Publicado: 16/07/2013: 5019

Artículo de opinión publicado el martes 16 de julio en la columna "El Alféizar" de diario SUR. «María andaba por allí, por Nazaret, alumbrando el mundo con su inagotable vocación de trabajo, con su gusto por las palabras, con sus ojos abiertos desde temprano y sus pies caminando el polvo y las calles del pueblo que resistía con el buen ánimo intacto hasta el anochecer.»

María, la madre de Jesús de Nazaret, es una mujer de nuestra raza.  Nace, como escribe el poeta, de un fértil vientre de mujer.  Nace de otra mujer, cuenta la tradición que se llama Ana.  Quién es esta mujer nazarena que hoy la Málaga marinera la llama Carmen y que hoy navega arropada por cientos de fieles que la aman y reconocen como madre ¿Alguien, me puede decir quién es ella?  ¿Dónde puedo encontrar información de esta mujer a la que tantos malagueños se acogen a ella como protectora y auxiliadora?. Quien puede ayudarnos a desentrañar, en expresión de Juan Pablo II, el genio femenino de María es quien ha tenido experiencia de ella. 

Ella se había desposado de José siendo una adolescente y tenía un hijo, Jesús, y una pasión por la vida que sólo pudo encontrar en Dios, en su niño.  Contaba de José que se querían a rabiar y que, aunque lo sabía, quedó muy claro cuando decidió aceptarla como esposa y cuando la acompañó con Jesús en la huida a Egipto, y que lo echó mucho de menos cuando asesinaron al niño de sus entrañas. Que en su agonía no pudo dejar de pensarlo, de recordarlo.  De recordar el apoyo que como madre y mujer encontró en aquel hombre que se desvivía por ella y por el hijo de Dios.  

Ser inmigrante es duro.  Haber sido repudiada,  lo hubiera sido más aún. Pero ser viuda y tirar adelante con la educación de Jesús era difícil.   Contó durante años con el amor de José, de aquel jovenzuelo que bebía los vientos por ella y que creía profundamente en Dios. María vivía en Nazaret, una pequeña población. María andaba por allí, por Nazaret,  alumbrando el mundo con su inagotable vocación de trabajo, con su gusto por las palabras, con sus ojos abiertos desde temprano y sus pies caminando el polvo y las calles del pueblo que resistía con el buen ánimo intacto hasta el anochecer.  Unos pies que le llevaron, al final de sus días, a la isla de Patmos, desterrada junto a Juan, el discípulo amado. 

Autor: diocesismalaga.es


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