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«¿Se puede pecar hoy?»

Publicado: 05/03/2012: 9691

En este tiempo de cuaresma estamos llamados a experimentar el perdón de Dios ante la realidad humana del pecado. Ofrecemos una reflexión sobre cómo afrontar nuestras propias equivocaciones.

Un amigo me contaba hace pocos años una conversación escuchada en una emisora de mientras realizaba un trayecto en automóvil. Ante la proximidad de la Cuaresma, el locutor del programa preguntó a unos jóvenes si sabían lo que era el pecado, y éstos contestaron, con franqueza, que no estaban muy seguros, pero que creían que era «algo que antes daba mucho miedo a la gente». A continuación, el periodista les preguntó si a ellos también les daba miedo el pecado, y los jóvenes respondieron con toda espontaneidad: «¡No, qué va...! ¡A nosotros nos da  la risa!». La escena, en mi opinión, refleja con crudeza la existencia de un clima cultural nuevo, en el que ciertos términos tradicionales de la religiosidad cristiana carecen de significado para las nuevas generaciones. No resulta fácil hoy hablar de pecado. Con sólo pronunciar la palabra, observamos que emite un contenido emocional «políticamente incorrecto». Nuestra sociedad del bienestar y el entretenimiento ha trivializado enormemente la densidad del mal y la responsabilidad que, en su génesis y perpetuación, tenemos los seres humanos, hasta el punto de que hablar de «pecado», de «culpa» o de «perdón» en una conversación normal resulta de poco gusto, incómodo o trasnochado.

Por otra parte, los objetivos socialmente compartidos del «sentirse bien», «estar en equilibrio», «dar buena imagen», «triunfar», «no parecer vulnerables», etc., impulsan una estrategia de aislamiento emocional, de permanente autojustificación ética, de negación de los aspectos oscuros de nuestra realidad personal o de ensimismamiento psicológico, que dificultan alcanzar la autenticidad necesaria para reconocernos culpables de algo o necesitados de cambio y de perdón. Efectivamente, para que la palabra «pecado» pueda recobrar su significado es imprescindible que las personas pasen a tomarse completamente en serio tres cuestiones básicas: la relación con Dios, la poderosa realidad del mal y la necesidad humana de perdón.

1. ¿Qué es el pecado?

La verdad antropológica del pecado ha sido expresada por Leonardo Boff: «Existe una experiencia profunda que realiza todo hombre: la experiencia de la ruptura culpable con los otros y con Dios. Se siente dividido y perdido. Anhela la redención y la reconciliación con todas las cosas. El sacramento del retorno (penitencia) articula la experiencia del perdón y el encuentro entre el hijo pródigo y el Padre bondadoso». No sé si, como dice Boff, «esa experiencia profunda la realiza todo hombre», pero sí estoy seguro de que, si alguien no se reconoce en esta experiencia, no descubrirá el sentido de la palabra «pecado» ni, en consecuencia, la necesidad del sacramento del perdón. Naturalmente, sólo tiene sentido hablar de pecado desde la fe, es decir, desde el reconocimiento vital de que Dios es nuestra referencia constituyente. Quien no ha descubierto esa presencia podrá sentirse malvado o culpable, pero no pecador.

Con todo, para hablar del pecado no debemos empezar por los fallos del ser humano, sino por el enorme amor que Dios nos tiene y por el proyecto de fraternidad que sueña para nosotros. Desgraciadamente, la Iglesia ha alimentado muchas veces una visión inaceptable de Dios como juez implacable que amenazaba con la condenación eterna a los seres humanos por cosas que hoy nos parecen ridículas. Durante siglos, el Dios del miedo ha generado mucho sufrimiento, y apartarse de él ha sido para muchos una verdadera liberación. Hemos llegado a pensar a Dios como alguien peor que el más mediocre e insensible de los padres. ¿Seremos los humanos mejores que Dios?, se preguntaba Andrés Torres Queiruga hace pocos años reflexionado sobre esta cuestión. Como sabemos, es ésta una de las aberraciones más graves en las que ha caído la teología cristiana. Pareció quedar en el olvido aquella sentencia evangélica: «Si vosotros, siendo malos, dais cosas buenas a vuestros hijos, cuanto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a quienes se lo pidan» (Mt 7,11).

