DiócesisCartas Pastorales Mons. Dorado

Edificar sobre roca (PDF 40 páginas)

Publicado: 01/12/2002: 1578

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INTRODUCCION

Desde hace ya muchos años, la Diócesis de Málaga mantiene el empeño pastoral de trabajar como Pueblo de Dios unido, que otea el horizonte y busca nuevos caminos para ir al encuentro del mundo moderno, revisa sus actuaciones pastorales, comparte sus aciertos y sabe corregir sus decisiones menos lúcidas. Es un estilo de trabajo pastoral al que no estábamos muy habituados, pero que va ganando terreno entre nosotros. Juntos estamos aprendiendo a que toda parroquia y comunidad cristiana tenga un programa pastoral que actualiza cada año, a que los diferentes servicios o ministerios parroquiales estén coordinados entre sí y sean revisados por el Consejo Pastoral Parroquial y a que todos los miembros del Pueblo de Dios se sientan protagonistas y responsables de la única tarea pastoral.

Contamos con el “PROYECTO PASTORAL DIOCESANO 2.001-2.006. Duc in altum”. Tras haber dedicado un curso entero a conocerle con profundidad, a reflexionar y dialogar sobre sus ideas de fondo y sus propuestas y a darle a conocer a todos, este curso, queremos llevar a la práctica algunas de sus propuestas. Para facilitar dicha labor, un grupo muy amplio y plural de personas que están comprometidas en diversas tareas pastorales han elaborado unos materiales básicos, que nos pueden servir de gran ayuda y que os invito a conocer a fondo para poder usarlos con provecho.

Como viene siendo costumbre, me ha parecido oportuno aportar también por mi parte una palabra de aliento y algunas sugerencias que considero convenientes. Mi Carta quiere ser únicamente una voz de ánimo y compañía, al hilo del trabajo. Es posible que descubráis en ella algunas reflexiones y análisis que han ido surgiendo en reuniones que he presidido en vuestra parroquia, en vuestro arciprestazgo, en el Consejo Pastoral Diocesano o en un encuentro con religiosos/as. Es normal, porque le suelo pedir a Dios que, en mi misión de enseñar y de servir, sepa escuchar a todos para discernir su voz entre las muchas que hoy resuenan y pueda luego alentar la comunión. Por semejante motivo, en mis Cartas pastorales intento ofrecer mucho de lo bueno que yo mismo he recibido.

Este año, me propongo hacerme eco de la llamada de Juan Pablo II a "remar mar adentro". Es decir, a ir al fondo de nuestra fe, donde germinan y se alimentan el amor y la esperanza, para encontrar la raíz de los problemas que hacen difícil la evangelización en el mundo actual y para escuchar la voz del Espíritu a nuestra Iglesia y aprender a trabajar "en el nombre del Señor". Cada uno de vosotros, los bautizados, debe hacer suya esta recomendación de San Pablo a Timoteo: “Mantente fuerte en la gracia de Cristo Jesús; y cuanto me has oído en presencia de muchos testigos, confíalo a hombres fieles, que sean capaces, a su vez, de instruir a otros” (2Tm 2,1-2)

Esta invitación es oportuna y válida para todos, y especialmente para los que se encuentren más desalentados, ya sean sacerdotes, religiosos/as o bautizados en general. Tenemos que continuar la apasionante tarea de evangelizar con obras y con palabras. Pero hemos de hacerlo con ilusión y con lucidez, sabiendo en qué mundo nos movemos.   


               I. EVANGELIZAR EN UN CONTEXTO CULTURAL DIFERENTE


1.1. Un mundo rico en conquistas humanas y muy secularizado.

Nos ha tocado vivir en un contexto cultural rico en conquistas humanas, pero poco propicio a las creencias religiosas. Apoyado en la luz de la razón y con la ayuda de la ciencia, esa creación formidable que es fruto del esfuerzo de muchas generaciones, el hombre ha logrado prolongar su vida sobre la tierra, ha mejorado la calidad de la misma, ha liberado al trabajo del esfuerzo físico que otrora requería y sueña ya con implantar una existencia relativamente feliz. Es consciente de que aún tiene problemas graves que afrontar, como la situación de hambre de numerosos pueblos, la distribución injusta de los bienes, las enfermedades psíquicas y la violencia creciente que se manifiesta en el terrorismo y en guerras cada vez más cruentas. Pero no cabe duda de que el hombre moderno ha conseguido conquistas brillantes, que ponen de manifiesto su grandeza y le dan motivos para sentirse orgulloso de su inteligencia y de su creatividad.

Sin embargo, la mezcla de situaciones humanas de injusticia y sufrimiento con los espléndidos logros científicos y políticos plantea serios desafíos intelectuales sobre la capacidad humana y ética del hombre, y sobre el sentido de la historia. La fe católica ilumina este profundo enigma con la luz del Evangelio. Por una parte, enseña que los seres humanos sufrimos las graves consecuencias del pecado original; mas por otra, nos asegura que hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios y que el pecado, con su fuerza destructiva y disolvente, ha sido vencido por Jesucristo.

Entre el optimismo ingenuo de quienes sólo se fijan en la bondad del hombre, y el pesimismo de los que insisten en su egoísmo feroz y en su agresividad congénita, la fe católica nos dice que el hombre ha sido creado por Dios para ser su amigo, que ha roto libremente su comunión original con la bondad divina, hecho que desempeñó y sigue desempeñando una profunda repercusión negativa sobre la historia y el mundo en general; y que luego ha sido redimido por Jesucristo. Aunque en su situación presente conserva todavía algunas consecuencias destructivas del pecado, puede vencer el mal gracias al Espíritu de Jesucristo y vivir como hijo de Dios.

Así, entre el pesimismo histórico de unos y el optimismo de otros, la Iglesia proclama un horizonte de esperanza, a pesar de los graves problemas en que nos vemos envueltos. Por eso dice el Concilio Vaticano II que el Evangelio de Jesucristo ilumina el misterio del hombre (cf GS, 10).        

Pero estamos en una situación en la que el Evangelio ha dejado de ser novedoso y provocador para numerosas personas de los países ricos de Occidente, entre los que nos contamos nosotros. Seducidos por sus brillantes logros científicos en casi todos los campos y volcados a las cosas de la tierra, muchos de nuestros contemporáneos apenas conservan ninguna sensibilidad para acoger el Misterio de Dios. Es cierto que se advierte un nuevo interés por la religión en el mundo de los ricos, pero es un interés que se queda en la superficie de los fenómenos, que convierte la experiencia religiosa en una mercancía de consumo y que no pasa de una vaga resonancia emotiva y simbólica. Incluso dentro de la comunidad cristiana han surgido voces y movimientos que abogan por una religiosidad más adaptada a nuestro tiempo, que consistiría, según ellos, en una práctica de carácter privado y subjetivo, sin más dogmas ni preceptos morales que los que decida cada cual en su conciencia.

