NoticiaCuaresma

Día 4. Charlas Cuaresmales. Quien dice Señor, Señor y no ama a su hermano, miente

El Buen Samaritano
Publicado: 19/03/2020: 14348

CRISIS CORONAVIRUS

Durante esta semana, y ante la imposibilidad de que los fieles de la diócesis participen en las conferencias de Cuaresma, ofreceremos los textos de las charlas cuaresmales que el sacerdote Alfonso Crespo Hidalgo iba a impartir en la parroquia Stella Maris, organizadas por el Movimiento de Apostolado Familiar San Juan de Ávila, bajo el lema «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Señor, enséñanos a orar».

IV. «QUIEN DICE SEÑOR, SEÑOR Y NO AMA A SU HERMANO MIENTE»
Decid «Padre nuestro»: la fraternidad brota de la filiación

NOS ATREVEMOS A DECIR: PADRENUESTRO. En la celebración de la Eucaristía, antes de comulgar, íntimamente recogidos, respondemos a la invitación del sacerdote: «Fieles a la recomendación del Salvador y siguiendo su divina enseñanza, nos atrevemos a decir». Y rezando juntos la oración dominical. La invocación con que comienza, «Padre nuestro», nos indica que estamos ante una oración comunitaria, pues invocamos a Dios como Padre «nuestro». Podemos incluso unir las dos palabras en una: «Padrenuestro». Es una oración que cuando rezamos, aunque estemos en la más estricta soledad, nos empuja a la fraternidad.

Con esta oración, el Señor nos enseña a orar en común por todos los hermanos. Porque él no dice «Padre mío» que estás en el cielo, sino «Padre nuestro», a fin de que nuestra oración sea un encuentro de hermanos que se dirigen al Padre común. Sólo Jesús podía decir con pleno derecho «Padre mío», porque realmente sólo Él es el Hijo unigénito de Dios. En cambio, todos nosotros tenemos que decir: «Padre nuestro». Sólo en la comunión con Cristo Jesús, nos convertimos verdaderamente en hijos de Dios… Con la palabra «nuestro» decimos, también, sí a la Iglesia, en la que el Señor quiso reunir a su nueva familia, una familia sin fronteras.

1. Las cuatro últimas peticiones, reclaman y favorecen la fraternidad

Después de las primeras peticiones, que se dirigen a Dios Padre, las cuatro últimas peticiones se refieren más directamente a nuestras necesidades, a nuestra vida de convivencia y de fraternidad. Mientras que las tres primeras iban siguiendo según un orden de interiorización progresiva del dominio amoroso del Padre sobre nosotros: santificado sea tu Nombre, venga tu Reino, hágase tu voluntad, las cuatro últimas se distinguen por su referencia a las tres etapas del tiempo humano: el presente, el pasado y el porvenir. Para el presente la petición se refiere al pan de cada día; para el pasado, al perdón de las ofensas; para el futuro, al apoyo en las tentaciones y a la protección contra el demonio. Notemos que estas peticiones las hacemos en plural: danos, perdónanos, no nos dejes caer…

«Danos, hoy, el pan que necesitamos»

Un padre humano se preocupa de asegurar el sustento de sus hijos. Nuestro Padre Dios, que en su Providencia se interesa por todas las necesidades de sus hijos, está siempre dispuesto a acoger la petición del pan de cada día.

Podríamos incluso preguntarnos por la necesidad de esta petición, ya que Jesús recomienda en otro lugar a sus discípulos que no se inquieten por su alimento, dado que el Padre conoce todas sus necesidades. El Maestro ha querido incluir esta petición en la oración que les enseñaba a fin de favorecer en ellos un espíritu de cooperación y desarrollar un recurso confiado a la bondad del Padre en todos los terrenos. Dirigiendo esta petición al Padre es como profundizarán en su convicción de que lo reciben todo de él.

Esta petición no recae más que sobre el pan de cada día. La versión de Mateo: «Dánosle hoy» es más fiel a las palabras de Jesús que la de Lucas: «Dánosle cada día». No se trata de la preocupación por el pan de cada día, sino únicamente del pan de la jornada que se está viviendo; es preciso excluir toda inquietud relativa al porvenir. En otro lugar Jesús declara: «No andéis preocupados por el día de mañana» (Mt 6,34). Es una petición cargada de plena confianza.

