Creo que difícilmente la vida nos vuelva a regalar o a condenar con un alto en el camino como este. Sin duda, a pesar de momentos de dolor y miedo, de preocupación y tristeza, este tiempo está siendo un regalo para mi, ofreciéndome la posibilidad de disfrutar sin prisas de la familia saboreando momentos de calidad; de bajar de las ramas a la raíz, encontrándome con el Señor no solo en los actos del día a día, en las motivaciones, en el servicio… sino en lo más profundo, en el silencio, en esa quietud que tanto cuesta encontrar en el ritmo de nuestra vida normal.

Hacía años que no disfrutaba de una vivencia de la Pascua tan intensa. Curiosamente, estos meses sin poder asistir de forma presencial a la mesa del Señor, me han abierto los ojos y el corazón a redescubrir su principal objetivo: dejarse formar y transformar para transformar el mundo. El abrazo a Jesús Resucitado como motor para el ejercicio de la caridad, para convertir nuestras vidas en alimento para los demás.

Esta pandemia nos deja imágenes, símiles y momentos que bien podríamos reconocer en los Evangelios. La cruz de tantos sostenidas por cireneos anónimos, las lágrimas de Jesús ante su amigo Lázaro, el acompañamiento en la distancia obligada de María ante la pasión de su hijo… Me quedo con el agradecimiento por estar rodeada de tanta gente que hace realidad las palabras de Mateo 25, poniendo sus vidas en ofrenda para aquellos que tienen hambre y sed, para los inmigrantes, los enfermos, los preferidos del Señor. En medio de un ambiente político y social de tanta crispación, sus testimonios de vida son la esperanza de la justicia social, la fraternidad, la solidaridad y la cooperación.

Vienen tiempos difíciles para los más necesitados. Siento que el Señor nos llama, después de este receso para volver a la fuente, a salir al encuentro del hermano. Como dice el padre Claret, ardamos en caridad al abrigo del Corazón de María.