La Iglesia, cuya misión y grandeza consiste en evangelizar (AA 2), se encuentra con situaciones humanas y culturales que convierten su tarea en un cometido muy difícil. En muchos casos, porque la secularización de la vida familiar, de la escuela y de otros ámbitos de aprendizaje implica que nadie hable a los niños y a los jóvenes de Dios ni del Evangelio con la autoridad de los testigos convencidos. Y nos encontramos, también en España, con una generación de adolescentes y de jóvenes que ignoran los rudimentos de la fe e incluso las oraciones más tradicionales. Y con otros, como numerosos cristianos adultos que se van alejando de la Iglesia, cuya fe recibida y educada a lo largo de la infancia, no se ha visto acompañada durante los años de la adolescencia, cuando la persona pone en crisis y revisa casi todo lo que ha recibido.

  Este estado de cosas implica que haya un número creciente de personas a las que no es fácil interesar por el Evangelio. Son aquellos que apenas han oído nada de él a lo largo de su infancia y los que han abandonado su vida de fe durante la adolescencia y la juventud. Juntos componen el mundo de la increencia. Para ellos, el hecho religioso no significa prácticamente nada, pues han perdido todo interés por estas cuestiones.

Hay otros muchos que todavía conservan los rudimentos de la fe, pero ya apenas acuden a los actos de culto, si no es de manera ocasional, ni se preocupan de encarnar los valores evangélicos en su vida. Según dicen ellos mismos, se siguen considerando creyentes, pero no practicantes.

Pero hay todavía un alto porcentaje de españoles que han conservado la fe y que  mantienen aún la práctica religiosa. A tenor de las estadísticas, se trata de un porcentaje importante de personas, que está en torno al treinta por ciento de la población, aunque se dan diferencias muy notables de unas autonomías a otras y, en Andalucía, no supera el quince por ciento. Si añadimos a éstos que se declaran creyentes practicantes los que afirman acudir al templo de vez en cuando, el conjunto se acerca al cuarenta por ciento en la totalidad de España. Mas también en muchas personas de este grupo se advierten serias carencias doctrinales con relación a la fe y a la moral de la Iglesia. De ahí la importancia que los programas pastorales de las diversas diócesis y de la Conferencia Episcopal atribuyen a la formación cristiana integral del Pueblo de Dios. El hecho de que no hayan aplicado los medios necesarios para pensar su fe a la luz de sus conocimientos y experiencias actuales, les impide dar razón de su esperanza a pesar de la firmeza de la misma. Y esta inseguridad en lo que se refiere a los fundamentos de su fe los mantiene alejados de las tareas apostólicas.

1. 2. El Evangelio es nuestra mejor aportación a la cultura moderna.

El Vaticano II constituye un esfuerzo formidable por tender puentes entre el Evangelio y la cultura de este tiempo. A pesar del optimismo inicial, que algunos consideran ahora excesivo, este intento de diálogo parece un tanto paralizado, seguramente por la dificultad que entraña y por la escasez de resultados visibles. Como en toda empresa evangelizadora nueva, también en este empeño se han cometido errores, pero lo cierto es que se han dado pasos muy importantes. Sin embargo, los resultados no han sido especialmente brillantes para el Pueblo de Dios.

  Algunos creyentes se acercaron generosamente a los no creyentes y juntos vieron la importancia de compartir la lucha por unos valores que aceptamos todos. Pero este esfuerzo generoso no siempre logró integrar la vida de fe con la experiencia de la lucha política y sindical en favor de los más pobres. Tal vez, el abismo entre la fe y la cultura moderna era mayor de lo que suponíamos y muchos terminaron abandonando la fe en Jesucristo o, al menos, su sentido de pertenencia a la Iglesia.

En la actualidad, podemos comprobar que numerosos cristianos, si no la mayoría, impulsados por la fe, se han comprometido en diversa medida en la lucha por los derechos humanos, por la justicia y por la paz. De esta forma, han sido fieles al Vaticano II, que nos dice: “Tomen parte, además, los cristianos en los esfuerzos de aquellos pueblos que, luchando contra el hambre, la ignorancia y las enfermedades, se esfuerzan por conseguir mejores condiciones de vida y afirmar la paz en el mundo. Gusten los fieles de cooperar prudentemente en este campo con los trabajos emprendidos por instituciones privadas y públicas, por los gobiernos, por organismos internacionales, por diversas comunidades cristianas y por las religiones no cristianas” (AG, 12). Y si algo hay que lamentar sobre esta cuestión, es el hecho de que no hayamos ido más lejos y de que este impulso de ser fermento evangélico en la masa haya perdido fuerza durante los últimos años.

Pero dicho esto, hemos de reconocer que la mejor aportación de los cristianos a la cultura moderna es el Evangelio, la proclamación del amor de Dios, que se nos ha manifestado en Jesucristo. Sin restar importancia a nuestra contribución en el campo de los valores humanos que no son específicamente evangélicos, lo más revolucionario y lo más enriquecedor que los cristianos podemos ofrecer es la fe en Dios, tal como se nos ha revelado en Jesucristo. Porque Dios es el origen y la meta del hombre, y sin Él, éste no puede alcanzar en absoluto la plenitud a la que está destinado en esta vida y en la futura, más allá de la historia presente. Privar al mundo del mensaje sobre Dios, sería una profunda irresponsabilidad por parte de quienes creemos en Él, y una pérdida irreparable para todos.

La aceptación sincera y leal de la “no confesionalidad”del Estado y de la libertad religiosa no implica que debamos callar el Evangelio o relegarle a la vida privada. Por mi parte, considero que uno de los aspectos más desconcertantes y dolorosos de la cultura actual es el silencio sobre Dios al que algunos pretenden someter a los creyentes, y la aceptación silenciosa de semejante idea por parte de no pocos cristianos. Unos callan sobre Dios porque no saben dar razón de su esperanza; otros, porque consideran equivocadamente que este silencio sobre Dios y sobre el Evangelio de Jesucristo les va a ganar el respeto de los no creyentes; y algunos, porque han aceptado la falsa idea de que dialogar consiste en ocultar lo que nos separa del otro y hablar sólo de lo que el otro desea oír.   

Y únicamente los creyentes, con nuestros defectos y con toda la riqueza que nos aporta la fe, podemos hablar por experiencia de Dios, tal como Él se nos ha revelado. Hablo de todos “los creyentes”, pero deseo añadir un importante matiz. La defensa de la libertad religiosa y el respeto a las demás religiones no significa que los seguidores de Jesucristo pensemos que todas las religiones son iguales. Como dice el Concilio, “la Iglesia Católica nada rechaza de lo que en estas religiones hay de verdadero y santo. Considera con sincero respeto los modos de obrar y de vivir, los preceptos y doctrinas que, aunque discrepen en muchas cosas de lo que ella profesa y enseña, no pocas veces reflejan un destello de aquella Verdad que ilumina a todos los hombres. Anuncia y tiene obligación de anunciar constantemente a Cristo, que es el camino, la verdad y la vida (Jn 14, 16), en quien los hombres encuentran la plenitud de la vida religiosa y en quien Dios reconcilió consigo todas las cosas” (Nostra Aetate, 2; cf también 13).

