El valor de los últimos

Los primeros puestos... ¡Cuánto nos gusta sentirnos merecedores de tanto reconocimiento! Que nos quieran, que valoren nuestro trabajo y nos consideren en alta estima nos quita el sueño, la paz y el amor. Porque en la carrera por ser apreciado a toda costa, apreciado por el mundo, lo primero que molesta es, precisamente, el amor. No podemos amar a nadie si nos amamos tanto, pero además tan mal, a nosotros mismos. El ego es un devorador que lo destruye todo a su paso: relaciones, vocaciones... pero especialmente a la persona que lo sostiene. Y en él se esconden nuestras debilidades, nuestras miserias, todo aquello que nos aterra reconocer de nosotros mismos y que queremos disfrazar y presentar a todos de modo que nadie descubra que, debajo del personaje, palpita un auténtico ser humano. El descubrimiento de que no hay disfraz que alimentar, de que somos tal cual Dios nos creó, sin necesidad de más, sin pactar con el mundo de las mentiras y los “Me gusta”, aporta una gran serenidad. Y el punto de no retorno se alcanza cuando pulsas el botón de “querer ser de los últimos”. Cuando lo haces, se caen las armaduras que tanto herían tu piel y la de los demás, y sientes un enorme consuelo en el alma, porque esta se sabe, por siempre y sin condiciones, amada hasta el extremo.