A preguntas de sus discípulos sobre cuándo será el fin del mundo, Jesús comienza negando la idea de un fin próximo. Les describe los terribles sufrimientos que previamente afligirán a la humanidad. Les advierte, también, que serán objeto de persecución por su causa. Pero les hace ver que tal situación será ocasión para dar fiel testimonio de Él confiándose al Padre, que siempre los protege y derrama su Espíritu para que perseveren y resistan con paciencia y tenacidad.

Jesús pone al desnudo la necesidad de disponer de puntos de referencia exteriores que nos proporcionen seguridad –para los judíos era el Templo, lugar de la presencia de Dios–. Nosotros también buscamos garantías de seguridad y estabilidad para nuestro futuro, algo legítimo y deseable. Sin embargo, por nuestra fragilidad solemos perder de vista que lo importante es centrar y anclar nuestra existencia en el Único que nos ha regalado la vida y entregado la suya por Amor. Olvidamos que todo tiene un principio y un fin en Él, y que su Espíritu ha sido derramado en nuestros corazones y actúa en la medida en que nos entregamos en la lucha contra la pobreza, el hambre y la injusticia.

“Padre, en esta Jornada Mundial del Pobre, tiende las manos una vez más para acoger a todos los que sufren. Ensancha tu seno para acoger a un número mayor. Nosotros iremos junto a los que reposan ya en Tu Reino, donde tu Hijo ha preparado muchas moradas a los que se mantengan firmes en Ti y fieles al pobre”.