El pan que se pide es el pan material, signo de todo lo que es necesario para el mantenimiento de la vida del cuerpo. Pero en la intención de Jesús, el pan que se espera de la mano generosa del Padre es igualmente, e incluso en primer lugar, un pan espiritual. «No solo de pan vive el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios» (Mt 4,3-4), dirá Jesús, cuando rechaza la tentación. Y a propósito de la multiplicación de los panes, dirá a sus discípulos: «Os aseguro que no fue Moisés quien os dio el pan del ciclo. Es mi Padre quien os da el verdadero pan del ciclo. El pan de Dios viene del cielo y da la vida al mundo» (Jn 6,32). Cuando dice: «Yo soy el pan de vida» (Jn 6,35), anuncia la Eucaristía.

Este pan es el que piden sobre todo los cristianos al Padre. Piden que los alimente de la vida espiritual de Cristo, y más particularmente de la Eucaristía.

«Perdona nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden»
Esta petición atestigua que la oración enseñada por Jesús no es idéntica a la que él mismo rezaba. En efecto, las ofensas de las que se habla son los pecados cometidos; constituyen un ultraje que nos convierte en deudores del Padre. Jesús, que en su santidad no podía implorar más que para los otros el perdón de Dios, nos invita a todos a pedir para nosotros mismos el perdón de nuestras culpas.

Él desea que, al situarnos en presencia del Padre, tomemos más vivamente conciencia de nuestro estado de pecadores. En la parábola del deudor sin misericordia (cf. Lc 16,1-13), evoca este estado como el de una deuda tan considerable que es imposible pagarla. El misterio del pecado consiste en una ofensa que tiene una dimensión infinita, ya que ataca a Dios en la inmensidad del amor que nos tiene. La única esperanza del pecador estriba en pedir y en obtener el perdón divino. Dirigimos al Padre la petición de perdón, ya que, como muestra la parábola del hijo pródigo, es su amor paternal el que se ha visto herido por la actitud arrogante del pecador. La petición de perdón tiene que inspirarse en la confianza en esta misma bondad del Padre; ha de excluir toda inquietud, en la certeza de que habrá de ser escuchada.

Sin embargo, se menciona expresamente una condición para que se otorgue el perdón. Tenemos que perdonar por nuestra parte a los que nos han ofendido: «Porque si perdonáis a los demás sus culpas, también os perdonará a vosotros vuestro Padre celestial» (Mt 6,14). Para subrayar la importancia que atribuye a esta condición, Jesús la insertó en el texto de la oración, de tal forma que no se puede rezar el Padrenuestro más que renovando la intención de perdonar. Este perdón debe incluso ser un hecho adquirido y aceptado: «como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden», dice la versión de Mateo.

Mi perdón a los demás no es una compensación que pudiera limitar la gratuidad del perdón del Padre. El perdón sigue siendo enteramente pura gracia del Padre; pero no puede concederlo más que cuando encuentra en sus hijos la buena voluntad dispuesta a perdonar a los otros.

«No nos dejes caer en la tentación y líbranos del Maligno»

«No nos dejes caer en la tentación» expresa una finura espiritual. No podemos pedirle al Padre que nos ahorre todas las tentaciones: Cristo fue tentado y nosotros estamos sometidos igualmente a esta prueba. Lo que pedimos es la ayuda del Padre para tener la fuerza de resistir a la seducción del mal: «no caer en la tentación».

Esta petición nos recuerda nuestra fragilidad, que tiene necesidad de ayuda. Jesús hizo comprender a sus discípulos que la oración era necesaria para no ser víctimas de la tentación: «Velad y orad, para que podáis hacer frente a la prueba» (Mt 26,41), es decir, para no sucumbir en la tentación.

