Día cuarto: «María, la Virgen creyó en el amor»

Publicado: 03/09/2013: 1824

El predicador de la novena, Manuel Ángel Santiago ha señalado que «cuando el hombre de fe entra en relación profunda con Dios, no puede contentarse viviendo una vida mediocre, basada en una ética de mínimos y una religiosidad superficial.»

“María la Virgen creyó en el amor"

 

 Sof 3, 14-18ª; Is 12, 2-3. 4-6; Lc 1, 39-56  (Misa Visitación de la Virgen)

 

           Queridos hermanos:   La eucaristía que celebramos es fuente inagotable de vida para la Iglesia, pues por medio de ella Dios es perfectamente glorificado y los hombres santificados. La liturgia es el ejercicio del sacerdocio de Jesucristo, por ello es acción sagrada por excelencia, cuya eficacia no la iguala ninguna otra acción de la Iglesia (SC 7). En la liturgia terrena pregustamos y tomamos parte en aquella liturgia celestial que se celebra en la santa ciudad de Jerusalén, hacia la cual nos dirigimos como peregrinos y donde Cristo está sentado a la diestra de Dios… cantamos al Señor el himno de gloria con todo el ejército celestial; venerando la memoria de los santos (SC 8), especialmente a la Virgen bajo la memorable advocación de Santa María de la Victoria.

            En este año de la fe, queremos confesar como cristianos el amor concreto y eficaz de Dios que obra en la historia y determina su destino final, amor que se deja encontrar y por ello podemos experimentarlo en nuestra vida. Para que pudiésemos conocerlo, acogerlo y seguirlo, el Hijo de Dios ha asumido nuestra carne, tomando vida en el seno virginal de María. ¡Qué misterio más grande!, misterio que sólo podemos acercarnos a él desde la fe y desde un ponernos de rodilla en actitud contemplativa.

            La fe cristiana como nos indica el Papa Francisco: “es fe en la encarnación del Verbo y en su resurrección en la carne, es fe en un Dios que se ha hecho tan cercano, que ha entrado en nuestra historia. La fe en el Hijo de Dios hecho hombre en Jesús de Nazaret no nos separa de la realidad, sino que nos permite captar su significado profundo, descubrir cuánto ama Dios a este mundo y cómo lo orienta incesantemente hacía sí; y esto lleva al cristiano a comprometerse, a vivir con mayor intensidad todavía el camino sobre la tierra” (LF 18). La nueva lógica de la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la vida se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro, que obra en nosotros y con nosotros (LF 20). En esta historia de amor transformante de Dios para con la humanidad entera, María aparece como la mujer nueva, prototipo de una nueva humanidad redimida por el amor de Dios en Cristo y en la fuerza inagotable del Espíritu. 

            En el relato de la visitación de María a su prima Isabel que hemos proclamado en la Liturgia de la Palabra, el Evangelista San Lucas pone en boca de Santa Isabel un canto de alabanza que después la Iglesia repite constantemente: “¡Bendita, tú, entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!... Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”.(LC 1,39 ss). Sí, bienaventurada la que creyó, dichosa y feliz la que fue transformada desde la eternidad en el Amor, en aras a ser la Madre de Cristo y Madre de cada uno de nosotros, miembros de la Iglesia.

            En la Biblia queridos hermanos, se distinguen tres clases de bienaventuranzas:

*-Las Legales que proclaman la felicidad de los observantes de la ley de Dios (Sal 1; Prov 29,19).

*-Las sapienciales que beatifican a los poseedores de la sabiduría (Prov 3,13).

*-Las de los justos y pobres de Israel (Prov 16,20).

            María está dentro de este último grupo por su fe; ella es esclava (Lc 1,48) que ha creído (Lc 1, 46). En Ella se concentran todas las esperanzas de los pobres del Antiguo Testamento que no ponen su confianza en las riquezas y en el bienestar, sino en el poder de Dios. Su maternidad, ciertamente, es consecuencia de su fe. Su fe es audaz, valiente, arriesgada, total y entregada. Ella es la pobre de Yahvé, el corazón de la Virgen sólo pertenece a Dios.

            El evangelista San Lucas es el único que recoge aquel episodio de la vida del Señor en que una admiradora suya proclama, alborozada: “Bienaventurado el seno que te llevó y los pechos que te amamantaron”. Es decir,  la mujer del pueblo ensalza a María por su maternidad biológica. Era y es una manera popular y sencilla de alabar a una persona, nosotros lo diríamos a nuestro estilo: “bendita la madre que te parió”. Pero Jesús contestó: “No, más bien, bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la cumplen” (Lc 11,28). La respuesta de Jesús es un giro de 180 grados. Para Él la grandeza de su madre está en haber aceptado la palabra de Dios y haberla llevado a término. Por esta actitud valiente, es digna de alabanza por todos los siglos, es dichosa. La fe de María está profundamente enraizada en su actitud de “pobre de Yahvé”. Su apertura total a la voluntad de Dios sin límites. María se lanza a un camino nuevo con la seguridad de que su pequeñez y debilidad serán sostenidas por la omnipotencia, es decir, por la fuerza inagotable de la misericordia de Dios.

