«Aquí estuvo Jesús»

Publicado: 03/08/2012: 1139

 A finales del pasado mes de abril tuve la suerte (mejor, tuve la gra­cia), de acompañar a un grupo de 46 melillenses con quienes peregriné a Tierra Santa. Alguien ha dicho que la peregrinación a Tierra Santa cons­tituye el quinto evangelio. Dejando aparte el acierto o desacierto de la frase, lo que sí puedo asegurar, y conmigo la inmensa mayoría de los cristianos que han podido peregrinar a Tierra Santa, es que yo me sentí fortalecido en mi fe en Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios.

El guía oficial de la peregrinación, “impuesto” por el Estado de Is­rael, judío no-practicante, según él mismo manifestó en más de una oca­sión, fue todo un ejemplo de profesionalidad, respeto y atención para con cada uno de los peregrinos. Eran evidentes sus conocimientos histó­ricos, arqueológicos, bíblicos y hasta exegéticos. Me impresionó que, de vez en cuando, dijera muy convencido: “...Y aquí estuvo Jesús”.

Entre todos aquellos lugares santos que Jesús recorrió, el Lago de Galilea es, sin duda, el más auténtico. El Lago es tal cual era hace dos mil años. Todos los otros santos lugares han sufrido tantos cambios que el peregrino tiene que hacer un esfuerzo imaginativo para adivinar lo que fueron en tiempos de Jesús.

Jacob (éste era el nombre de nuestro guía) insistía una y otra vez: “Aquí se acumulan las tradiciones una sobre otra; pero los descubrimien­tos arqueológicos confirman que la tradición muchas veces coincide con la realidad histórica”.

Es de admirar, por ejemplo, saber que las inscripciones (grafitos, diríamos ahora) que aparecen en las paredes de la casa de la Virgen, en la hermosa basílica de Nazaret, son, según los expertos, del primer tercio del siglo II.

Resumiendo: allí estuvo Jesús. Negarlo sería una grave ofensa a la historia, un distorsionar la realidad que fue.

Los Evangelios son (con matices que ahora no da lugar para expo­ner) escritos biográficos, aunque con características diversas a las moder­nas. Así lo ha demostrado el investigador Graham N. Stanton (cfr. “Jesu­cristo, Salvador del mundo”, págs. 74 y 75. Ed. BAC).

El investigador Burridge, por otra parte, comparando los escritos evangélicos con biografías de personajes históricos de los siglos inmedia­tos que precedieron o siguieron a los Evangelios, afirma que éstos son verdaderas y propias vidas de Jesús (Id. pág 76).

Por tanto, Jesús, como personaje histórico, es tan real como reales fueron Sócrates, Platón o Apolonio de Tiana. Considerar los Evangelios como simples narraciones populares y leyendas culturales carece de la más simple base histórica.

Las tradiciones, los datos arqueológicos y las “biografías” de los personajes históricos colaterales de Jesús, además y sobre todo los Evan­gelios, nos ofrecen datos más que suficientes para aceptar su historicidad. Por tanto: ¡Jesús fue! ¡Jesús realmente existió!

Pero hay más todavía: para el cristiano, las narraciones evangélicas no deben ser vistas tanto como información, sino como auténtica y com­pleja obra de comunicación de la fe, de representación de los aconteci­mientos salvíficos, de interpretación existencial, de conversión y de invi­tación a un apostolado coherente. (Id. pág. 81).

Una última consideración: ¿Por qué Dios quiso compartir, en la persona de su Hijo hecho hombre, nuestra realidad histórica? La res­puesta llana y simple es: su amor. Así lo escribió San Juan: “Tanto amó Dios al mundo que le dio (introdujo en la historia) a su Hijo único” (Jn 3, 16). Por tanto, la presencia del Hijo de Dios entre nosotros no es conse­cuencia de una necesidad impuesta, sino fruto de un amor libre y gratui­to.

Jesucristo es la máxima y definitiva expresión del amor de Dios para con todos y cada uno de nosotros. Más aún: su amor a todo lo crea­do. Y ese amor, infinito y gratuito, es el que lo hizo entrar en lo más íntimo de la realidad histórica para “recuperarla” de manos del pecado.

Jesús, pues, vino a “recuperar lo que se le había perdido”, de mane­ra comparable al pastor que recupera la oveja extraviada.

El continente africano tiene muchos hijos de Dios “dispersos” que Jesús tiene que congregar. Para ello, la Iglesia (encargada de llevar a cabo la obra redentora de Cristo) deberá repetir el “gesto de la encarnación”; deberá “meterse” en el corazón de la misma realidad histórica de este continente, no para “abolirla”, sino para sublimarla en Dios a través de su Hijo, Jesucristo; deberá cristianizar la cultura del pueblo africano, que es tanto como decir llevarla, sin destruirla, a su propia plenitud, obstaculi­zada todavía por el pecado.

Junio 1997.

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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