DiócesisCartas Pastorales Mons. Dorado

Preparad el camino del Señor (PDF 19 páginas)

Publicado: 00/12/1995: 2115

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Carta Pastoral de Adviento y Navidad 1995

I.- INTRODUCCION

1. "Cristo es la luz de los pueblos" (LG 1).

Esta afirmación del Concilio Vaticano II, tan sencilla en apariencia, es el apoyo firme de la fe y de la esperanza de millones de mujeres y de hombres. Los formidables avances científicos de los últimos años nos han hecho más conscientes de la grandeza del hombre y, al mismo tiempo, de su radical pequeñez. Y cuando está a punto de terminar el siglo XX, somos más sabios y más poderosos, pero también más humildes. La ciencia nos ha mostrado un universo que es más complejo y más fascinante que nuestros sueños más hermosos. Y el ser humano se descubre a sí mismo profundamente frágil y, sin embargo, capaz de escudriñar esa grandeza que le sobrecoge. Cuando es creyente, le brota espontáneamente la pregunta del salmista: "Señor, Dios nuestro, ¡qué admirable es tu nombre en toda la tierra!... ¿Qué es el hombre para que te acuerdes de él; el ser humano, para darle poder?" (Sal 8,2.5).

Es verdad que a finales del siglo pasado y a comienzos de éste, grupos muy poderosos de personas, que pretendían tener la exclusiva del progreso de los pueblos, nos dijeron que la fe en Dios impedía al hombre crecer y desarrollarse por dentro. Unos hablaban en nombre de la ciencia médica, y siguiendo al ilustre médico vienés S.Freud, decían que la fe en Dios incapacita a la persona para asumir los valores morales de forma adulta y responsable. Otros hablaban en nombre de las ciencias sociales y económicas, y aseguraban, en nombre de Marx, que toda religión frena el desarrollo del progreso humano, de la justicia y de la paz. Finalmente, otros se sentían seducidos por el estilo brillante de un filósofo alemán y aseguraban que el Evangelio de Jesucristo incapacita para apreciar cuanto de noble y de hermoso tiene la vida, y que el cristianismo es el mayor enemigo de la vida. Pero la historia de los últimos años no les ha dado la razón. Antes bien, allí donde se implantaron proyectos políticos que trataron de eliminar violentamente a Dios, fueron desapareciendo también los valores éticos, el respeto a la vida y a la persona y hasta la esperanza de poder construir una sociedad más justa. Mientras que nuestra experiencia creyente nos anima a decir humildemente a todos que la fe católica es la mejor apuesta de futuro y la garantía más segura para el desarrollo integral de la persona. Verdaderamente Jesucristo es "la luz de los pueblos".       

2. "Cristo es el hombre perfecto" (TMA 4).

Respetuosa con todas las personas y defensora firme de la libertad, la Iglesia y cada uno de sus hijos no puede dejar de proclamar esta verdad luminosa: en Jesucristo está la plenitud humana de todo hombre, "según el benévolo designio que en El se propuso de antemano, para realizarlo en la plenitud de los tiempos" (Ef 1, 9-10). Y fuera de Jesucristo, no hay verdadera plenitud, "porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres por el que nosotros debamos salvarnos" (Hch 4, 12). Con palabras del Vaticano II, "el Hijo de Dios, con su encarnación, se ha unido, en cierto modo, con todo hombre... Esto vale no sólo para los cristianos, sino también para todos los hombres de buena voluntad, en cuyo corazón actúa la gracia de modo invisible. Cristo murió por todos y la vocación última del hombre es realmente una sola, es decir, la vocación divina" (GS 22).  
Esta certeza, vivida en la debilidad de nuestra condición humana, no es para nosotros fuente de intolerancia. Confesamos que Dios nos ha hecho libres y que sólo El decide los caminos por los que llega a cada persona su oferta de salvación. "En consecuencia, debemos mantener que el Espíritu Santo ofrece a todos la posibilidad de que, de un modo conocido sólo por Dios, se asocien a este misterio pascual" (GS 22). Pero pensamos también que el respeto a la libertad del otro y a los insondables caminos de Dios no debe traducirse en un silencio vergonzante sobre Dios, Creador y Padre; sobre Jesucristo y la salvación que nos ha traído, sobre el Espíritu Santo, Señor y "dador de vida"; sobre el destino último del hombre...

