¡Ay, Judas, qué misterio sigues siendo! ¿Qué pretendías entregando a Jesús? ¿Obtener riquezas? ¿Provocar una rebelión? ¿Hacer que Jesús reaccionara y se proclamara abiertamente mesías? La cuestión es que has pasado a la historia como el malo de la película. Con tu nombre se califica a las personas traicioneras. ¡Hasta cuando se da un beso que no es sincero se te nombra! Y cuando quisiste arreglar lo que habías provocado te diste cuenta de que te habían utilizado.

¿Qué fue, el orgullo o la vergüenza, lo que te impidió volver a la comunidad en busca de redención y te llevó a terminar colgado entre el cielo y suelo, maldito de los hombres y maldito de Dios  (Deut 21, 23)?

Tú, que habías sido escogido por Jesús como uno de los Doce; tú, que fuiste enviado con poder para predicar y expulsar demonios; tú, que tenías toda la confianza de Jesús como para llevar la bolsa del dinero de la comunidad; tú, que te dejaste lavar los pies… El dolor de Jesús en la Pasión no empezó con la tortura; el dolor de Jesús comenzó cuando sintió que tú te habías perdido. Por eso, Judas, no queremos mirarte: porque nos vemos demasiado reflejados en ti.

Nosotros, los amados de Dios, también traicionamos al Señor cuando  nos conviene. Ojalá que no tengamos el cinismo de preguntarle “¿soy yo acaso, Maestro?” cuando sabemos perfectamente que lo hemos traicionado.

Ojalá que, al caer, no nos desesperemos y seamos siempre capaces de volver a la comunidad a pedir perdón a Dios y a los hermanos. Por cierto, tu traición, Judas, nos deja la imagen de Jesús Cautivo, que la noche del Miércoles Santo procesiona por las calles de Los Boliches. Ven a mirarle a los ojos y te aseguro que no querrás traicionarlo nunca más.