En este contexto, el descubrimiento del Dios Abba, precisamente el rostro de Dios revelado por Jesús, fue una verdadera buena noticia. Él quiere que todos los seres humanos sin excepción sean felices, y por eso «hace salir su sol sobre buenos y malos y hace llover sobre justos e injustos» (Mt 5,45). Jesús recalca que «habrá mas alegría en el cielo por un solo pecador que se arrepienta que por noventa y nueve justos que no tienen necesidad de convertirse» (Lc 15,7). Según la reflexión cristiana, Dios es un padre que, preocupado hasta lo indecible por nosotros, envía a su propio hijo para que colme de vida a todos sus hermanos: «Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga la vida eterna. Porque Dios no envió a su Hijo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salvara por él» (Jn, 3,16-17). Y, según el evangelio de Juan, ésa parece que era la autoconciencia del Maestro de Nazaret: «Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).

Pero, en este marco positivo, ¿somos responsables ante Dios? Para no enrollarnos demasiado, vamos a contestar al asunto apuntando algunas convicciones básicas. Ya decía Santo Tomás de Aquino que a Dios no podemos ofenderle aislada y directamente: «no ofendemos a Dios sino en cuanto actuamos contra nuestro propio bien». Según la tradición cristina, Dios «sufre» porque se ha hecho solidario con nuestra historia y se ve afectado de algún modo por el avance o el retroceso del Reino de Dios, por el dolor o la alegría de cada ser humano, por su realización o por su fracaso. Si «la gloria de Dios es que el hombre viva», como señaló San Ireneo, la muerte del hombre y el triunfo del mal no pueden dejar de dañar esa gloria. Si Dios ama de verdad al ser humano, se habrá hecho vulnerable de algún modo a su rechazo o a su odio, por muy analógica que tenga que ser esa vulnerabilidad.

Es muy difícil saber cuándo puede una persona rechazar consciente y completamente a Dios como horizonte de su salvación, tanto porque nadie puede acceder al centro de la conciencia de un ser humano cuanto por el hecho, no menos evidente, de que Dios no se presenta de forma clara o impositiva a la experiencia humana e, incluso, porque puede haber formas de reconocimiento de Dios mucho más serias que aquellas que acontecen en la confesión de palabra. Recordemos la clave evangélica irrenunciable: «No basta con que me digáis “Señor, Señor” para entrar en el Reino de los Cielos, sino que habéis de hacer la voluntad de mi Padre que está en el cielo» (Mt 7,21). Hay, sin duda, formas de situarse ante el mundo y ante la vida tan auténticas, nobles, íntegras y generosas que implican lo que los creyentes denominamos expresamente «acoger a Dios en la vida». Por eso el cristianismo es capaz de identificar el rechazo o la aceptación de Dios con el rechazo o la aceptación de las demás personas, y especialmente de los pobres (Mt 25,31-46).

Con todo, la reflexión teológica cristiana tampoco excluye la posibilidad de pecar contra Dios. Si compartimos la opinión de San Agustín: «Nos creaste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta descansar en ti»; entonces cabe suponer que las personas podemos fracasar en nuestro camino existencial si excluimos consciente y voluntariamente a Dios de nuestra vida, ya que sólo él puede, en último término y con nuestra colaboración, llevarnos a la plenitud. «La causa de la condenación es ésta: habiendo venido la luz al mundo, los hombres prefirieron las tinieblas a la luz» (Jn 3,19). No olvidemos que el evangelio señala la seriedad de esta posibilidad cuando indica que sólo un pecado no puede perdonarse: el que se realiza contra el Espíritu Santo (Mt 12,31-32). Es decir, cuando la autosuficiencia humana cierra –conscientemente– todas las puertas al amor de Dios, éste no puede imponerse contra nuestra libertad y fracasa en su misión. En definitiva, el pecado ante Dios sólo puede concebirse como rechazo de un amor ofrecido, y por eso quien más sufre sus consecuencias es el pecador, es decir, el que rompe o desprecia esa oferta de amor y de vida.

Desde esta perspectiva, se redescubre la moral cristiana, no en clave legalista, sino en una perspectiva gratuita. El creyente no ha de cumplir los mandamientos para granjearse el favor de Dios (para «comprarle», diríamos en términos castizos), pues éste ya está de su parte, ya le ama. Le ha dado la vida y la oportunidad de realizarla antes de cualquier iniciativa tomada por el ser humano. Al contrario, la moral cristiana es correspondencia al amor recibido y difusión eficaz de ese amor en el tejido de la humanidad y de la historia. Las normas morales forman parte de la propia revelación de Dios: ponen de relieve caminos que aportan felicidad a las personas y mayor libertad y justicia a la sociedad (G. Von Rad). La cuestión no consiste en saber si Dios está de nuestra parte, sino en saber si lo estamos nosotros.