    Por eso, el Papa Juan Pablo II nos ha convocado a los católicos a celebrar, con alegría, el aniversario del momento histórico en que "la Palabra se hizo carne y puso su Morada entre nosotros" (Jn 1,14). En primer lugar, para dar gracias por el don de la fe, pues "el Jubileo del año 2.000, dice el Papa, quiere ser una gran plegaria de alabanza y de acción de gracias sobre todo por el don de la Encarnación del hijo de Dios y de la Redención realizada por El" (TMA 32). Pero también, para dar testimonio de este profundo misterio, que es el misterio del hombre y de toda la historia humana, pues "la humanidad, a pesar de las apariencias, sigue esperando la revelación de los hijos de Dios y vive de esta esperanza" (TMA 23).


3. Convocados a "vivir el período de espera como 'un nuevo        adviento'" (TMA 23).

Desde su preocupación y su responsabilidad por todo el Pueblo de Dios, el santo Padre nos invita a ponernos ya en camino. Con el recurso a la figura de "un nuevo adviento", nos está hablando de actitudes cristianas profundas: apertura del corazón a la novedad de Dios, arrepentimiento y eliminación de todos los obstáculos, espera vigilante y alegre. 

Por la sintonía espiritual de estas recomendaciones con el tiempo litúrgico que estamos celebrando, me ha parecido oportuno dirigiros esta Carta Pastoral de Adviento. Quiere ser una forma de cumplir con el servicio pastoral que el Obispo debe prestar a la Iglesia que preside en la caridad. Y en mi caso, a toda la Iglesia de Málaga (Cfr LG 27). Así, en comunión de vida y de fe con el sucesor de Pedro (Cfr LG 25), comenzamos también nosotros la preparación espiritual del Gran Jubileo del año 2.000.
Invito a toda la Iglesia Diocesana a iniciar ya la primera fase de este gran acontecimiento humano y eclesial: la "fase de sensibilización" (TMA 31). Y pienso que la mejor manera de hacerlo es aprovechando, como sugiere implícitamente Juan Pablo II (TMA 20), toda la riqueza catequética y espiritual de este tiempo litúrgico. Las oraciones, las lecturas y los símbolos que nos ofrece la Liturgia de Adviento pueden ayudarnos a que no se repita hoy, en nuestra Iglesia local, lo que nos dicen esas palabras tan tristes como dolorosas del prólogo de san Juan: "Vino a su casa y los suyos no la recibieron" (Jn 1,11). El Adviento, recuerda el mismo Papa, es tiempo de gracia, que "nos prepara al encuentro de Aquel que era, que es y que constantemente viene" (TMA 20).

    Fue Jesús quien se presentó a sí mismo como "la Luz del mundo" (Jn 8,12). Y sus seguidores sabemos que también ahora, cuando está a punto de concluir el siglo XX, "ilumina los ojos de nuestro corazón" (Ef 1,18), para que descubramos "todo lo que el Espíritu dice a la Iglesia y a las Iglesias (...), así como a los individuos" (TMA 23). Queremos descubrir qué nos está pidiendo.

 

II.- Y NOSOTROS, ¿QUÉ DEBEMOS HACER?


He aquí la pregunta que dirigían a Juan Bautista sus contemporáneos (Cfr Lc 3,10-17). Y es también la pregunta que nos hacemos nosotros, al comenzar nuestra peregrinación espiritual hacia el Gran Jubileo del año 2.000: ¿qué tenemos que hacer como personas singulares y como miembros de una comunidad cristiana? Queremos ponernos a la escucha, conscientes de que el Espíritu Santo sigue hablando a las Iglesias, para que reconozcan sus pecados y se pongan en camino hacia el Padre (Cfr Ap 2,7ss). Pues Jesús nos sigue diciendo: "Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo" (Ap 3,20).

Durante este tiempo de Adviento, la Iglesia nos llama a la conversión, a mantenernos en actitud permanente de conversión. Esta llamada no pretende reprimir nuestra personalidad ni provocar en nosotros sentimientos enfermizos de culpa. Nos invita, más bien, a tomar conciencia del amor que Dios nos tiene, de los dones que nos ha dado para que los pongamos en juego y del horizonte luminoso que nos ofrece el Evangelio. Pues con frecuencia, el pecado más grave de nuestras comunidades consiste en la mediocridad y en la omisión (Cfr Ap 3,16): en que podemos amar y no amamos, en que podemos arrepentirnos en cualquier momento y no lo hacemos.

Es necesario que nuestra forma de vivir el Adviento tenga, este año, un alcance mayor -en intensidad, en contenidos y en tiempo- de lo que es habitual. Por ello os invito a que iniciemos este camino siguiendo cuatro recomendaciones del Papa.


