derechos y deberes en la comunidad, también lo es, que en más de una ocasión, determina­dos grupos o personas se convierten en factores de presión sobre el pres­bítero y los demás. En realidad, Valerio, yo le temo tanto a una parroquia que esté «manipulada» por determinados grupos o personas, como las que tienen un «cura mandón».

Los dos extremos son dañinos. Por esto convendrá estar siempre alerta, atentos por la reflexión y fortalecidos por la oración, para discernir la responsabilidad de cada uno dentro de la comunidad.

Los silenciosos

En casi todas las parroquias uno se encuentra con aquel joven o chica, aquel hombre o mujer, aquel anciano o anciana que, situados en la tercera o cuarta fila del «ranking» de protagonistas son el «alma» de la parroquia. Se parecen a la Virgen María, necesariamente presente en la vida de Jesús y de la primera comunidad cristiana, desde el anonimato de la acción profunda. ¡Cuántos «feligreses silenciosos» salvan sus parro­quias! Debemos valorarlos y respetarlos.

Nudos del tejido eclesial

Tiempo atrás, querido Valerio, se cuestionó la parroquia. Muchos profetizaron su pronta desaparición e hicieron los posibles para abreviar su agonía. Decían que no avanzábamos, maquillando cadáveres.

Últimamente se redescubre el valor de la parroquia como nudo del tejido eclesial. Porque, a pesar de la dispersión a la que nos somete la vida moderna, que nos impone trabajar en un sitio, vivir en otro e ir a pasar los fines de semana o vacaciones en otra parte... estamos convencidos que los cristianos necesitan un lugar concreto y habitual de referencia en el que celebrar su fe. Y esto es la parroquia.

Además, Valerio, siendo realistas, dadas las circunstancias actuales, por la parroquia pasan, por una u otra razón, un sin fin de personas ale­jadas o indiferentes a la Iglesia, abrumados por las dudas o de fe débil, que será necesario acoger y ofrecerles gratuita y libremente la posibilidad de integrarse en la comunidad. De ahí el papel extraordinario que tienen las llamadas catequesis pre-sacramentales, y, aún más, las post­sacramentales.

Y nada más, Valerio.

A ver si con la ayuda de Dios y la buena voluntad de todos llegamos a convertir las parroquias en hogares amplios y acogedores, donde que­pan todos los que de una u otra manera buscan al Señor.

Málaga, Noviembre de 1989. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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