Acabamos de cerrar el periodo de Navidad y entre tantos dulces, regalos y luces propios de este tiempo de fiestas encontramos un portal, con una mula, un buey y una pequeña familia: la madre, el padre y el bebé. Los cristianos celebramos el nacimiento de ese bebé, hace ya más de 2.000 años, en una pequeña aldea de un lejano país. Si lo hacemos es porque reconocemos que ese hombre, Jesús de Nazaret, no fue un hombre más.

¿Quién fue para que tanto tiempo después sigamos celebrando su nacimiento? Juan el Bautista habla de Él como Cordero de Dios y como Hijo de Dios. El Cordero de Dios que carga con el pecado del mundo, nuestro querido y desordenado mundo. El Hijo de Dios que nos trae su propio Espíritu, su impulso vital, su fuerza para continuar el proyecto de un mundo renovado, para causar en la historia un impacto transformador a través del perdón, del amor, de la acogida, de la perseverancia, de la verdad.

Como Juan, estamos aquí para dar testimonio de su vida, de todo lo que hizo y dijo, de cómo vivió y murió. La vida de Jesús es la que nos hace exclamar: ¡es el Hijo de Dios! Olvidar, detrás de estos títulos que aplicamos a Jesús, lo que hizo en su día a día, sería un gravísimo error, una desviación que nos llevaría a ser personas religiosas -como aquellas a las que Jesús se enfrentó en su tiempo- pero nunca seguidores de Jesús. La religión del cristiano está en la vida, y ahora se nos abre un nuevo año para seguir dando testimonio de su amor.