1. Pongámonos "con nuevo asombro de frente al amor del Padre"      (TMA 32).

El Evangelio es anuncio gozoso y liberador: es la narración del amor cálido de Dios, que ha salido al encuentro del hombre en la historia. "De una manera fragmentaria y de muchos modos habló Dios en el pasado a nuestros Padres por medio de los profetas; en estos últimos tiempos nos ha hablado por medio del Hijo" (Hbr 1,1-2). Este Hijo es Jesucristo, la Palabra de Dios, que ha puesto su morada entre nosotros (Cfr Jn 1,14), para contarnos -también con su vida y con sus signos-, quién es Dios para todos y para cada uno de los hombres (Cfr Mt 11,27), cómo nos ama con su corazón de Padre bueno (Cfr Jn 16,27) y cómo nos rehabilita con su perdón si es que hemos caído en el pecado (Lc 15).                    

Sabemos, por la fe, que ha resucitado y está en medio de nosotros. Y también hoy podemos vivir un encuentro profundo con El, semejante al que vivieron los discípulos que iban de camino a Emaús (Cfr Lc 24, 13-34) y al que vivió después el apóstol Pablo (Cfr Hch 9,3-10). Lo normal es que nuestro encuentro se realice de forma suave y lenta, al hilo de los días y de los acontecimientos. Pero todos necesitamos vivir, de algún modo, experiencias hondas de Pascua, pues sólo entonces advertimos que el Evangelio es "fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree" (Rm 1, 16). Quien se deja alcanzar por la mirada amistosa y acogedora del Señor, como Zaqueo (Cfr Lc 19,1-9), o por su misericordia gratuita, como la pecadora del Evangelio (Cfr Lc 7,36-49), empieza a descubrir que el amor es la dimensión más profunda de Dios, porque "Dios es amor" (1 Jn 4, 8); y que sólo quien ama a Dios y al hermano sabe algo de Dios y puede llevar una vida que merezca este nombre: una vida verdaderamente humana (Cfr 1 Jn 3,14).

1.1. Condición imprescindible de la nueva evangelización.

El Papa nos ha dicho que la nueva evangelización requiere un nuevo ardor. Pero no está en nuestras manos disponer de ese ardor; o con palabras sabias de san Francisco de Sales, de esa "devoción interior y cordial, la cual vuelve todas estas acciones (servicio a los pobres, austeridad de vida, paciencia, dulzura de carácter...) agradables, dulces y fáciles". Por eso, san Agustín se dirige a Dios y le dice con humildad: "Mírame para que pueda amarte".

También entre nuestros teólogos y pastoralistas crece el número de quienes piensan que necesitamos una "experiencia cristiana de Dios" sosegada y profunda, pues el cristiano de nuestro mundo secularizado "o será un místico o no será cristiano" (Rahner). Pero "la falta de silencio interior para digerir la aceleración de la vida humana, la falta de comunicación en la profundidad para crecer de una manera multidimensional y la falta de contemplación transcendente para interpretar todos los acontecimientos a la luz última de la existencia, hacen que nuestra generación sea fuerte por fuera pero muy débil por dentro". Estas palabras de un teólogo de nuestro tiempo pueden aplicarse, en alguna medida, a muchas de nuestras tareas pastorales. Los mejores proyectos y la organización más lograda  -que son aspectos ciertamente necesarios- sirven de poco si en el interior del evangelizador no hay una experiencia viva de la salvación que nos ofrece Dios en Jesucristo.

1.2. Hay que poner los medios adecuados.

Cierto es que el nuevo ardor, la devoción interior, la vida según el Espíritu o la experiencia pascual  -que son algunos de los diversos nombres que se emplean para designar una realidad muy rica- es un don de Dios. Pero en nuestras manos está el poner los medios adecuados: vida austera, escucha atenta de la Palabra de Dios, silencio interior sosegado y actitud de discernimiento a la luz del Espíritu. Pues la presión y el contagio de los criterios "del mundo" a que nos vemos sometidos en las pequeñas decisiones diarias es tal que se puede ir formando dentro de nosotros, sin que nos demos cuenta, una especie de muro que nos oculte el rostro de Jesucristo. Al final, no advertimos que nuestra vida ya no es evangélica y que "el mal es como una montaña, según dice un refrán africano; cada cual está en la suya y señala a la otra". Si no nos ponemos "con nuevo asombro de frente al amor del Padre, que ha entregado a su Hijo 'para que todo el que crea en El no perezca, sino que tenga vida eterna'", difícilmente podremos comunicar el Evangelio. No podremos "hablar de lo que sabemos" ni "dar testimonio de lo que hemos visto" (Jn 3,11). Aunque nuestros labios sigan pronunciando palabras tan fascinantes como Dios, Jesucristo, salvación.