1.3. La importancia de los cimientos.

La cuestión fundamental del católico, hoy como siempre, consiste en ser un auténtico discípulo de Jesucristo, una persona evangélica. Es un camino tan apasionante como difícil en cualquier tiempo y en todo ambiente cultural. Podemos aprender mucho de los Santos, pues ellos son los mejores ejemplos tanto de la dificultad como de la grandeza de la vocación cristiana. La tarea de iniciar bien en la fe a quien se convierte al Evangelio es una preocupación permanente de la Iglesia, que la ha ido desarrollando con acentos diversos según los lugares y los tiempos.

Al católico actual, además de la necesidad intrínseca de fundamentar bien su fe, se le plantean tres cuestiones específicas: dar razón de su esperanza a las generaciones que se han alejado de la Iglesia, dialogar con los no creyentes con los que comparte vida y proyectos humanos, y mantener la identidad de su fe en un contexto marcado por una fuerte tendencia al relativismo y al subjetivismo doctrinal y ético.

Desde esta constatación, la Iglesia se pregunta cómo se debe educar a quienes se acercan a ella pidiendo la fe. Y se dan circunstancias muy diversas entre nosotros, pues es diferente el caso del niño que ha recibido en su hogar los rudimentos de la fe al de quien acude a pedir el bautismo en los primeros años de su adolescencia, y al del adulto que desea profundizar en la fe en que fue bautizado y ahora ha descubierto como un don precioso. Pero todos ellos necesitan convertirse en auténticos discípulos y seguidores de Jesucristo. Por ello, durante los últimos años, siguiendo la recomendación del Vaticano II (AG 14), hemos asumido que la educación cristiana básica tiene que seguir aquel modelo que los Santos Padres llaman la “Iniciación cristiana”.

El Concilio Vaticano II describe dicha Iniciación, de manera sintética, con las palabras siguientes: “Iníciense, pues, los catecúmenos convenientemente en el misterio de la salvación, en el ejercicio de las costumbres evangélicas y en los ritos sagrados que han de celebrarse en tiempos sucesivos, y sean introducidos en la vida de la fe, de la liturgia y de la caridad del Pueblo de Dios. Libres, luego, por los sacramentos de la iniciación cristiana, del poder de las tinieblas, muertos, sepultados y resucitados con Cristo, reciben el Espíritu de hijos de adopción y celebran con todo el pueblo de Dios el memorial de la muerte y resurrección del Señor” (AG 14).

Se trata de un proceso que, empleando todas las formas expresivas disponibles, abre la inteligencia y el corazón de la persona a la luz del Evangelio, la va introduciendo en la vida de la comunidad cristiana y la entrena para disfrutar, hacer suyo y practicar el amor fraterno. En tal proceso, se emplean los medios más adecuados para comprender y asumir el Credo de la Iglesia, para conformar los propios sentimientos con los de Cristo como enseña la carta a los cristianos de Filipos, y para configurar toda la existencia con el espíritu de las Bienaventuranzas. A lo largo de su desarrollo, como en todo intento educativo integral, tienen una gran importancia los itinerarios parciales, los ritos, los símbolos, la participación activa del sujeto y las convicciones básicas que sustentan la nueva forma de situarse ante la vida y de vivir en esta tierra con los demás, en camino hacia los brazos de Dios Padre.

El Directorio General para la Catequesis se fija en tres características, para que se pueda hablar de auténtica catequesis de Iniciación cristiana. La primera, que ofrezca una visión “orgánica y sistemática de la fe”. La segunda, que la educación que ofrece no se limite a comprender y asumir unas ideas, sino que sea “un aprendizaje de toda la vida cristiana (...) que propicia un auténtico seguimiento de Jesucristo, centrado en su persona”, de manera que “el hombre entero, en sus experiencias más profundas, se vea fecundado por la Palabra de Dios” y pase del hombre viejo al hombre nuevo. Y la tercera, que esta catequesis integral esté “centrada en lo nuclear de la experiencia cristiana, en las certezas más básicas de la fe y en los valores más fundamentales” (n. 67).

“La Iniciación cristiana, dice la Conferencia Episcopal Española, no se puede reducir a un simple proceso de enseñanza y de formación doctrinal, sino que ha de ser considerada una realidad que implica a toda la persona, la cual ha de asumir existencialmente su condición de hijo de Dios en el Hijo Jesucristo, abandonando su anterior modo de vivir, mientras realiza el aprendizaje da la vida cristiana y entra gozosamente en la comunión de la Iglesia, para ser en ella adorador del Padre y testigo del Dios vivo” (La iniciación cristiana, 18).

Constituyen elementos básicos de la misma una catequesis orgánica e integral; la unión entre catequesis y vida litúrgica, que se concreta en los tres sacramentos del Bautismo, la Confirmación y la Eucaristía y en la inserción vital en la comunidad cristiana; y un proceso de inserción, en el Pueblo de Dios, por etapas que no fuerzan los ritmos de la persona. A lo largo del mismo, ésta acoge y hace suya la fe, se integra según sus circunstancias en la vida trinitaria y en la comunidad cristiana, se habitúa a celebrar con sus hermanos la fe recibida y se convierte en fermento que vive y anuncia el Evangelio en su hogar y en su ambiente, con obras y con palabras. Es así como pienso que se deben asentar los cimientos del creyente de hoy.

1.4. La bondad del Evangelio cuestionada.

Cada circunstancia histórica se caracteriza por tener una sensibilidad peculiar ante las cuestiones religiosas. Y el evangelizador tiene que sintonizar con las inquietudes de su tiempo para que sus palabras resuenen en el corazón de los oyentes. Él mismo necesita una profunda experiencia de Dios para convertirse en un testigo que narra lo que ha visto y oído, pero tiene que saber también situarse en su ambiente cultural y dejar que resuenen en su corazón todos los gozos, las esperanzas, las preocupaciones y los miedos de sus hermanos todos. Y ser consciente, al mismo tiempo, de las dificultades y prejuicios que pueden ocultar la grandeza del Evangelio a las personas que no tienen fe o impedir que sus palabras de anuncio lleguen nítidas a los oyentes.

He aludido ya a la secularización que invade la conciencia de los ciudadanos de los países más desarrollados técnica y científicamente. Además de impermeabilizarlos en todo lo referente a Dios, este fenómeno suele ir acompañado de otros aspectos que deseo señalar porque hacen difícil la misión de proclamar el Evangelio, al presentarse como conquistas humanas y como valores propios de las sociedades democráticas y evolucionadas. Por eso, llegan a convertirse en un obstáculo mental que hace imposible descubrir la bondad y la verdad del Evangelio.