El cristiano (y, potencialmente, cualquier persona) está constitutivamente abierto a cinco relaciones: con los demás seres humanos, con el conjunto de la naturaleza, con los hermanos en la fe, consigo mismo y con el misterio último, origen y meta de todo lo que existe, que llamamos «Dios».

Por eso, desde un punto de vista creyente, podemos pecar contra Dios, contra los demás miembros de la familia humana, contra la comunidad, contra la creación y contra nosotros mismos. En todos esos planos los seres humanos sentimos en determinadas ocasiones la necesidad de ser perdonados, de poder cambiar de rumbo, de tener la oportunidad de empezar de nuevo. Y esas relaciones son, muchas veces, interdependientes. Por ejemplo, degradar la naturaleza es, al mismo tiempo, atacar el espacio donde cada uno vive, destruir el hábitat de la familia humana (actual y futura) y atentar contra la creación, regalo de Dios mismo.

2. ¿Qué factores determinan la vivencia actual del pecado?

En un periodo realmente breve de tiempo, los valores morales y religiosos han cambiado radicalmente. Hasta no hace mucho, el pecado estaba omnipresente. Como ha señalado José Mª Castillo, «es un hecho que la teología cristiana se ha elaborado de manera que a cualquier teólogo le resulta más fácil hablar del sufrimiento que de la alegría; más fácil también hablar del dolor que de la felicidad; más fácil hablar del llanto que de la risa; y más fácil, por supuesto, hablar de la muerte que de la vida, sobre todo si se trata de una vida de gozo, de dicha y de disfrute de las cosas buenas, de tantas cosas buenas y agradables que Dios ha puesto en esta vida. No es superficial ni frívolo el dicho popular según el cual todo lo que está bueno o es pecado o engorda». Hoy, sin embargo, como dirían nuestras abuelas, parece que todo vale. ¿A qué se debe este cambio? Al aumento de la secularización, pero, también en parte, a un cambio en la cultura.

Durante los últimos dos siglos hemos descubierto numerosos factores que actúan como profundísimos condicionantes de nuestro comportamiento. Existen, sin ninguna clase de dudas, múltiples condicionamientos biológicos, económicos, psicológicos, sociológicos, políticos y culturales que inciden poderosamente sobre el modo en que adoptamos nuestras decisiones. El desvelamiento de algunas de estas restricciones o influencias sobre la libertad ha sido una de las grandes aportaciones intelectuales de genios como Adam Smith, Karl Marx, Sigmund Freud, B. Frederic Skinner, Mijail Bakunin, Max Weber, Emile Durkheim, etc. Más aún, algunos de estos influjos son para nosotros tan ocultos, desconocidos o incluso inconscientes que no podemos hacer casi nada por evitarlos. En consecuencia, la teoría tradicional del libre albedrío ha quedado muy cuestionada, y la tendencia a condescender con cualquier tipo de conducta ha ido en aumento.

Sin embargo, la convicción que compartimos los cristianos consiste en que las limitaciones e influencias que operan sobre nuestra libertad no llegan a determinar por completo nuestra actuación. Si lo hicieran, ni seríamos libres (una de las notas distintivas de la dignidad humana) ni podríamos ser responsables o culpables de nada. Ciertamente, nuestra libertad no es absoluta: está situada e influida por múltiples factores; pero, en definitiva, siempre es posible elegir entre distintas alternativas, como muestra la experiencia universal, y por eso podemos cargar con el peso moral de nuestros actos y de sus consecuencias.

Efectivamente, «otro mundo es posible» cada vez que los seres humanos nos comportamos de forma solidaria en lugar de prestar sólo atención a nuestros propios intereses; cada vez que practicamos el perdón en lugar de ejercer la violencia; cada vez que somos sensibles a la situación de los débiles en lugar de legitimar cualquier forma de opresión...

Por eso, aunque parte del proceso histórico reciente debe ser valorado positivamente desde el punto de vista del desarrollo ético de la humanidad, ya que ha podido conducir a una ampliación de la libertad humana (que se ha desembarazado de los «corsés» derivados de la ignorancia, los prejuicios y las imposiciones morales), no me cabe duda tampoco de que se han extendido entre nosotros una permisividad y un relativismo éticos excesivos, que los creyentes estamos llamados a combatir en nombre de sus víctimas. En el siempre revelador mundo de la música actual tenemos una perfecta muestra del fenómeno que estamos intentando describir. Así, el grupo «Jarabe de Palo» obtuvo un gran éxito con su canción «Depende», cuyo estribillo dice: «Depende... ¿De qué depende?... De según como se mire todo depende». No se puede decir (en este caso cantar) mas claro.