Sólo desde una vida interior intensa podemos sugerir caminos de apertura al Dios de Jesucristo, para que el hombre de hoy, al acoger el Evangelio con fe, viva él también experiencias transformadoras de Pascua. Y sólo estas experiencias nos llevarán a la acción de gracias por el "don de la Iglesia" y por "los frutos de santidad madurados en la vida de tantos hombres y mujeres que en cada generación y en cada época histórica han sabido acoger sin reserva el don de la Redención" (TMA 32)  


2. Acojamos "el gozo de la remisión de las culpas, la alegría     de la conversión" (TMA 32).

La Iglesia es santa por Jesucristo, que la funda y la sustenta, y por el Espíritu, que la habita y que reparte sus dones y frutos a manos llenas sobre todos sus hijos. Pero "la Iglesia no se cansa de hacer penitencia", pues "reconoce siempre como suyos, delante de Dios y delante de los hombres, a los hijos pecadores". Y "no puede atravesar el umbral del nuevo milenio sin animar a sus hijos a purificarse, en el arrepentimiento, de errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes" (TMA 33).

2.1. Pedimos perdón a todos.

El pecado es "un capítulo doloroso sobre el que los hijos de la Iglesia deben volver con ánimo abierto al arrepentimiento" (TMA 35). Me pregunto y os pregunto a todos cuáles son esos "errores, infidelidades, incoherencias y lentitudes" de los que tenemos que arrepentirnos y convertirnos al atravesar el umbral del nuevo milenio.

Es evidente, y conviene que tomemos buena nota de ello, que también nosotros participamos con toda la Iglesia en los pecados que señala el santo Padre: la ruptura de la comunión eclesial (Cfr TMA 34); actitudes de violencia y de intransigencia ante quienes no comparten nuestra fe (Cfr TMA 35);responsabilidad en los fenómenos del ateísmo y de la increencia (Cfr TMA 36); falta de discernimiento a la hora de aprobar y de prestar apoyo a regímenes autoritarios que han violado los derechos humanos (Cfr TMA 36); participación por acciones positivas o por omisión en las situaciones de injusticia (Cfr TMA 36).

El hecho mismo de reconocer estos pecados es ya una manera de afrontarlos, con simplicidad de corazón, para pedir perdón a Dios y a nuestros hermanos y para rogar al Padre que cure nuestras heridas con el bálsamo de su amor. No debemos caer en la tentación de verlos como pecados históricos, en los que nosotros no hemos tenido una responsabilidad directa. Por ese camino no lograremos iniciar el retorno a la casa del Padre. Pues es cierto que se dieron en el pasado, pero también se están dando hoy en alguna medida. Y conviene que cada cual examine su conciencia para que, parafraseando a san Pablo, no comamos ni bebamos indignamente el Cuerpo y la Sangre del Señor (Cfr 1 Co 11,28).

Además de esos pecados compartidos con toda la Iglesia, ¿hay algo, en nuestra Diócesis de Málaga, de lo que tengamos que pedir públicamente perdón? Consciente de que el Espíritu Santo me ha puesto en medio de vosotros para serviros, voy a intentar presentaros, desde la humildad y el respeto, algunos aspectos de nuestras comunidades que pueden revestir carácter de pecados comunitarios. Es una propuesta que os hago para nuestro examen de conciencia.

2.2. ¿Estamos dando una respuesta evangélica?

Por su geografía,la Diócesis de Málaga tiene características propias, que hacen más compleja la misión pastoral. El trasiego grande de emigrantes es un dato a tener en cuenta. Unos llegan felices, buscando el descanso de nuestro sol y de nuestras playas. Otros vienen atraídos por la posibilidad de ganar dinero fácil. Y son muchos también los que se presentan pobres y con el miedo en los ojos: tratan de escapar de la pobreza y se han arriesgado sin tener a veces la documentación en regla.

Me pregunto si esta presencia notable de emigrantes está suficientemente contemplada en nuestra pastoral. Por una parte, están las personas que vienen a descansar en nuestras costas, muchas de las cuales profesan la misma fe católica. El carácter abierto del pueblo andaluz y la generosidad de nuestras comunidades cristianas contribuyen a que encuentren una acogida cálida cuando no se interpone la barrera de la lengua. Pero quizá tendríamos que desarrollar más servicios de acogida para quienes no hablan el castellano.

