Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz. Este pasaje del Evangelio de la infancia de Jesús pone ante nuestros ojos una imagen muy hermosa. La del encuentro de Simeón y de Ana con el Salvador al que tanto esperaban.

El anciano Simeón y la profetisa Ana, de ochenta y cuatro años, esperaban con fidelidad el consuelo de Israel, la venida de Dios, el cumplimiento de todas las promesas. Sus ojos cansados esperaban ver al Mesías antes de apagarse.

Simeón vivía en la esperanza de ver con sus propios ojos al Salvador, así se lo había revelado el Espíritu Santo, que estaba con él. Y la profetisa Ana, por su parte, no se apartaba del Templo, sirviendo a Dios día y noche, con la esperanza de poder ver, también ella, al Mesías. Y, finalmente, aquel día, el día indicado, llegó.

Ancianos los dos, quizá en algún momento pudieron llegar a pensar que no llegarían a ver con sus propios ojos al Salvador. Y, sin embargo, sus ojos no se apagaron sin ver antes a quien tanto esperaron. Tras este esperado encuentro proclamaron su fe y su alegría. Su testimonio nos anima a no desfallecer, a esperar con fidelidad y a permanecer atentos.

Ellos, que esperaron sin desfallecer, reconocieron la luz del Señor que habría de iluminar a todas las naciones. Que las luces artificiosas que nos rodean no nos impidan a nosotros ver la Luz. Que los estruendos sordos del tumulto no nos impidan escuchar la voz de nuestro Señor.