NoticiaCuaresma El domingo de la alegría junto al papa Francisco Publicado: 14/03/2018: 11448 El IV Domingo de Cuaresma es el “Domingo laetare” o “Domingo de la alegría”. El sacerdote Alfonso Crespo nos ofrece una reflexión sobre el sentido de esta celebración de la mano del Magisterio del papa Francisco cuyo documento programático lleva precisamente por título: Evangelii gaudium (“La alegría del Evangelio”). ¡Alégrate Jerusalén! La Cuaresma es un itinerario de conversión a Dios nuestro Padre. Todo itinerario tiene etapas. La sabiduría de la Liturgia nos acompaña en nuestra andadura penitencial, apoyada en el transcurrir del tiempo y deteniéndose en la celebración de los domingos de Cuaresma. El cuarto domingo, se llama «Domingo laetare o Domingo de la alegría». La austeridad cuaresmal se atenúa en este domingo y se viste de una discreta alegría. La liturgía comienza, precisamente, con una llamada a la alegría: «Alégrate Jerusalén... gozad y alegraos los que estábais tristes», dice la antífona de entrada de la Misa. Y en el Salmo proclamamos: «El recuerdo de ti, Señor, es nuestra alegría». ¿Y cuál es el motivo por el que debemos alegrarnos? Desde luego que es la cercanía de la Pascua de Resurrección: Cristo Resucitado es la fuente de nuestra alegría. Pero hay otra razón profunda que nos señalan las lecturas de este domingo: a pesar de nuestra indignidad, somos los destinatarios de la misericordia infinita de Dios. Como dice Benedicto XVI, «Dios nos ama de un modo que podríamos llamar obstinado, y nos envuelve con su inagotable ternura». Podríamos decir que ante el pecado de la humanidad, su continua infidelidad, de la que participamos nosotros, la ira y la misericorida de Dios se confrontan, pero al final triunfa el amor, porque «Dios es amor». Este cuarto domingo de Cuaresma es un «guiño de alegría» porque Dios nos ama, a pesar de todo, con un «amor obstinado» y porque pronto estallaremos de alegría, gritando «¡Aleluya! El Señor ha Resucitado». Se llenaron de una inmensa alegría El encuentro con el Señor Resucitado llena a los primeros discípulos de una inmensa alegría. La muerte y la tristeza han sido sepultadas y florece por doquier la alegría y la esperanza. Pero no es una alegría cualquiera, es una alegría recia y profunda como lo muestran los discípulos de Emaús, que huían derrotados y vuelven entusiasmados. Una alegría creadora de actividad y multiplicadora de energía: «no podemos dejar de anunciar lo que hemos visto y oído», exclamarán. Una alegría a veces crucificada, que no elimina la persecución ni el sufrimiento, pero garantiza un temple interior para afrontar la persecución exterior y el sufrimiento interior sin cansarse, sin romperse, sin sucumbir al desaliento, sin tirar la toalla. La tristeza paraliza, la alegría pascual los convierte a todos en «testigos valerosos y primeros misioneros» de la Buena Noticia. Benedicto XVI decía que «nos encontramos ante una profunda crisis de fe, una pérdida del sentido religioso que constituye el desafío mayor para la Iglesia de hoy». En muchas zonas de la tierra, especialmente en Europa, hoy, la fe corre el riesgo de apagarse como una llama que ya no encuentra más alimento. Francisco, en su documento programático La alegría del Evangelio (EG), nos invita a una nueva etapa evangelizadora marcada por la alegría: «La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría...» (EG 1). Señala el papa Francisco: «El gran riesgo del mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los creyentes también corren ese riesgo... Muchos caen en él y se convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida...» (EG 2). Como decía el beato, y pronto santo, Pablo VI: «La sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer, pero encuentra muy difícil engendrar la alegría». La alegría brota de un encuentro que cambia la vida. Como dice Benedicto XVI: «No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva» (cf. EG 7). El encuentro con Cristo, que suscita la respuesta de nuestra fe, es fuente de alegría. Un cristiano triste es un triste cristiano Nietzsche, uno de los profetas de la «muerte de Dios», acusaba a los cristianos de «no ver en su rostro la alegría de la Resurrección», Francisco dice que «la Iglesia no crece por proselitismo sino por atracción» (EG 14). Las personas que se acercan a la Iglesia, al ver la alegría de los católicos, se tienen que sentir removidos, hasta poder decir: «quiero ser parte de esto». La alegría del creyente no es un optimismo simple que brota de las estadísticas o de las propias virtudes. La alegría nace de saber que formo parte de algo más grande que yo, soy un eslabón de un proyecto que me precede y que me continuará: el plan salvador de Dios. Francisco ha resaltado la importancia de la alegría como clave evangelizadora. Y nos describe la Iglesia que debe promover la Nueva Evangelización: «Una comunidad acogedora y alegre, que celebra su fe, que vive con austeridad, que practica la caridad, que se preocupa de los necesitados, que tiene un proyecto apasionante, una visión positiva del hombre y del mundo que nace de la fe y de la esperanza».