Acabamos de iniciar la Cuaresma y el evangelista san Mateo nos presenta a Jesús después de ser bautizado y guiado por el Espíritu, en el desierto. El desierto es el lugar de la prueba, pero también es lugar y tiempo de gracia en el que el cristiano puede profundizar en sí mismo, no solamente para concienciarnos de nuestros errores y aquello que nos empuja a desobedecer a Dios sino para acoger la gracia y la misericordia del Padre.En estas tentaciones se ponen de manifiesto las seducciones a las que estamos sometidos y nos ponen a prueba en aspectos fundamentales de la vida respecto a nuestra relación con Dios, con las personas y con los bienes que se nos ofrecen, siendo estos últimos el gran reclamo de la sociedad consumista e individualista en la que vivimos. En la medida en que la relación con Dios sea de amistad y confianza, las otras dos facetas tendrán como fruto el amor al otro y el compartir fraterno sin pretensiones de enriquecimiento. ¿Cómo podemos vencer estas tentaciones? La Iglesia nos propone tres acciones concretas: la oración, el ayuno y la limosna, no como medios para acallar la conciencia o como expresiones de la tradición sino como signo de conversión y obediencia a Dios que culminarán en el misterio central de nuestra fe: la Resurrección del Señor.