Empecemos por la muerte de las utopías. Aleccionado por los fracasos históricos y por los grandes sacrificios que han supuesto las propuestas de una humanidad feliz por parte de ideologías como el comunismo o nacional socialismo, el hombre actual ha renunciado a “los grandes relatos”. Este escepticismo le ha impulsado a vivir la historia de cada día de una manera fragmentada y a no preguntarse ya por el sentido de los diversos acontecimientos ni de las cosas. Ni siquiera por el sentido de la propia vida. Y cuando se pierde la capacidad de hacer preguntas, la existencia se nos muestra como carente de todo significado, como un hecho fortuito que no tiene más finalidad que disfrutar de los placeres cotidianos mientras la vitalidad lo permita. El hombre actual se ve sumergido en un horizonte cerrado, en el que el anuncio de que Dios nos ama y se ha hecho hombre en el seno de María no tiene ningún sentido salvador y liberador. Más bien, llegan a considerar a la religión, a toda religión y a toda fe, como un freno que impide la libre decisión de cada uno en cuanto al uso de los bienes terrenos, al disfrute del propio cuerpo y a la decisión sobre el momento en que nuestra vida no da más de sí y hay que tomar la decisión de interrumpirla.

Por otra parte, vemos que la tolerancia y el diálogo pertenecen a la esencia de la democracia. Y numerosos pensadores opinan que sólo son verdaderamente dialogantes y tolerantes aquellas personas que están dispuestas a cambiar de opinión y de conducta. Pero los católicos hemos aceptado y sostenemos como verdades firmes e intangibles los enunciados de la fe que confesamos en el Credo y un conjunto de valores y principios éticos que dimanan del Evangelio. A juicio de muchos, esta presunción de tener certezas nos cierra a todo diálogo sincero y leal. Además, la historia de la ciencia y la Filosofía, según siguen diciendo, han enseñado que no hay verdades absolutas, sino afirmaciones provisionales, que cambian a medida que progresa nuestro conocimiento, porque toda verdad es parcial y relativa. Desde esta manera de pensar y enfrentarse a los problemas, los católicos aparecen como unos compañeros de viaje incómodos, cuando se tienen que abordar asuntos como el aborto, la eutanasia y la producción de embriones para el uso terapéutico, entre otros muchos asuntos.

Finalmente, cada grupo religioso sostiene que su Credo y su ética son los únicos verdaderos. Mientras las sociedades eran más homogéneas y estables, esta pretensión no planteaba dificultades especiales. Pero vivimos en una sociedad en la que el pluralismo religioso y la multiculturalidad son un hecho palpable, que ocasiona más de una fricción entre los mismos ciudadanos que se declaran creyentes de diversas religiones. Y puesto que los Credos no pueden ser todos verdaderos, la conclusión a que se llega es que las religiones son expresiones diversas de un sentimiento muy extendido. O lo que es igual, que el sentimiento religioso es legítimo como experiencia subjetiva, individual y privada, pero que las religiones como tales son ideologías anticuadas, que no se pueden integrar en las sociedades modernas y avanzadas. Más bien, dicen, se convierten en una fuente de intransigencia y de conflictos.

1.5. Evangelización y diálogo con todos.

Los cristianos debemos distinguirnos por el respeto exquisito a los demás. Aunque, según las estadísticas, las personas que se dicen no creyentes son una pequeña minoría, merecen nuestro respeto igual que los creyentes de otras religiones. Es verdad que, en el pasado, no siempre se ha comprendido y practicado esta postura, pero el respeto a la libertad religiosa, la tolerancia y el diálogo son actitudes humanas que debemos compartir con todos.

El Vaticano II nos enseña que “el derecho a la libertad religiosa está realmente fundado en la dignidad misma de la persona humana, tal como se conoce por la palabra de Dios revelada y por la misma razón”. Y “esta libertad consiste en que todos los hombres deben estar libres de coacción, tanto por parte de las personas particulares como de los grupos sociales y de cualquier poder humano” (DH 2). Es más, la Iglesia Católica “exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales que se hallan en ellos” (NA 2).

Sin embargo, el respeto e incluso la defensa ardiente de la libertad religiosa, de la tolerancia y del diálogo no implica que un católico dude de que la “única verdadera religión subsiste en la Iglesia Católica y apostólica, a la que el Señor Jesús confió la tarea de difundirla a todos los hombres” (DH 1).  Por consiguiente, la tolerancia leal y el diálogo respetuoso no están reñidos con la firmeza de la fe en el Evangelio ni con la presentación del mismo a quien esté dispuesto a escuchar nuestro testimonio. Lo que contradice el espíritu del diálogo sincero es la ambigüedad de quien oculta aspectos de sus convicciones profundas para que el otro no se sienta molesto o turbado al dialogar.

Además del diálogo, es importante la colaboración en tareas humanitarias con personas que no creen en Dios y con creyentes de otras religiones. La cooperación con todos nos puede llevar a un mejor conocimiento del otro y de sus razones, a mantener abierto el diálogo y a trabajar por el hombre. Y en este sentido, los cristianos de Málaga y Melilla necesitamos mayor audacia y más imaginación para dar los pasos necesarios para compartir tareas humanitarias y para dialogar con todos.

1.6. El mandato permanente a "remar mar adentro". 

Igual que Pedro, cansado de haber bregado sin pescar nada a lo largo de una noche, numerosos cristianos de hoy recurren a su experiencia para justificar esa atonía pastoral en la que hemos caído. Ante casi todas las ofertas y propuestas misioneras, responden decepcionados que ya lo han intentado en repetidas ocasiones y que los resultados han sido nulos. Es lo que le vino a decir Pedro a Jesús, cuando le invitó a buscar la pesca de nuevo, en las aguas profundas. Aunque con frecuencia, a nosotros nos falta aquella fe que le llevó a añadir: “Pero, en tu Palabra, echaré la red” (Lc 5,5).

El testimonio de las grandes multitudes, especialmente de jóvenes, que vemos en los encuentros con el Papa Juan Pablo II nos dice que el Evangelio sigue siendo Buena Nueva para el hombre de hoy. También los llamados “nuevos movimientos” encuentran eco abundante cuando proclaman el Evangelio. Nos cuesta reconocer la evidencia, pero está ahí, aunque nuestras convicciones ideológicas nos presenten muchas explicaciones plausibles, para impedir que este hecho nos lleve a hacer un examen de conciencia más sincero.

Por lo pronto, evangelizar nunca ha sido misión fácil y el mismo Jesús no logró, al menos a primera vista, resultados muy brillantes durante su vida pública. Tampoco los Doce, sostenidos y guiados por la fuerza del Espíritu, conocieron el éxito pastoral. Su trabajo apostólico y su vida entera estuvieron acompañados por las dificultades, por los sufrimientos y por la cruz. Porque el Reino de Dios comienza como una semilla insignificante, que tiene que pudrirse para germinar, requiere labores duras y delicadas, crece entre la cizaña y necesita su tiempo para dar fruto. Esto quiere decir que nuestra misión consiste en sembrar con la humildad de la fe y en seguir trabajando con la alegría de la esperanza, aunque no lleguemos a ver la cosecha.

1. 7. En la Palabra del Señor.

Pero tenemos que hacerlo “en la Palabra del Señor”, en su nombre. Y pienso que esta expresión nos invita a profundizar en cuatro actitudes del evangelizador que hoy son especialmente necesarias.

1) La confianza en la fuerza del Señor.