La protección que se pide frente a la tentación se precisa a continuación, en una última petición: «Líbranos del maligno». Esta traducción es preferible a la tradición que se admite habitualmente: «Líbranos del mal». Se trata realmente del demonio, un terrible tentador. El Maestro quiso que sus discípulos tomaran conciencia del peligro que constituye este adversario para ellos. Por ello, el Maestro nos previene, denunciándolo, para que lo descubramos. Lo llama «mentiroso por naturaleza y padre de la mentira» (Jn. 8,44). Se trata de una paternidad en el mal, opuesta a la paternidad del Padre celestial; se manifiesta en el comportamiento de aquellos que se oponen al mensaje del evangelio, «Tenéis por padre al diablo» (Jn 8,48), dice Cristo a los que le persiguen con su enemistad.

Así se explica que la oración que había comenzado por «Padre» termine con la evocación del «Maligno», que pretende rivalizar con la paternidad del Padre extraviando a los hombres por el camino del mal. Sin embargo, es el Padre el que obtiene la victoria. Jesús alude aquí a la victoria que iba a alcanzar sobre el príncipe de este mundo (Jn 12,31) y a la que los mismos discípulos habían alcanzado sobre Satanás en su misión apostólica (Lc 10,18).

Los cristianos están invitados a pedir la ayuda del Padre en esta victoria. Están comprometidos en un combate en el que la «paternidad benéfica y salvadora del Padre» se impone sobre la «paternidad de la mentira y la hostilidad del Maligno».
2. La caridad fraterna da credibilidad a nuestra oración

Las peticiones últimas del Padrenuestro nos reclaman la vida de fraternidad. El Maestro es tajante: «Si alguno dice que ama a Dios, y aborrece a su hermano, es mentiroso. Pues el que no ama a su hermano a quien ha visto, ¿cómo puede amar a Dios a quien no ha visto?» (1Jn 4,20). La Palabra de Dios es clara cuando dice que «quien aborrece a su prójimo no puede afirmar que ama a Dios».

Uno de los mandatos principales o el resumen de todos ellos es: «Amar a Dios sobre todas las cosas y a nuestro prójimo como a nosotros mismos». A veces, Dios coloca junto a nosotros a personas difíciles de amar, por su maldad contra nosotros… A muchos de ellos, el Padre los coloca cerca de nosotros para probar nuestro amor. La misión de todo hijo de Dios Padre es ser mensajero de su amor a todos, de su amor hasta el enemigo que le entrega: el amor fraterno es extensión del amor filial.

La oración del Padrenuestro, dirigida a Dios en las primeras peticiones, desvía después nuestra mirada, en las últimas peticiones, a la vida de fraternidad: ¡Padre: llenamos de tu amor de tal manera, que podamos mirarnos y mirar a todos, incluso a nuestros enemigos, con la misma misericordia y compasión con que tú los ves: somos indigentes, atados a la debilidad, herida y faltos de amor.

Volvamos a oír estas hermosas palabras del documento reciente de nuestros obispos sobre la oración: «Creciendo en la fe, la esperanza y el amor a Dios por medio de la oración, el cristiano se ejercita en la vivencia de su relación filial con Él. Ahora bien, no podemos olvidar que, cuando es auténtica, la oración cristiana lleva consigo inseparablemente el amor a Dios y el amor al prójimo. La relación sincera con Dios se debe verificar en la vida. Es un culto vacío y una falsa piedad la que se desentiende de las necesidades de los demás… La verdad de la oración cristiana y del amor a Dios al que ella conduce se muestra en el amor y la entrega a los hermanos. El precepto del amor a Dios y al prójimo anima también la misión evangelizadora de la Iglesia para que todos los hombres se salven, según la voluntad divina. Por eso la oración y la caridad son el alma de la misión, que nos urge a compartir la alegría del Evangelio, el tesoro del encuentro con Cristo» (Mi alma tiene sed de Dios, 32).

Nos fijamos en dos aspectos: oración y caridad y oración y evangelización.