Otros son cristianos no-católicos. También con ellos existen buenas relaciones y, cuando es necesario, se les facilita lugares para el culto. Pero seguramente la atención que se les presta puede mejorar. El intercambio y el conocimiento mutuo nos ayudaría a desarrollar el espíritu ecuménico. 

Más difícil puede ser el trato con los musulmanes. Y sin embargo, su presencia constituye una llamada a un mejor conocimiento mutuo, al diálogo enriquecedor y a la tolerancia. 
Y luego están los emigrantes pobres. La mayoría de ellos llega de forma ilegal. Aunque no podemos resolver sus problemas, son hermanos que sufren y necesitan nuestra solidaridad y nuestro apoyo: para que se los trate con respeto, para que nadie los explote, para que puedan comer y dormir de forma digna mientras se resuelve su situación. Es de agradecer el esfuerzo generoso de las Cáritas, de diversos grupos de voluntarios y de organizaciones... con estos hermanos que sufren.

2.3. ¿Hemos desarrollado una pastoral misionera viva?

Cierto que en nuestras parroquias se trabaja mucho. Pero pienso que no podemos estar satisfechos del carácter misionero de nuestra pastoral. La catequesis de adultos, que es ya una realidad prometedora en muchas parroquias, constituye una posibilidad muy valiosa. Y junto a ella, la catequesis de confirmación, centrada en el mundo joven y adolescente. Pero lo conseguido no debería ocultarnos lo mucho que aún se puede y se debe hacer.

Además, necesitamos  Movimientos Apostólicos asociados y en estrecha cooperación con la Jerarquía, como recomienda el Vaticano II (Cfr AA 19). Pueden ser los instrumentos adecuados para vertebrar nuestras comunidades parroquiales y para preparar seglares que tengan como tarea específica y propia el testimonio de vida en medio del mundo y el compromiso temporal (Cfr AA 6-7). Es encomiable el estilo misionero que tienen diversos movimientos presentes en la pastoral diocesana, pero no podemos darnos por satisfechos con el actual desarrollo del laicado. No olvidemos que "la nueva evangelización se hará, sobre todo, por los laicos, o no se hará" (CLIM 148). Y más en concreto, el apostolado familiar, del que nos ha dicho el Papa que "los planes de pastoral orgánica a cualquier nivel no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia" (FC 66).

2.4. ¿Tenemos un sólido sentido de pertenencia a la Iglesia diocesana?

Nos falta una conciencia más nítida y más profunda de Iglesia Diocesana. Y ello, incluso a los cristianos más practicantes y más activos. Sois numerosos quienes estáis trabajando en diversas tareas, pero el Plan Pastoral Diocesano no termina de ser un proyecto animosamente compartido por todos, respetando naturalmente los diversos ministerios y carismas del Pueblo de Dios. La inercia, por una parte, y las tareas inaplazables, por otra, parecen dificultar que se convierta en el nervio conductor de toda la pastoral diocesana.

A un nivel más amplio, tampoco acabamos de asumir nuestra responsabilidad eclesial en la educación cristiana de los hijos, en el sostenimiento económico de nuestra Iglesia, en la promoción de la vocaciones... Como si la Iglesia fuera una "empresa de servicios" y no nuestra propia familia.

2.5. ¿Nos guiamos por los valores evangélicos?

Me temo que tanto las familias como las parroquias y otras comunidades estamos haciendo grave dejación en lo referente a la educación en valores morales. La crisis de valores es muy profunda. Y nos falta un distanciamiento evangélico de los modos

de pensar y de los pseudovalores que nos vende como "salvación" y como "plenitud" la cultura dominante: afán de enriquecerse a
cualquier precio, primacía del placer sobre todo lo demás, culto al cuerpo por encima de los valores del espíritu, anteponer la buena imagen a la verdad de cada uno, tendencia al individualismo y a evadirnos ante los problemas del paro, de la pobreza, del control estatal de la enseñanza...

Por otra parte, son numerosos también quienes se confiesan cristianos, pero no hacen ningún esfuerzo por conocer la doctrina de la Iglesia sobre moral económica, moral social, moral sexual. Y quienes conociéndola, piensan que debe prevalecer su opinión subjetiva sobre los valores que les propone el Magisterio. Se constata, a veces, que cuando hablan de seguir el dictado de la conciencia, omiten el deber que tiene todo católico de conocer las exigencias de la fe tal como las propone la Iglesia y de ajustar la conciencia personal a las mismas.