Cuando tenemos la certeza de que estamos respondiendo a una llamada y cumpliendo la voluntad de Dios, resulta más fácil mantener vivo el ardor y la audacia apostólica. Numerosas situaciones de agobio y de apatía pastoral tienen su fundamento en la carencia de unas actitudes espirituales profundas. Lo que más nos agobia y cansa psíquicamente es la falta de esperanza y de confianza en la validez de lo que estamos realizando. Nos cuesta aceptar la sensación de fracaso que se desprende de no poder contabilizar los resultados de nuestros afanes y desvelos. Además, no vemos que los jóvenes manifiesten interés por el Evangelio y, por otra parte, el momento que estamos viviendo se caracteriza por el pesimismo histórico y el conformismo frente a las situaciones de injusticia. Son experiencias que nos afectan más de lo que sospechamos. Sin embargo, cuando realizamos nuestra misión en el nombre del Señor, convencidos de que estamos haciendo lo que Él desea, resulta posible mantener alto nuestro tono vital y nuestro ardor apostólico en medio de los fracasos. La contemplación de la vida de Jesús, la escucha de su Palabra y el abandono en sus manos son la garantía del evangelizador y la fuente de su fortaleza.

2) La alegría de saber que Dios nos ama.

No me refiero a ese clima de euforia más o menos pasajero que se puede conseguir por diversos medios psicológicos, ni a la sensación de bienestar que produce la autoestima, sino a la alegría del corazón, que es un fruto del Espíritu Santo. Como enseñó Pablo VI, el hombre la experimenta cuando se halla en armonía consigo mismo, con la naturaleza y especialmente, “cuando su espíritu entra en posesión de Dios, conocido y amado como bien supremo e insustituible” (La alegría cristiana, I). Pero esta alegría es un bien escaso en muchas personas que proclaman el Evangelio, a pesar de que es necesario que el anuncio de la Buena Nueva de la salvación se realice desde la paz del corazón y ese sentimiento de plenitud que llamamos alegría. Cuando ésta falta, las palabras más hermosas e inteligentes carecen de alma, porque han dejado de ser un testimonio personal para convertirse en la transmisión de una teoría que aceptamos con más o menos firmeza.

3) La constancia en el trabajo y el respeto a las comunidades.

Acostumbrados a un ritmo acelerado de vida y a los resultados rápidos, nos impacientamos fácilmente cuando nuestras programaciones y recursos de todo tipo no dan los frutos previstos y apetecidos. Por supuesto, es conveniente que revisemos las programaciones y el trabajo que se ha realizado, para tener la certeza de que estamos poniendo en juego cuanto está a nuestro alcance. Pero las cosas de Dios requieren constancia y espera paciente, ya que es Él quien tiene la iniciativa. La paciencia vigilante es una virtud fundamental del evangelizador, que se mantiene vigilante a la espera, sin abandonar la diligencia en el trabajo y sin la pretensión de marcar a Dios el ritmo de sus dones. Como ha dicho un eminente teólogo, hay que dejar a Dios ser Dios. Y un aspecto muy importante de la paciencia apostólica es el respeto al camino que han iniciado y recorrido las comunidades. Se comete un grave error cuando es la comunidad la que se tiene que adaptar a su responsable y el cambio de la persona que la preside se traduce en nuevos métodos y prioridades pastorales, que no proceden de la comunidad ni del Consejo Pastoral Parroquial y que no respetan el trabajo que se venía realizando.

4) La prioridad de la contemplación y de la oración.

“El nuestro, ha dicho el Papa Juan Pablo II, es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil del ‘hacer por hacer’. Tenemos que resistir esta tentación, buscando ‘ser’ antes que ‘hacer’” (NMI 15). Pues evangelizar consiste en dar testimonio de lo que hemos visto y oído, de lo que ha sucedido en nuestra vida al acoger la llamada del Señor y llevar a la práctica su Palabra. Nuestro programa pastoral “se centra, en definitiva, en Cristo mismo, al que hay que conocer, amar e imitar, para vivir en Él la vida trinitaria y transformar con Él la historia” (NMI 29). Con otras palabras, tenemos que descubrir que “la santidad es más que nunca una urgencia pastoral” (NMI 30).

II. UN PROYECTO CENTRADO EN LA INICIACIÓN CRISTIANA


Como dije al principio, la Iniciación cristiana es un proceso complejo y consiste en “ayudar a que del seno de la Iglesia nazcan y crezcan nuevos hijos de Dios”, a que formemos creyentes que sean adultos en la fe y sepan vivir como tales en este momento histórico concreto. En este sentido, lo que venimos haciendo parece insuficiente, aunque haya producido frutos abundantes en el pasado. Por eso, deseamos encontrar y llevar a la práctica una forma diferente de preparar a los miembros de la comunidad cristiana.

El concepto de Iniciación cristiana es muy rico, porque alude a una formación global que permite a los creyentes conocer y aceptar lo específico de la fe cristiana en un contexto en el que se tiende a relativizar todos los credos; a adentrarse con el corazón y existencialmente en el espíritu de las Bienaventuranzas; a alimentar la fe que brota del bautismo, mediante la celebración comunitaria de la eucaristía; a mantenerse ante Dios en actitud de escucha y de alabanza; a dejarse guiar por el Espíritu, que nos descubre la llamada del Señor en los acontecimientos diarios y que nos invita a dar una respuesta evangélica; y a proclamar, con obras y con palabras, como miembros vivos del Pueblo de Dios, el Evangelio que nos salva.

No es mi propósito explicar de manera sistemática en qué consiste la Iniciación cristiana, pues tenemos ya una publicación realizada en la Diócesis que lleva por título “Proyecto Pastoral de Iniciación Cristiana”, y, en ella, se recogen de manera concisa y rigurosa las principales enseñanzas sobre el tema. Mi contribución pretende llamar la atención sobre aspectos concretos de cada componente de la Iniciación cristiana que me preocupa de manera especial, bien por su importancia bien por estar menos presente en nuestra pastoral ordinaria. Para ello, voy a partir de nuestra realidad y de las diversas situaciones en que estamos impartiendo catequesis. 

Tenemos, en primer lugar, a los niños bautizados cuyos padres solicitan una formación cristiana que los lleve a la primera comunión, y la de aquellos adolescentes y jóvenes que están interesados en profundizar en su fe y recibir luego el sacramento de la Confirmación. A ellos tratan de dar respuesta los directorios y materiales que se han ido preparando y revisando durante los últimos años. Pero el bajo índice de perseverancia pone de manifiesto que tal vez no hemos sabido encontrar las claves adecuadas, como el compromiso cristiano de las familias, la inserción vital en la comunidad y una firmeza de fe adecuada a sus años y a su situación. Por eso, vamos a seguir trabajando a partir de cuanto ya tenemos, pero preguntándonos si la preparación que les ofrecemos es la adecuada y completándola con aspectos que nos brinda la Iniciación cristiana.

