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San Agustín, tan cercano (354-430)

Publicado: 28/08/2013: 5576

Carta abierta sobre la figura de san Agustín, por el padre Manrique, agustino, con motivo de la festividad de su fundador.

Tan cerca, pero tan lejos. Buscador infatigable, sabio y santo, pastor de almas sobre todo, padre y maestro de la gran familia agustiniana. Querer hablar de Agustín en su día de fiesta (28 de agosto) es repetir tópicos irrelevantes. Por eso, he querido honrarle recordando un tema muy
querido y repetido en su predicación: “Del deseo y de los deseos”. De estos temas y otros más elevados hablaba Agustín en sus sermones a un auditorio de mendigos, de pescadores, de gente muy sencilla. De los deseos y de las concupiscencias del hombre. Concupiscencia que es deseo, pero también ambición, codicia, anhelo, ansia, afán, interés, ganas, apetito, siempre fuerza arrolladora, turbia, primitiva, radical.

Deseos –dice el santo- es lo mismo que codicia. Tiene la misma procedencia, y es, además de un apetito desordenado de riquezas, un deseo vehemente o apasionado. Por eso el deseo es avaricia, libido, odio, lujuria, frivolidad, es decir, una fiebre del alma. Somos deseo, lo que revela nuestras carencias. El hombre es un ser abierto, o mejor hambriento, derramado y menesteroso. Las ganas o las ansias nos manan de dentro. El ojo apetece ver, el oído, oír, y ninguna imagen, ningún sonido puede llenar los deseos que llevamos en las entrañas. Somos seres codiciosos y codiciosamente nos hacemos o deshacemos.

Somos insaciables apetentes, por no decir sempiternos mendigos pedigüeños. ¡Grandeza y miseria humana! Somos naturalmente apetencia: cada uno carga su propia y personal concupiscencia, más íntima que las marcas indelebles de unas huellas dactilares. Si somos —más que tenemos— pasiónapetito, lo más que se nos tolera es armonizar tantos y tan conflictivos deseos y rebeliones íntimas, pues somos seres anhelantes y, como enfermos hidrópicos, siempre insatisfechos, cada vez con más necesidades. Por mucho que se progrese en autocontrol de estas tendencias naturales, racionalizando sus desbordamientos, desvelando los oscuros objetos del deseo del corazón, siempre seremos seres ansiosos y eternos atletas contra el peso abrumador de la concupiscencia, empedernidos concupiscentes de los ojos, del mundo y de la carne.

Todos deseamos y deseamos todo. Desea el rico, desea el pobre. Deseamos lo bueno y lo malo, lo propio y lo ajeno, y las tendencias negativas nos abruman. Aunque solemos más corregir que alentar, San Agustín, sin embargo, alienta en sus feligreses los buenos deseos: el deseo de Dios, de Cristo, de los bienes eternos, de la paz, la sabiduría, el bien de nuestros enemigos, del cielo, de la compañía de los santos... Al final de tanto desasosiego sólo nos amansa aquella intuición del libro de las “Confesiones”: Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti.

Autor: P. Laureano Manrique

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