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TESTIGOS DE RESURRECCIÓN. «En Melilla vivimos un doble confinamiento»

Antonio Molina es profesor de Matemáticas en Melilla
Publicado: 08/05/2020: 7045

Confinados en Cristiano

Antonio Molina es profesor de Matemáticas en Melilla desde hace 15 años y autor de varios libros. Además, es licenciado en Matemáticas por la UMA, en Filosofía por la UNED, tiene un Máster en Bioética por la UCAM y otro en Teología por la UM.

Quien observa Melilla por primera vez desde el avión durante la maniobra de aterrizaje, llega instantáneamente a una primera conclusión: aquí viven encerrados, emparedados entre el mar y la valla que los separa de Marruecos. Pero esta realidad geográfica, tan objetiva como indiscutible, no hace que sea más difícil que en otros lugares el despliegue exitoso de una vida lograda. A fin de cuentas, ¿quién no vive —o desearía hacerlo— su cotidianeidad en un entorno de radio reducido? Más bien al contrario: aquí los vínculos familiares y de amistad encuentran en estas limitaciones físicas —la superficie de la ciudad es de poco más de 12 kilómetros cuadrados— un fiel aliado. Además, si pensamos con un poco de hondura y detenimiento, concluiremos sin dificultad que la libertad personal no se reduce a la de movimientos, ni la plenitud de una vida viene determinada por el cuentakilómetros de nuestro vehículo.

No obstante todo lo anterior, podemos afirmar sin temor a equivocarnos que en Melilla llevamos casi cincuenta días sometidos a un doble confinamiento, pues a los inevitables condicionantes geográficos con los que convivimos se une ahora el estado de alarma declarado a mediados de marzo por los gobiernos español y marroquí. Para los comerciantes locales, al igual que para los del resto de España, esta situación bien podría suponer su ruina o su desaparición. Para luchar contra este fatal desenlace al que parecen verse abocados, muchos de ellos están ofreciendo sus servicios a domicilio: comida preparada, ropa o reparaciones de equipos informáticos.

Pero el estado actual de crisis que estamos viviendo no solo despierta el ingenio del que tiene que mantener a flote su negocio. Pareciera, además, que todos estamos esperando a que suceda algo así para ofrecer al prójimo fugaces destellos de lo mejor que habita en nuestra alma. Jean Guitton, en “Mi testamento filosófico”, culmina el relato prospectivo del juicio divino que se celebraría al final de sus días poniendo en boca de Jesús estas palabras: “Jean, ¿te diste?”. Y una abrumadora respuesta afirmativa a esta pregunta es lo que hemos podido contemplar por doquier durante estos días—omito intencionadamente ejemplos de lo contrario—: la gente ha ofrecido su tiempo, dado su dinero y reenfocado la línea de producción de sus negocios a fondo perdido, regalado su salud, su esperanza, su reconocimiento.

A propósito de esto, no quiero dejar de mencionar dos pequeños proyectos en los que me he me visto involucrado de forma inopinada y que ejemplifican a la perfección las dos vertientes hacia las que podemos enfocar nuestra ayuda a los demás, en estos días de confinamiento —que empieza ya a relajarse—y en lo sucesivo, ojalá de modo permanente e incondicionado. Entre los profesores del instituto donde impartimos docencia mi mujer y yo, hemos conseguido reunir más de 2.000 euros para ayudar a cinco personas que trabajan con nosotros —tres se encargan de la cafetería y dos del mantenimiento del edificio— y que, al vivir en Marruecos, no gozan de ningún tipo de ayuda ahora que no pueden trabajar. Pero como «no solo de pan vive el hombre» (Mt 4, 4), gracias a un amigo que reside actualmente en Madrid me he visto envuelto en una preciosa iniciativa que consistía en compartir anónimamente con una persona desconocida un texto que me hubiera servido de consuelo o aprendizaje en momentos difíciles, y en hacer partícipes de tal proyecto a veinte de mis contactos.

Pues bien, al colaborar en esa cuestación resonaban en mi cabeza aquellas palabras de la carta de Santiago que tanto me impresionaron cuando las leí por primera vez siendo adolescente: « ¿De qué le sirve a uno, hermanos míos, decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Podrá́ acaso salvarlo esa fe? Si un hermano o una hermana andan desnudos y faltos del alimento diario y uno de vosotros les dice: “Id en paz, abrigaos y saciaos”, pero no les da lo necesario para el cuerpo, ¿de qué sirve? Así́ es también la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro» (Sant 2, 14-17). Asimismo, de forma complementaria e inseparable de lo anterior, confieso que responder afirmativamente a la invitación que recibí a compartir no mis bienes sino unas pobres palabras con las que acompañar y consolar en momentos de dolor y sufrimiento, me ha hecho sentirme afortunado, del mismo modo que María, la hermana de Marta. A esta última, Jesús dedicó este tierno reproche: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será́ quitada» (Lc 10, 42).

Durante estas semanas de confinamiento, estoy gozando de más tiempo que nunca para leer, para disfrutar de unos libros que —a consecuencia de las prisas que antes consideraba inevitables— corrían el riesgo de convertirse en eternas lecturas pendientes. Aprovecho para ello los momentos de silencio casi total que me regala mi enfermiza costumbre de madrugar y los ratos en los que mi mujer se dedica a acompañar a nuestro hijo con las tareas del colegio y con su miedo a dormir solo. Creo, por tanto, que es de justicia mencionar a todos los autores que me han acompañado durante estas semanas en el salón y en el estudio, y que han pellizcado mi alma con sus intuiciones, dudas y certezas. Puede que animen al amable lector que ha llegado hasta aquí a sumergirse en alguno de sus escritos: Jean Guitton, FabriceHadjadj, Lluís Duch, Joseph Ratzinger, Rafael Gumucio, Manuel García Morente, Umberto Eco y Robert Spaemann. Mientras escribo esto, tengo a mi lado a Hannah Arendt, esperando impaciente a ser leída.

Concluyo con un apunte etimológico que pretendo estirar hacia lo alto. Cuarentena y Cuaresma son palabras cuyo común origen es el término latino quadraginta, que significa “cuatro veces diez”. Pero aquí acaban las coincidencias. Porque, a pesar de que en ambas se nos insta a permanecer recogidos, la reclusión de la cuarentena se ciñe exclusivamente al ámbito de lo físico, y nada tiene que ver con la actitud contemplativa y reflexiva con la que la Iglesia nos pide vivir la Cuaresma, y que atañe principalmente a la dimensión espiritual de la persona. Además, aunque las dos nos ayudan a prepararnos para recibir con gozo el regalo de una buena noticia —la anhelada liberación—, el final del confinamiento es comparable con el agua del pozo en el que Jesús se encontró con aquella samaritana (ella volverá a tener sed, volverán otras cadenas y esclavitudes a nuestras vidas), mientras que la alegría pascual inunda la entera existencia del cristiano, como torrente inagotable de luz y vida. Dejémonos iluminar por ella. Solo así alcanzaremos la sabiduría que nos permitirá aprehender el sentido más pleno y profundode la realidad, cuyo dinamismo teleológico mostró con tanto acierto el profeta Isaías al poner en boca de Dios estas palabras, rebosantes de ternura y confianza en el hombre: «No recordéis lo de antaño, no penséis en lo antiguo; mirad que realizo algo nuevo; ya está brotando, ¿no lo notáis?» (Is 43, 18).
 

Beatriz Lafuente

Licenciada en Periodismo e Historia. Casada desde 2011, es madre de un hijo.

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