Tenemos, además, la situación del trabajo pastoral con los padres que se acercan a la Iglesia a pedir el Bautismo o la primera comunión para sus hijos. También aquí, en la oferta a los padres, se han dado algunos pasos importantes para que el interés inicial se convierta en un acicate que los lleve a reavivar su identidad católica. Hemos podido comprobar que a través de estos encuentros más o menos ocasionales con ellos, puede surgir la demanda de catequesis por parte de personas adultas que no tenían una fe seria y personalizada o la tenían como dormida. Y ahora pueden recibir también una catequesis adecuada, que se inspire en la Iniciación cristiana tal como la presenta la publicación diocesana sobre el tema.

Finalmente tenemos diversos movimientos apostólicos y de espiritualidad. Entre ellos, algunos están desarrollando una interesante pastoral misionera, ya que la mayoría de sus miembros proceden de esa masa de cristianos que sin haber rechazado a la Iglesia ni renegado de su fe, vivían en una situación de increencia práctica. Y aunque con diferentes métodos a los que siguen los "nuevos movimientos", también la Acción Católica y otros grupos intentan, por diferentes caminos, poner unos cimientos sólidos e impartir una formación evangélica integral. Cada uno a su modo, pretende desarrollar la Iniciación cristiana adecuada de sus miembros.

Nuestro propósito es ayudar a quien lo acepte a pasar de la increencia o de una fe adormecida a la fe viva en Jesucristo. De la fe viva en el Señor, a integrarse en la comunidad cristiana como miembros activos. De ahí, a vivir esta realidad comunitaria no sólo en el orden de lo doctrinal y del amor mutuo, sino con especial intensidad en la celebración de la Eucaristía y en la oración de la Iglesia. Finalmente, alimentados por la Eucaristía y por la Palabra de Dios, y sostenidos por el ejemplo de los demás, a hacerse presentes en la historia de cada día, con la fuerza transformadora del fermento y con la vitalidad del grano de mostaza.

2.1. La acogida y aceptación de la Palabra. Anuncio, catequesis, comprensión y                confesión.

“La fe viene de la predicación y la predicación, por la Palabra de Cristo”, dice San Pablo (Rm 10, 17). De ahí la importancia que dan las comunidades cristianas del Nuevo Testamento al Kerigma, a ese primer anuncio de la Palabra de Dios que se centra en la encarnación, la muerte y resurrección de Jesucristo. Porque la Palabra es fuerza de Dios para la salvación del que cree (Rm 1, 16), y no puede ser sustituida por ninguna enseñanza. El contacto asiduo con las Sagradas Escrituras, y en especial con los evangelios, es un camino privilegiado para conocer y amar a Jesucristo y para convertir en vida el Evangelio, ya que "los libros sagrados enseñan sólidamente, fielmente y sin error la verdad que Dios hizo consignar en dichos libros para salvación nuestra” (DV 11).

1) Hay que partir de la Palabra.

Esta base bíblica nos recuerda que la Palabra de Dios, de la que algunos teólogos han dicho que tiene una eficacia casi sacramental, no puede ser sustituida por ninguna otra palabra o cuerpo de doctrina. “El que no conoce las Escrituras no conoce el poder de Dios ni su sabiduría; de ahí se sigue que ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo”, dice San Jerónimo. Esta convicción tiene algunas consecuencias importantes para la iniciación cristiana, pues recuerda la necesidad de facilitar la lectura, la comprensión y la meditación de la Palabra de Dios a todos los que se acercan a la Iglesia, incluidos los niños que se inscriben en la catequesis. Porque sólo Dios nos enseña quién es Dios y su Palabra sigue siendo viva y eficaz para todos los que se acercan a ella con curiosidad y en actitud de búsqueda (cf Hb 4, 12-13). En este sentido, hay que tener presente lo que enseña el Vaticano II, cuando dice que “la Iglesia siempre ha venerado la Sagrada Escritura, como lo ha hecho con el Cuerpo de Cristo, pues, sobre todo en la Sagrada Liturgia, nunca ha cesado de tomar y repartir a sus fieles el pan de vida que ofrece la mesa de la Palabra de Dios” (DV 21).

Sin el recurso continuo a la Palabra de Dios no existe verdadera iniciación en la fe. De ahí la importancia creciente de las Escuelas Bíblicas parroquiales; de recuperar entre los cristianos adultos la “Lectio divina”, que consiste en la lectura contemplativa de la Palabra de Dios; de la difusión de libros con las lecturas de la misa de cada día; y de otras iniciativas variadas y sugerentes para acercar la Palabra de Dios a los niños y a los adultos.

2) Presentación doctrinal orgánica.

Pero el complemento normal y necesario de la Palabra de Dios es la catequesis, que debe centrarse en la presentación y explicación del Credo. Ésta debe realizarse de forma adaptada a las diversas circunstancias, para que quienes se inician en el conocimiento de la fe cristiana alcancen una comprensión adecuada de aquello que creen y descubran en qué medida sus afirmaciones de fe les traen la salvación. Porque el Nuevo Testamento, a cuya luz hay que leer e interpretar el Antiguo, nació en la Iglesia que es el hogar de la Palabra, en la que ésta vive y fructifica de manera habitual. La misma Iglesia tiene la misión de interpretar de forma autorizada el sentido auténtico de la Palabra. Y los pronunciamientos solemnes de la Iglesia sobre Jesucristo, sobre Dios, sobre el hombre y sobre la salvación no son otra cosa que la explicitación de la Sagrada Escritura a la luz de las preguntas y necesidades de la comunidad cristiana. Para realizar esta misión que le ha sido encomendada por el Señor, cuenta con la ayuda del Espíritu Santo. Y tan nocivo como desconocer la Sagrada Escritura es no repartir la enseñanza oficial de la Iglesia a quien desea iniciarse en la fe; o contraponer a ambas, como si fueran elementos que se deben separar entre sí.

3) Las afirmaciones centrales de la fe.

A la hora de plantear una catequesis de iniciación, es importante recordar lo que ha enseñado el Vaticano II. A saber, “que existe un orden o ‘jerarquía’ de las verdades de la doctrina católica, según su conexión con el fundamento de la fe cristiana” (UR 11). Siendo, pues, importantes todos los aspectos de la fe, en la etapa de la iniciación hay que centrarse en los cimientos del Evangelio, que están constituidos por la encarnación, la muerte y la resurrección de Jesucristo; por el don del Espíritu, Señor y Dador de vida, que transforma el corazón de los creyentes, los hace miembros del Pueblo de Dios y renueva sin cesar a la Iglesia; por la fe en la creación del mundo, que nos lleva a empezar nuestra confesión proclamando a Dios creador del cielo y de la tierra; por el hecho de que hemos sido redimidos por Jesucristo, que ha vencido al pecado y a la muerte; y por la esperanza en la resurrección futura y en la transformación final de nuestra historia.