Pero también se da el caso de quienes condenan en bloque al mundo moderno, porque no han realizado nunca un discernimiento sereno y bien fundamentado de los nuevos valores. Al hacerlo en nombre de la fe, provocan el rechazo hacia el cristianismo por parte de hermanos no-creyentes que miran con simpatía cuanto de bueno y valioso está emergiendo en la cultura moderna: la apuesta por la paz, el movimiento de solidaridad a través de las ONGs, la alta valoración de la familia entre los jóvenes, la apertura de espacios vitales y de integración para las personas discapacitadas, la sensibilidad en torno a la protección del medio ambiente y de la naturaleza, la mayor posibilidad de acceso a los estudios para todas las capas sociales...

Estos son, a mi entender, algunos de nuestros pecados como Iglesia diocesana. Al apuntarlos, no pretendo sólo reconocer nuestra responsabilidad en los males de nuestro tiempo y provocar nuestro arrepentimiento (Cfr TMA, 36). Deseo también alentaros a recuperar el sentido profundo del perdón del Sacramento de la Penitencia y de la vida de gracia. Y el sentido del pecado, visto en su dimensión personal como esa actitud interior que nos impide ser plenamente humanos y dejarnos amar por Dios. Y en su dimensión social y comunitaria, como esa acumulación de contravalores que se endurece hasta convertirse en "estructuras de pecado" -el "pecado social" como lo denomina Juan Pablo II (Cfr RP n.16)-, y que hace muy difícil luego vivir unas relaciones humanas solidarias y justas por la presión que ejerce sobre la libertad de cada uno.

Pienso que esta conciencia del pecado, lejos de paralizarnos, nos ayuda a ver de forma más nítida la persona de Jesucristo. El es "el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo". Mediante su gracia, nos libera para amar, nos ayuda a vencer el pecado que pugna por adueñarse de cada uno y de nuestro mundo, y nos muestra el horizonte fascinante de lo que estamos llamados a ser todos y cada uno de los hombres (Cfr RP n.7-12).

3. Tomar conciencia de "la vitalidad de las Iglesias locales"      (TMA 37).

Sólo desde ahí, desde la contemplación extasiada de las grandes maravillas que ha realizado Dios en nuestra Iglesia de Málaga, nacerá la oración de alabanza y de acción de gracias. Pues contemplar lo que Dios ha realizado ya es también garantía de futuro. Y María, la Virgen del Adviento, nos da ejemplo de cómo vivió Ella la espera, proclamando las maravillas de Dios para alentar la esperanza de su pueblo (Cfr Lc 1,46-55).

3.1. La memoria de nuestros mártires.

El santo Padre insiste en recuperar la memoria de lo mártires, porque son "semilla de cristianos" (Tertuliano). No se trata de remover viejas heridas sino profundizar en la grandeza luminosa de la fe. En nuestros tiempos, los mártires de la Iglesia de Málaga han sido más abundantes incluso que en los primeros siglos. Ya veneramos como beato a alguno de los religiosos que evangelizaron en nuestra Iglesia; y es posible que podamos venerar pronto a un joven seminarista y al que fue Rector del Seminario. Más de cien sacerdotes diocesanos, cerca de un centenar de religiosos y casi doscientos seglares, entre ellos siete mujeres de Acción Católica, dieron su vida por la fe.

Por ese gran misterio de la "comunión de los santos", su recuerdo y su intercesión nos ayudan hoy para sostener la fidelidad de los sacerdotes, de los religiosos y religiosas y de todo el Pueblo de Dios. Y su sangre derramada como la de Jesucristo nos alienta a evangelizar esperanzados, porque también hoy es "semilla de cristianos".

3.2. Un hombre que se mantuvo libre.

Y junto a los mártires, esos hombres y mujeres que predicaron su fe con obras y con palabras. Pienso en la entereza del Beato Marcelo Spínola. Su opción preferencial por los pobres, comenzó siendo joven abogado y defendiendo a los trabajadores de las minas de Río Tinto. Defendió celosamente la libertad de la Iglesia frente a los gobiernos de turno. Y llegó a echarse a la calle, siendo ya Arzobispo de Sevilla, para pedir limosna a los transeúntes. Fue su manera peculiar de recaudar fondos en favor los trabajadores en paro y de ejercer la denuncia profética ante un gobierno y ante una sociedad insensibles a los sufrimientos de los necesitados. Junto con la Beata Madre Petra, es mucho lo que puede enseñarnos cuando acabamos de iniciar la fase diocesana del Congreso sobre la Pobreza.