Pero una cosa es reconocer que distinguir lo que es bueno o malo resulta con frecuencia muy difícil, y otra muy distinta olvidar que existen actitudes que hacen crecer la vida humana y actitudes también que la degradan o que amenazan su misma existencia. El mal en el mundo (entendido como generador de muerte, alienación, opresión y exclusión) es tan apabullante que el trivializarlo no deja de ser uno de los posicionamientos morales más criticables.

La extensión de una forma de vivir que diluye la responsabilidad moral con el recurso al peso de las circunstancias, a la existencia de mecanismos estructurales perversos, al influjo imponderable del azar, a la generalización del «todo el mundo lo hace», al pluralismo cultural o a la actuación de los poderosos (ricos, gobierno, etc.) tiene consecuencias nefastas para la vida social (E. Fromm).

El mal se hace anónimo e impersonal. Nadie es, en serio, responsable de nada (nadie conoce a nadie) : el pecado queda así reducido a error, a fallo, a ignorancia, a necesidad, a limitación. Para quienes asumen esta perspectiva dejará de tener sentido pedir y obtener perdón. Todo lo más, cabrá solicitar y conseguir alguna forma de «sucedáneo» de perdón (el olvido, la condescendencia, la comprensión, la tolerancia, la disculpa, etc.). De forma natural, este planteamiento lleva a muchos de nuestros conciudadanos a buscar una terapia psicológica que permita superar el sentimiento de culpa (hay culpa sin culpable) y recuperar la autoestima, más que a dirigirse a quien hemos herido o al sacramento del perdón, que presupone el carácter personal del mal, una relación interpersonal dañada y la necesidad de asumir esa responsabilidad para intentar restablecer la justicia conculcada.

No se trata de negar que hoy existan valores morales, pero sí de constatar la debilidad con que se asumen y la falta de vigor con que se defienden. Dando la palabra a Lipovetski, «“sociedad posmoralista” no significa sociedad sin moral, sino sociedad que exalta los deseos, el ego, la felicidad y el bienestar individuales en mayor medida que el ideal de la abnegación. Desde los años cincuenta y sesenta, nuestra cultura cotidiana ya no está dominada por los grandes imperativos del deber difícil y sacrificial, sino por la dicha, el éxito, los derechos del individuo, y ya no sus deberes [...]. Esta época no crea una conciencia regular, difícil, interiorizada del deber; crea más bien, por decirlo en palabras de Jean-Marie Guyau, una “moral sin obligación ni sanción”, es decir, una moral emocional intermitente que se manifiesta sobre todo con ocasión de las grandes aflicciones humanas [...]. Ya no tenemos fe en el imperativo de vivir para el otro, en el ideal moral tradicional de la preferibilidad del prójimo».

Un último factor –en este caso, interno a la misma Iglesia– parece también haber contribuido a este debilitamiento de la conciencia de pecado. En un entorno de pluralismo e incertidumbre con respecto a los valores éticos y a los significados vitales, la autoridad de los padres se ha reducido enormemente, como reflejan algunas expresiones coloquiales juveniles: «mi viejo», «papi», «papi chulo»... ¿Qué significará hoy que «Dios es padre/madre» para un adolescente o un joven que tiene unos «padres virtuales» (porque no los ve nunca) y con los que mantiene una relación utilitaria (porque los padres, que se sienten culpables por no atenderle, prefieren ser permisivos por una mezcla de comodidad y falta de convicción interior)? Creo que no resulta exagerado afirmar que la imagen de Dios que poseen las nuevas generaciones ha sufrido con mucha frecuencia una seria degradación. Dios ya no es sólo misericordioso y comprensivo, sino alguien que todo lo acepta como bueno, que todo lo tolera como poco importante, que no establece exigencias personales nítidas ni fundamenta criterios morales. La gratuidad de su perdón y de su amor ha acabado convirtiéndose en «gracia barata». No puedo por menos de recordar –ante este deterioro y banalización de la experiencia religiosa– las palabras del genial humorista y teólogo José Luis Cortés: «Dios, incluso tratado con humor, es un tema serio».

3. ¿Cómo vivir sanamente la experiencia del pecado?

