Me sorprende que irrumpa en el panorama español una nueva ley de educación.  En este caso la LOMCE.  Tanto vaivén educativo ni sé bien para qué sirve ni a dónde conduce. A cada reforma impulsada le presupongo buena voluntad. Pero, a mi juicio, la ley educativa debería estar consensuada para evitar que la estemos cambiando en función de la legislatura.  A la historia me remito.  

Echo de menos un pacto de Estado en materia de educación que permita estabilidad y calidad a la enseñanza en España. En Málaga. Las leyes no pueden tener fecha de caducidad tan pronta.  Y más en materia tan sensible como la educativa. Hay alumnos que ni terminan el proceso de enseñanza emprendido porque el Gobierno de turno cambia la ley.  

A nadie se le escapa el alto fracaso escolar que soporta el nivel educativo español.  Y eso ni es culpa de la asignatura de la Religión ni del catalán.  Por cierto, imagino que los críticos de la Religión, empeñados en sacarla de la escuela, no sólo se refieren a la cristiana católica, sino también a la islámica, cristiana evangélica o hebrea. Pareciera que todo se reduce a la polémica con la fe y el idioma.  Es ridículo. La inversión en educación, el abandono escolar, el índice de fracaso, la formación permanente de los docentes, el horario lectivo, el curriculum, los criterios de evaluación o la motivación del alumnado son los temas que deben abordarse conjuntamente desde un análisis riguroso.  Con todas las partes implicadas. Para que tenga estabilidad. Para que el informe Pissa no dé más caña.  ¿Olvidamos que en  2012 el 24,9 % de los jóvenes españoles de entre 18 y 24 años no cursaba ningún tipo de ciclo educativo ni de formación? Esto coloca a España a la cabeza de la Unión Europea en abandono escolar.

Particularmente entiendo que hasta que no exista un pacto de Estado estaremos en función de directrices concretas de cada Gobierno.  Atrás quedó, con sus más y menos, la Ley Moyano de 1857 que permaneció más de un siglo aunque ésta sufriera alguna erosión en sus reglamentos.