3.3. Un milagro de la fe.

¿Quién no se emociona ante la vida sencilla y recia de la Beata Petra de El Valle de Abdalajís? Una hija del pueblo, pobre como María de Nazaret. Ante la situación de sufrimiento y de marginación de los ancianos, ella respondió con el lenguaje de los hechos. La fe hizo audaz y creativa a esta mujer tan sencilla como admirable. Un testimonio vivo de cómo el Evangelio es fuente de vida y de iniciativas en favor de los marginados. Esta mujer nos sigue diciendo que la promoción de la caridad y del servicio a los pobres en nuestras parroquias están al alcance de todos: basta con ser personas de fe y tener un corazón grande.

3.4. La Eucaristía, fuente y culmen de la vida de la Iglesia.

Don Manuel González, ese hombre bueno y entrañable, cuya memoria permanece tan viva en nuestra Iglesia local, sigue siendo también hoy maestro de catequistas. A veces pienso que fue el resultado feliz de un corazón de oro y de una fina inteligencia, puestos al servicio de la catequesis. Pero su vida entera, sus fundaciones y sus escritos nos señalan dónde está el manantial último de su ardor apostólico y de su pedagogía tan popular: en el Sagrario. No en vano nos dice el Vaticano II que la Eucaristía es fuente a la vez que meta de toda la tarea evangelizadora (PO 5; SC 10). También él tiene mucho que decirnos sobre la oración apostólica, sobre la oración sin más y sobre el sentido de la Eucaristía en la vida del cristiano y en la tarea evangelizadora...

3.5. Santificados en el Matrimonio.

Aunque he citado algunos de los ejemplos más conocidos, no podemos olvidar ese rico mundo de los seglares. Pienso en quienes emplearon -y en quienes seguís empleando hoy- lo mejor de su vida en el servicio a los pobres: en las Cáritas parroquiales, en las Conferencias de san Vicente, en los Centros de Acogida para Transeúntes, en las Residencias para Ancianos, en las Escuelas Rurales que constituyen un fenómeno admirable del pasado reciente. ¿Y qué decir de las familias, primera escuela de fe e "iglesia doméstica" de quienes hoy somos cristianos? Con cuánta razón nos dice el Papa que "se deberá trabajar por el reconocimiento de la heroicidad de las virtudes de los hombres y mujeres que han realizado su vocación cristiana en el Matrimonio: convencidos como estamos de que no faltan frutos de santidad en tal estado, sentimos la necesidad de encontrar los medios más oportunos para verificarlos y porponerlos a toda la Iglesia como modelo y estímulo para los otros esposos cristianos" (TMA 37).

Al recordar estos frutos del Evangelio, no pretendemos alentar ningún tipo de exhibicionismo narcisista ni de triunfalismo. Sencillamente se trata de que su memoria nos ayude a celebrar con gratitud y alegría el Gran Jubileo del año 2.000.

Pues nos ayudan a descubrir, de una forma concreta, nuevos motivos de acción de gracias por Jesucristo y por su Iglesia, al ver que también ahora la fe en el Evangelio abre espacios de vida y de salvación para el hombre. Y a la vez que provocan nuestra acción de gracias, sostienen nuestros mejores impulsos a seguir esperando en un mundo tan poco propicio a la esperanza.


4. "Mirar también la recepción del Concilio" (TMA 36).

El Papa nos recuerda que ha sido "el gran don del Espíritu Santo a la Iglesia al final del segundo milenio" (Id.). Y la necesidad de mantenerlo vivo es un tema de tal envergadura que ha merecido que se ocupe de él un Sínodo Extraordinario de Obispos.

El Vaticano II va calando suavemente en la vida de la comunidad cristiana, a través de las orientaciones sobre la Liturgia, sobre el apostolado seglar, sobre la familia, sobre la catequesis, sobre la doctrina social de la Iglesia... Y tenemos que dar gracias a Dios porque se han ido superando las posturas contrapuestas y polémicas. Pero aún es muy pobre la recepción de este gran don del Espíritu Santo. Tenemos que hacer un esfuerzo personal y colectivo por releer los diversos documentos. El santo Padre insiste en algunos temas mayores, como el papel de la Palabra, inspiradora de toda la vida cristiana; la centralidad de la Liturgia, "fuente y culmen" de la vida eclesial; la participación de todo el Pueblo de Dios en la misión de la Iglesia; el diálogo con el mundo moderno... Por mi parte, voy a insistir en dos cuestiones que me parecen especialmente importantes para nuestra pastoral diocesana.