¿De qué tengo que pedir perdón? Es la pregunta que se hacen desde hace años tantos cristianos honrados, pero desconcertados por este vertiginoso cambio de valores. ¿Da todo igual en el terreno de las decisiones éticas? Reconociendo que la mentalidad actual puede haber tenido un efecto desdramatizador muy saludable frente a cierto rigorismo moral del pasado, parece también razonable trabajar por una recuperación de la dimensión ética que reconozca la seriedad del actuar humano. Una tolerancia indiscriminada y paternalista no toma en consideración ni la responsabilidad de las personas al obrar ni el dolor de los que sufren por nuestras acciones y omisiones.

¿Qué significa creer en Dios Padre y qué consecuencias morales puede tener esta afirmación? ¿Somos niños, adolescentes o adultos ante Dios? Parece que la respuesta no puede consistir ni en el sometimiento ni en la autosuficiencia; ni en el infantilismo ni en el paternalismo; ni en el temor ni en la frivolidad. En la evolución psicológica del ser humano se atraviesan diversas etapas de maduración: el niño comienza siendo completamente dependiente de los padres, el adolescente pasa a ser contradependiente, el joven busca ser independiente...; pero el adulto, a pesar de la asimetría que existe entre un padre y un hijo, puede llegar a establecer una relación de confianza, amor, agradecimiento y reciprocidad que introduce en el ámbito de la interdependencia. Quizá, salvando –como siempre– las distancias y reconociendo que el misterio de Dios siempre nos desborda, tengamos que caminar en la fe del mismo modo: no somos súbditos de Dios, sino hijos muy amados (e incluso amigos, diría Jesús en el evangelio de Juan) que podemos abandonarlo (ésa es la grandeza y la tragedia humana), pero que siempre lo tendremos con las manos abiertas, esperándonos.

Al mismo tiempo, hemos de sostener que la vocación humana radica en estar llamados a crecer, a dar de nosotros lo más posible, a desarrollar todos nuestros talentos, a realizarnos el máximo posible en la entrega de lo que somos y en el establecimiento de relaciones personales profundas, libres y amorosas. Dios, como padre, nos ha regalado la vida y nos presta su amor incondicional, respeta radicalmente nuestra libertad, pero también espera de nosotros una existencia lograda, fecunda, solidaria. Si fracasamos como seres humanos, si olvidamos la llamada a la fraternidad y la justicia, si atentamos contra las demás personas, si rechazamos la invitación a mejorar el mundo en que vivimos seremos responsables ante nosotros y ante los demás, pero también ante Dios. El fracaso es una posibilidad real; el pecado existe realmente; la mediocridad es una oportunidad al alcance de todos los bolsillos.

Me parece que hoy andamos bastante lejos de la delicada sensibilidad religiosa del genial pintor, escultor e inventor renacentista Leonardo da Vinci, quien al final de sus días, y tras haber producido una ingente obra artística y científica de un valor extraordinario, declaraba: «He ofendido a Dios y a la humanidad, porque mi trabajo no tuvo la calidad que debía haber tenido». Puede que tras estas palabras se escondiera una personalidad enfermizamente perfeccionista, pero también podría ocurrir que, en el momento último de su existencia terrenal, Leonardo da Vinci estuviera expresando la profunda convicción de cualquier creyente: en definitiva, toda vida humana es respuesta –más o menos lograda– a la invitación amorosa de Dios a ser fecundos y solidarios.

Es posible también que sea demasiado exagerada la afirmación de San Agustín «O felix culpa», cuando afirma que nuestro pecado tuvo el efecto positivo de tener tan gran redentor como Jesucristo, aunque no deja de ser cierto que los errores son expresión del enorme valor de la libertad y que –cuando se reconocen honradamente y alcanzan el regalo del perdón– pueden ayudar a madurar a las personas y proporcionarles una visión más humilde, afectuosa y comprensiva de sí mismas y de los demás. No obstante, en lo que creo que el santo de Hipona acertó plenamente fue en resumir la esencia de la moral cristiana en el aforismo «ama y haz lo que quieras». Sabemos que el amor es más fuerte que la muerte y que el pecado. Y los cristianos creemos que, pase lo que pase y hagamos lo que hagamos, «nadie podrá separarnos del amor de Dios» (Rm 8,35) si no lo rechazamos. Para ayudarnos a recordar y experimentar esta convicción central de nuestra fe existe el sacramento del perdón.