Como contrapeso a una catequesis que se había centrado de manera preferente en los elementos doctrinales, se ha pasado a una situación en que se valora escasamente la doctrina. Y lo que era un impulso saludable, ha llevado a numerosos cristianos a vivir la fe como una actitud difusa de confianza en la Trascendencia, sin saber qué creen ni en quién confían. No es raro que las consultas sociológicas pongan de manifiesto el gran desconocimiento sobre fe y sobre moral por parte de personas que se consideran fieles practicantes. Más que un desacuerdo con las enseñanzas del Magisterio, que también se da en algunos casos, su problema consiste en que desconocen aspectos de la doctrina que nadie les enseñó, a pesar de que son fundamentales. Y no me refiero al recuerdo sólo memorístico de las fórmulas correctas, sino al conocimiento responsable y actualizado de las mismas, pues hay que tener la audacia de explicar la verdad de siempre y las fórmulas tradicionales mediante un lenguaje que sea exquisitamente fiel y, al mismo tiempo, comprensible para el hombre de hoy (cf GS 78).

2.2. La interiorización personal de las Bienaventuranzas y de sus consecuencias.

De poco serviría conocer y confesar la verdad, si la persona que se inicia en la fe católica no aprende a conocer y a practicar las consecuencias morales que lleva consigo la fe en Jesucristo. El apóstol Santiago avisa de manera tajante que la fe, si no tiene obras, está realmente muerta” (St 2,17), y el mismo Jesús llama dichosos a los que, además de escuchar la Palabra de Dios, la llevan a la práctica (cf Mt 7, 21-27).

1) La espiritualidad de las Bienaventuranzas.

De ahí que un elemento esencial de la vida de fe consista en conocer y llevar a la práctica los valores evangélicos. Además de los Diez Mandamientos, que constituyen el punto de partida, hay que animar al que se inicia en el Evangelio a situarse en el horizonte de las Bienaventuranzas. La meditación asidua de las palabras, los hechos y la vida entera de Jesús de Nazaret son el mejor punto de referencia para encontrar la respuesta adecuada a cada situación humana en la que nos encontremos luego. Pero es necesario que el cristiano descubra que su fe consiste también en revestirse de Jesucristo y configurarse con Él (cf Ga 3, 27), realizando la verdad en el amor (cf Ef 4, 15), y que si falta, en su vida, esta respuesta, es señal de que no ha acogido la llamada del Señor (cf Mt 21, 28-31).

2) Prioridades en la formación integral de la persona.

Esta dimensión de la iniciación en la fe no consiste sólo en la enseñanza teórica de los valores evangélicos y de las exigencias morales que se derivan del seguimiento de Jesucristo. Se trata más bien de ayudar a la persona a conocerse y a empezar a caminar por sí misma. Es una tarea en la que entra en juego la mejor pedagogía, para que la persona analice y eduque sus sentimientos, fortalezca su voluntad y descubra la importancia del acompañamiento en su proceso creyente. Un acompañamiento que puede revestir formas diversas, pero que considero imprescindible para que el creyente progrese en su vida de fe y alcance la madurez necesaria.

Al abordar la iniciación en los valores del Reino, conviene tener en cuenta las prioridades que ha señalado Juan Pablo II. En un mundo crucificado por la pobreza y el abismo creciente que aleja a los pueblos pobres del disfrute de los bienes necesarios, el Papa nos alienta a “la práctica de un amor activo y concreto hacia cada ser humano”, pues “si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que Él mismo ha querido identificarse”, en el rostro de los empobrecidos (cf Mt 25, 31ss) (NMI 49). De ahí que nos diga: “Es la hora de una nueva ‘imaginación de la caridad’, que promueva no tanto y no sólo la eficacia de las ayudas prestadas, sino la capacidad de hacerse cercanos y solidarios con quien sufre” (NMI 51).

3) Asumiendo los valores tradicionales y los nuevos.

Junto a esta primacía de la caridad, y como un aspecto importante de la misma, conviene inculcar a los creyentes la importancia de valores tradicionales que son inseparables del Evangelio (cf EN 31), como la lucha por la justicia y la defensa de una paz justa, basada en el respeto de los derechos humanos (cf PIT, 60-65); y también de valores que vamos descubriendo, como la ecología y el uso de la ciencia según los principios éticos, que respetan la dignidad de la persona, y llevan a su desarrollo y al progreso de los pueblos (cf NMI, 51). Estos nuevos valores constituyen urgencias que desafían al cristiano a dar testimonio de su fe.

Además, gozan de notable aprobación, también por parte de personas que no se confiesan creyentes, por lo que no resulta especialmente difícil acogerlos con agrado. Pero la especial relevancia y urgencia de los mismos no debe hacernos olvidar aquellas actitudes evangélicas que gozan de menor aprobación en la cultura actual y constituyen, sin embargo, aspectos irrenunciables de la existencia cristiana. Me refiero a la pobreza,  la humildad, la austeridad y la mortificación de las apetencias sensuales.

4) Con los sentimientos de Jesucristo.

Además de la razón, mediante la cual se descubre y analiza la belleza intrínseca de los valores evangélicos; y de la voluntad, que permite a la persona ser dueña de sí y de sus impulsos para adherirse con firmeza a lo que descubre como su verdadero bien, el creyente ha de prestar atención a la educación de su emotividad y al control posible de la misma. San Pablo invitaba a los fieles de Filipos a tener los sentimientos de Jesucristo (Cf Fl 2, 5) y, en su carta a los Gálatas, presenta a los sentimientos básicos del hombre como frutos del Espíritu Santo (cf Ga 5, 22-23). También la pedagogía actual insiste en el notable papel que desempeñan los sentimientos en la vida de la persona y en la necesidad de fomentarlos, especialmente los sentimientos positivos. 

De ahí la importancia de emplear la narración, la imagen, el canto, los símbolos, los ritos y todas aquellas experiencias comunitarias de fe que lleguen al núcleo más hondo de la persona: al corazón. Es una de las grandes intuiciones de los catecumenados que se desarrollan actualmente en comunidad.

2.3. El sentido de la celebración litúrgica y su asimilación.

Se advierte entre nosotros una importante decadencia de la fuerza expresiva de las celebraciones litúrgicas. En parte, porque el deseo bien intencionado de hacerlas más cercanas ha llevado a restarles la solemnidad y la belleza que nos pueden servir de trampolín hacia el Misterio. Tal vez hemos olvidado que los ritos pertenecen a la esencia misma del hombre, como se echa de ver en acontecimientos de la vida ordinaria, que han recuperado sus ritos y sus símbolos con el fin de hablar a la totalidad de la persona. Tomemos como ejemplos el congreso de un sindicato, la entrega de los títulos en la universidad o la celebración de un acontecimiento deportivo de relieve. En todos ellos podemos observar que la persona necesita un lenguaje integral y símbolos que provoquen en los asistentes sentimientos de implicación y de integración.


1) El sentido teológico de la Liturgia.

Por otra parte, numerosos cristianos carecen de una comprensión seria del sentido y del espíritu de la liturgia. Desconocen que en ella “se ejerce la obra de nuestra redención” (SC 1), y que “la liturgia es la cumbre a la que tiende la acción de la Iglesia y, al mismo tiempo, la fuente de donde mana toda su fuerza” (SC 10). Deudores de la centralidad absoluta del hombre que domina nuestra cultura, olvidamos que el Evangelio no es una propuesta ética que deja en nuestras manos y en nuestras obras la salvación del mundo, sino la Buena Noticia de que Dios nos ama y nos salva por la fe. 