Oración y caridad: el verdadero culto a Dios

Nos ha dicho Francisco, en la cita anterior: «La verdad de nuestra oración y del amor a Dios al que ella conduce se muestra en el amor y la entrega a los hermanos». Por ello, insiste, en su hermosa Carta Gaudete et exsultate, sobre la llamada a la santidad: «No es sano amar el silencio y rehuir el encuentro con el otro, desear el descanso y rechazar la actividad, buscar la oración y menospreciar el servicio. Todo puede ser aceptado e integrado como parte de la propia existencia en este mundo, y se incorpora en el camino de santificación. Somos llamados a vivir la contemplación también en medio de la acción, y nos santificamos en el ejercicio responsable y generoso de la propia misión» (Gaudete et exsultate, 26).

No podemos separar la oración de la caridad. No podemos vivir el culto a Dios en la liturgia, olvidándonos del ejercicio de la caridad con los hermanos. Nos recuerda el Papa: «Podríamos pensar que damos gloria a Dios solo con el culto y la oración, o únicamente cumpliendo algunas normas éticas ―es verdad que el primado es la relación con Dios―, y olvidamos que el criterio para evaluar nuestra vida es ante todo lo que hicimos con los demás. La oración es preciosa si alimenta una entrega cotidiana de amor. Nuestro culto agrada a Dios cuando allí llevamos los intentos de vivir con generosidad y cuando dejamos que el don de Dios que recibimos en él se manifieste en la entrega a los hermanos» (Gaudete et exsultate, 104).

Oración y evangelización

Dice Francisco que «la oración y la caridad son el alma de la misión, que nos urge a compartir la alegría del Evangelio, el tesoro del encuentro con Cristo» (Mi alama tiene sed de Dios, 32). Un gran desafío para la Iglesia como comunidad y para cada cristiano personalmente es conseguir la íntima unión entre oración, caridad y evangelización.
Si no hay oración verdadera sin caridad, tampoco hay auténtica evangelización que no fluya de la oración y del amor. La vida verdadera de oración, lleva a la práctica de la caridad, y hoy la vida de caridad es la antesala primordial del «primer anuncio de la fe». Muchos se preguntarán sobre Dios, al ver la vida de caridad de los cristianos. Y a su vez, la vida de caridad de los cristianos será evangelizadora si brota de una cálida relación filial con Dios Padre en la oración.

Oración, caridad y evangelización, es un trípode que mutuamente se exigen y se sostienen.

3. Amén

La oración del Padrenuestro, la concluimos con un rotundo Amén. Incluso enfatizamos la voz, con energía. También, cuando vamos a comulgar, el sacerdote proclama: «Cuerpo de Cristo», y el comulgante afirma como un acto de amor: «Amén».

Amén es una palabra de origen hebreo, que significa «sentirse firme, seguro». Cuando cerramos nuestra oración con esta palabra, cuando decimos Amén, nos sentimos seguros en la protección que Dios nos regala: nos sentimos en sus manos, reconocemos su amor, su verdad, su santidad, su misericordia y su fuerza. Con él, nos sentimos como un niño en los brazos de su padre. Y sabemos que lo que le pedimos, si es para nuestro bien, nos lo concederá.

En cada Amén, reafirmamos nuestra condición de hijos, pasamos de nuestras fuerzas al poder de Dios, de nuestras seguridades a la protección del Padre.
Cada Amén, la última palabra de la oración dominical nos remite a la primera palabra: Padre: sólo podemos decir la última palabra si hemos confesado con verdad la primera. Solo podemos decir Amén, si hemos invocado a Dios como Padrenuestro.

Conclusión

El amor al hermano brota del amor de Dios. La caridad fraterna acredita la calidad de nuestra oración. Las últimas peticiones del Padrenuestro miran a la fraternidad: pedimos el pan, el perdón, la fuerza en la tentación y la liberación del Maligno. Pero lo hacemos en plural, deseando construir una fraternidad como fruto de sentirnos hijos del mismo Padre. Amén, es una profesión de confianza en el amor del Padre. 

Encarni Llamas Fortes

Encarni Llamas Fortes es madre de tres hijos. Periodista que desarrolla su labor profesional en la Delegación de Medios de Comunicación de la Diócesis de Málaga. Bachiller en Ciencias Religiosas por el ISCR San Pablo.

enllamasfortes
Más noticias de: Cuaresma