Sólo tomando el amor con la debida seriedad podremos captar la necesidad del perdón y su hondura. No es de extrañar, por tanto, que las personas que tienen mayor conciencia de estar necesitadas de perdón no sean las que –como podríamos pensar en un primer momento– actúan de un modo más dañino –que, mas bien, suelen ser incapaces de reconocer su culpa–, sino las que tienen una sensibilidad religiosa más acusada y que, aunque nos parezcan excelentes en su comportamiento e intenciones –y de hecho lo sean–, son más conscientes que nadie de la infinitud del amor de Dios y de la mediocridad de su respuesta. Esa experiencia es también la que suele proporcionar una visión más comprensiva de las debilidades ajenas y la convicción de que todos estamos hechos del mismo barro. La vida de los grandes santos muestra estas constantes casi con la regularidad de una ley física. Y no se trata muchas veces de individuos particularmente escrupulosos o espiritualistas, sino de personas lúcidas plenamente realistas con los demás y consigo mismas.


4. Conclusión

Un par de relatos pueden expresar las convicciones básicas que han guiado esta reflexión.

a) El primero, una antigua leyenda árabe, cuenta lo siguiente:

«Un rey tenía tres hijos y muchas posesiones. Ante todo, un diamante de incalculable valor. A la hora de repartir sus bienes ¿a qué hijo daría su diamante?... Decidió someterlos a una prueba: iría a parar a manos del que realizase en un día la acción más heroica. Al llegar la noche de aquel día, se presentaron los tres hermanos, y cada uno relató su hazaña. El mayor había logrado dar muerte a un ladrón que desde hacía mucho tiempo sembraba el pánico entre las gentes del reino. El segundo hijo logró reducir por sí solo, y valiéndose de una pequeña daga, a diez hombres magníficamente armados. El más pequeño habló en tercer lugar y dijo:

– Salí esta mañana y encontré a mi mayor enemigo dormido al borde de un acantilado. Le dejé que durmiera. Después volví de nuevo, le desperté y le perdoné. El rey se levantó de su trono, abrazó a su hijo menor y le entregó el diamante».

La certeza del viejo rey es la mía: dada la realidad del pecado, el perdón es un tesoro para la convivencia humana que reclama verdadera valentía en quienes desean pedirlo y otorgarlo. No obstante, me parece que los tiempos que corren se parecen más a la situación descrita en la parábola titulada

b) «El invento del siglo»:

«Un médico, intentando mejorar la máquina de los Rayos “X”, descubrió por casualidad un nuevo tipo de rayos, los Rayos “Y”. Lo sorprendente de estos rayos era que, en lugar de ver en la radiografía los huesos, los pulmones, los riñones o el hígado, lo que se veía era la bondad o maldad que había en la cabeza, el amor o el egoísmo que tenía el corazón, la sinceridad de la lengua, la paz que se respiraba en los pulmones, la generosidad que contagiaban las manos, la solidaridad de la sangre, el rencor del estómago, etc. Acababa de descubrirse el invento del siglo. Algo revolucionario. Si con los Rayos “X” se podían detectar y curar las enfermedades físicas, ahora, con los Rayos “Y”, se podría detectar y curar la maldad que había en el interior de las personas. Cuando dio a conocer al mundo entero su invento, todos quedaron asombrados ante tal descubrimiento, y fueron muchos los premios que se le otorgaron.

Pero cuando instaló la máquina de Rayos “Y” en el primer hospital, nadie quiso acudir allí para hacerse una revisión. Pasó el tiempo, y sólo unos pocos fueron a curarse. Casi nadie se reconocía enfermo de maldad, de egoísmo, de mentira, de odio, etc. Todos pensaban que eran los demás los que se encontraban enfermos. El médico se sorprendió de que fueran tan pocos los que se sintieran enfermos y necesitados de ser curados. Quizá fuera porque este tipo de enfermedades no causaban apenas dolor y molestias en uno mismo: eran los demás los que sufrían principalmente las consecuencias.

El invento tuvo poco éxito: no era fácil encontrar pacientes que quisieran ser curados. Al final, el médico no tuvo más remedio que inventar una nueva máquina: la máquina delos Rayos “Z”. Con ella se podría curar el profundo dolor que causaban continuamente en las personas aquellos que no se reconocían enfermos de egoísmo y maldad. Curiosamente, esta máquina tuvo un gran éxito. Nunca se le acabaron los pacientes. Siempre había largas colas de personas esperando ser curadas».

¡Delicioso retrato del mundo en el que vivimos!
 

Francisco Aranda, sacerdote diocesano.

Autor: Francisco Aranda

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