Para algunos, la Eucaristía del domingo es la fiesta en la que la mesa compartida crea comunidad y sostiene las esperanzas por un mundo más justo y más humano. Pero no ponen de relieve que “es la Pascua de la semana, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en Él de la primera creación y el inicio de la ‘creación nueva’. Es el día de la evocación adoradora y agradecida del primer día del mundo y, a la vez, la prefiguración, en la esperanza activa, del ‘último día’, cuando Cristo vendrá en su gloria” (DD 1).

Una iniciación cristiana básica exige cuidar también esta dimensión litúrgica de las personas que tratan de adentrarse en la fe. Empezando por desvelarles el sentido de la liturgia en general, como puente que nos adentra en el Misterio a partir de símbolos y ritos tomados de la vida cotidiana. Aunque su lenguaje simbólico no tiene la precisión conceptual de la palabra, nos permite vislumbrar esa Trascendencia amiga que nos ama y que nos envuelve en medio de la vida cotidiana. Dicho con otras palabras, nos introduce en el sentido inabarcable de palabras como Dios, Providencia, Salvación y Vida Eterna. De ahí la importancia de su belleza y de la capacidad evocadora de sus ritos.

2) Los sacramentos, fuente de la santidad.

Por lo pronto, conviene recalcar que la santidad cristiana básica nos llega mediante los sacramentos. Dicha santidad es un don y no consiste en nuestra respuesta agradecida de amor a Dios y al hombre, sino en el amor que Dios derrama en el corazón de sus hijos por el Espíritu Santo. Con palabras del Vaticano II, “mediante el bautismo, los hombres se insertan en el misterio pascual de Cristo; mueren con Él, son sepultados con Él y resucitan con Él; reciben el espíritu de adopción de hijos, en el que clamamos Abba, Padre; y así se convierten en los verdaderos adoradores que busca el Padre” (SC 6). “La renovación de la alianza del Señor con los hombres en la Eucaristía enciende y arrastra a fieles al urgente amor de Cristo. Por consiguiente, de la liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros, como de una fuente, la gracia y con la máxima eficacia se obtiene la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios, a la que tienden todas las demás obras de la Iglesia como a su fin” (SC 9).

Es verdad que la mayoría de nuestros fieles reciben el bautismo en la infancia y no siempre perciben la Confirmación y la Eucaristía como la plenitud de la existencia cristiana. Precisamente por ello, tenemos que buscar los medios necesarios para ahondar en el espíritu de la liturgia y para actualizar el dinamismo bautismal que habita en ellos. Comprendo que no es cometido fácil, pero vale la pena emplear en él nuestros mejores esfuerzos.

3) El sacramento de la penitencia.

En este proceso, está llamado a desempeñar un importante papel el sacramento de la penitencia, aunque él mismo no pertenezca a la Iniciación cristiana. Nos permite, sin embargo, recuperar la gracia bautismal que hemos dilapidado por el pecado personal grave. Pero vemos que numerosos creyentes sinceros tienen dificultades para captar el sentido de este sacramento y para acercarse a él. El Sínodo que estudió la situación actual de la Iglesia nos ofreció importantes sugerencias que no hemos sabido llevar a la práctica. Pero estamos a tiempo y la actitud que debemos adoptar no es la de pasividad ante las dificultades presentes, sino la que pide el Papa, cuando invita a “una renovada valentía pastoral, para que la pedagogía cotidiana de la comunidad cristiana sepa proponer de manera convincente y eficaz la práctica del sacramento de la reconciliación” (NMI 37). Y nos recuerda algunos aspectos de la celebración del Sacramento de la Penitencia en su reciente Carta Apostólica "Misericordia Dei".

4) Elementos para el desarrollo de la espiritualidad litúrgica.

El elemento más importante para que la persona se integre en las celebraciones de la liturgia es que haya una comunidad viva y participativa, que las prepara con esmero y las celebra con gozo evangélico. Cuando falta la comunidad cristiana y las personas que participan no se ven a sí mismas, a través de los cantos y de las respuestas comprometidas, como miembros vivos de un "nosotros", decaen la atención y el interés de cada uno, que se siente aislado entre los demás por muy numerosa que sea la asistencia.

Otro de los elementos básicos es la belleza y delicadeza de los símbolos que se realizan, el conocimiento de los mismos y el ritmo armonioso que se sigue. En el caso de la Liturgia cristiana, la sencillez no debe hacernos olvidar que Jesús celebró la Cena Pascual en el seno de una liturgia judía muy cuidada, hasta en sus mínimos detalles, y que tuvo interés en procurarse una sala adecuada y bien aderezada para el caso. Si los creyentes que asisten de manera asidua a la misa desconocen el sentido de algunos ritos y si no logran integrar en la celebración esos aspectos tan cotidianos de su vida como son la gratitud, la alabanza llena de admiración, la necesidad de ayuda, el perdón y la ofrenda de sus alegrías y de sus penas, es señal de que algo está fallando. Al no tener una visión pormenorizada de los diversos elementos y de cada una de las partes de la Eucaristía, no consiguen llevar su existencia entera a la misa que celebran ni convertir su vida en una ofrenda existencial al Señor.

Finalmente, el Año Litúrgico nos ofrece la posibilidad de impartir una educación litúrgica profunda y de reavivar nuestro bautismo, especialmente aprovechando la gran riqueza de lecturas a lo largo de la Cuaresma y de la Pascua.

2.4. El descubrimiento de la oración y la práctica de la misma.

Tras insistir en que la santidad es la perspectiva en que debe situarse siempre la tarea pastoral del cristiano y que necesitamos “una pedagogía de la santidad”, Juan Pablo II afirma: “Para esta pedagogía de la santidad es necesario un cristianismo que se distinga ante todo en el arte de la oración. (...) Pero sabemos bien que rezar no es algo que pueda darse por supuesto. Es preciso aprender a orar, como aprendieron de nuevo este arte de los labios mismos del divino Maestro los primeros discípulos” (NMI 32).

1) La oración y su aprendizaje.

El estudio de las religiones nos ha puesto en evidencia que la oración es la primera manifestación y la más honda que provoca la experiencia del Misterio en el ser humano. Es la respuesta habitual de los creyentes al encuentro con Dios; respuesta que se realiza bajo la forma de alabanza, de gratitud, de petición de perdón y de petición de ayuda. Por eso podemos afirmar que donde cesa la oración, la actitud religiosa desaparece. Y es natural pues todo el que cree en Dios desea comunicarse con Él.

Esta tendencia espontánea se ha visto enriquecida por los testimonios y las enseñanzas de los grandes orantes y requiere un aprendizaje, porque no vivimos en una cultura como la de antaño,  en la que orar era un componente normal de la vida, ya que se rezaba en casi todos los hogares y no se concebía la fiesta sin oración comunitaria. Era una cultura en la que también ocupaban un lugar importante actit

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