           María aparece como modelo perfecto de la fe de la Iglesia. Ya desde muy antiguo, los Santos Padre vieron en la fe de  María un perfecto y sublime modelo para la fe de todos los creyentes. El “si” de María en la fe es prototipo de la aceptación de una vocación, que, como la de Ella, se convierte en respuesta libre, amorosa, obediente y disponibilidad total en manos de Dios, La fe del creyente comienza como la de María, en un encuentro personal del hombre con Dios. Hoy nos urge renovar en nosotros el encuentro con Cristo, para poder profundizar en la fe y poderla transmitir a las nuevas generaciones.

           Como indica el Concilio Vaticano II, la Santísima Virgen  es la mujer insigne por su fe, la discípula que en cierto modo recopila en su persona y reverbera los elementos principales cristianos, madre que sostiene y protege la fe de sus hijos. (LG 65). Santa María, que reina gloriosa en el cielo, actúa misteriosamente, pero eficazmente en la tierra, mostrándonos a sus hijos queridos el camino de la verdad y ayudándonos a vivir en una fe íntegra. Ella ilumina los pasos de la Iglesia y nos empuja a vivir en fe y alegre esperanza.

            La fe cotidiana, más que ser una búsqueda de Dios por parte del hombre, consiste en el descubrimiento admirado de Dios que busca amorosamente al hombre para comunicarse con Él e invitarlo a entrar en su compañía. De ahí que la experiencia de la fe cristiana, como la fe de María, es una gracia, una suerte, algo bueno. Pero esta gracia solo la acoge el hombre desde la sencillez y la apertura de corazón, como vemos en María, “no anteponiendo nada al amor de Jesucristo” (San Benito). La fe es dejarse modelar por las manos de Dios y dejar que Él lo sea todo en nosotros.

           “Así podemos entender la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el Amor, al que se abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: « No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí » (Ga 2,20), y exhortar: « Que Cristo habite por la fe en vuestros corazones » (Ef 3,17). En la fe, el « yo » del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro, y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia del Espíritu Santo, esto es lo que contemplamos sin la menor duda en el misterio de la Virgen María (Cf LF 21).

            Cuando el hombre de fe entra en relación profunda con Dios, no puede contentarse viviendo una vida mediocre, basada en una ética de mínimos y una religiosidad superficial. Quien no antepone nada al amor a Jesucristo, mostrará que el evangelio es siempre actual y que la fe auténtica nunca saca al creyente de la historia, sino que lo sumerge más profundamente en ella. (Proyecto Pastoral de Málaga 2006-2009, pág 31). No se entiende, por tanto, el divorcio entre fe y vida. Vivimos en nuestro mundo actual un profundo y acelerado cambio, sin precedentes en la historia, de signo secularista y de un nuevo paganismo, donde el Dios vivo es rechazado y apartado de la vida diaria, y mucho más de la pública. La fe es silenciada como son silenciados los valores evangélicos y se impone la subcultura, por llamarla de alguna manera, del relativismo moral. Por ello, contemplando a María como la mujer creyente, hemos de renovar y fortalecer nuestra fe personal y comunitaria, puesto que nuestra fe, es la fe de la Iglesia, de la que formamos parte como piedras vivas. La experiencia de fe que necesitamos fortalecer y que hemos de transmitir a las nuevas generaciones y a todos los que no la poseen, o están a punto de perderla, se ha de alimentar de un conocimiento profundo de Jesucristo, de un acoger y celebrar con gozo su Misterio, intensificando el encuentro orante con Él y viviendo unidos al Señor dentro de su Iglesia, amando, como María, a Dios sobre todas las cosas y a los hombres con el mismo amor de Jesús.

            Termino esta contemplación de María, la Madre de los creyentes, con parte de la oración del Siervo de Dios, el Papa Juan Pablo II, en el Santuario de Lourdes el 14 de Agosto de 2004: “¡Dios te salve, María, mujer pobre y humilde, bendecida por el Altísimo! Virgen de la esperanza, profecía de los tiempos nuevos….Virgen fiel, morada santa del Verbo, enséñanos a perseverar en la escucha de la Palabra, y a ser dóciles a la voz del Espíritu… ¡Dios te salve, María, mujer de fe, la primera de los discípulos! Virgen Madre de la Iglesia, ayúdanos a dar siempre razón de nuestra esperanza, confiando en la bondad del hombre y en el amor del Padre. Enséñanos a construir el mundo desde dentro: En la profundidad del silencio y la oración, en la alegría del amor fraterno”.   Santa María de la Victoria, Madre de los creyentes, ruega por nosotros y haznos vivir con gozo la alegría de la fe para comunicar a este pueblo de Málaga y a todos, la salvación de Cristo. Amén.

Autor: diocesismalaga.es

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