4.1. Hablar de Dios en un mundo secularizado.

La primera, es una llamada a darnos cuenta de que el tema central del Vaticano II fue la Evangelización del mundo moderno. Y dentro de nuestro mundo secularizado, como ya os he dicho en otras ocasiones, pienso que el tema central es Dios, el Dios Trinidad de la fe cristiana, y la concepción teocéntrica del hombre. Con palabras de Pablo VI: "Gracias a Dios, la concepción teológica y teocéntrica de la naturaleza humana y del hombre ha atraído sobre sí la atención de todos como desafiando a aquellos que piensan que es ajena y extraña a nuestro tiempo; y ha asumido pretensiones que ciertamente el mundo juzgará en un primer momento absurdas, pero que confiamos que después reconocerá como mucho más humanas, sabias y saludables: a saber, que Dios sí existe siempre, existe realmente, vive, es personal, es providente, es infinitamente bueno... es nuestro creador, nuestra verdad, nuestra felicidad" (Discurso, 7-XII-65). Por temor a las reacciones del "hombre postmoderno", corremos el peligro de convertir el Evangelio en un humanismo amable e irenista o en una ética inmanente. Y privamos al Pueblo de Dios de la presentación humilde, pero sin ambigüedades, de todos los contenidos esenciales de la fe, como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica

4.2. El diálogo como instrumento pastoral.

La segunda cuestión del Concilio que deseo proponeros es una nueva insistencia en el diálogo. Para el Vaticano II, el diálogo es uno de los instrumentos claves de la renovación pastoral y una forma exquisita de amor fraterno a todos los hermanos, tanto creyentes como no-creyentes. Igual que "el diálogo de la salvación fue abierto espontáneamente por iniciativa divina, nos dijo Pablo VI (...), nos corresponderá a nosotros tomar la iniciativa para extender a los hombres este diálogo" (ES 66), conscientes de que "sólo el amor fervoroso y desinteresado deberá mover nuestro diálogo" (Id 67). Un diálogo amplio, pues "debe hacerse sin límites" (Id 68), y destinado a todos "sin discriminación alguna... salvo que el (otro) absolutamente lo rechace" (Id 70).

El Concilio concreta algunos aspectos y propone un diálogo respetuoso y cordial dentro de la Iglesia (GS 92), con los cristianos separados (UR 21-23), con los no-cristianos pero sí creyentes (AG 11), con los mismos no-creyentes (GS 19.28) y con la cultura moderna en general (GS 23.43.85). En nuestro caso, tanto el Plan Pastoral Diocesano como el desarrollo de los diversos Consejos y del Arciprestazgo, que estamos potenciando, hacen imprescindible el diálogo paciente y cordial dentro de la Iglesia. Un diálogo hecho de escucha acogedora y de búsqueda compartida. A través de él, podemos acrecentar el "sentido de pertenencia" a una misma Iglesia local, el intercambio de métodos y experiencias pastorales y la comunión eclesial. Se trata del diálogo fraterno y sincero, que no tiene miedo a las diferencias legítimas ni trata de eliminarlas, sino que las ayuda a convivir y a enriquecerse mutuamente.

Pero este diálogo intraeclesial no debe llevarnos al olvido del diálogo con quienes no se sienten miembros de la Iglesia. Especialmente, pienso en aquellos que fueron creyentes y hasta miembros de movimientos apostólicos, y se distanciaron de la Iglesia y de la fe. Nos corresponde a todos tender puentes que faciliten a estas personas el reencuentro con la fe que un día iluminó su vida. Y entablar conversación por el camino con esos miles de personas que, en el interesante fenómeno del voluntariado, están actualizando sin saberlo la parábola del "buen samaritano". Tal vez podamos aportarles alguna luz desde el Evangelio, y es seguro que ellas pueden enriquecer nuestro amor servicial al hombre.

III.- "EL REINO DE DIOS YA ESTÁ ENTRE VOSOTROS" (Lc 17,21).

El tiempo de Adviento nos invita a centrar nuestra mirada en Jesucristo. El que nació pobre en Belén, y subió a los cielos, "vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos". Y entre la venida de Belén y esa venida final que mantiene tensa nuestra espera, El está viniendo cada día al corazón del hombre en la Palabra, en los sacramentos y en el amor gratuito al hermano. Especialmente, en el amor al hermano que sufre cualquier tipo de pobreza y de marginación.

Pero llama también a la puerta de cada creyente, para adentrarse en el corazón del hombre y ser su único Señor. El se va haciendo cercano de diferentes formas, en medio de la vida diaria: cuando nos cruzamos con un emigrante pobre por la calle, cuando alguien está en situación de necesidad y nos pide un favor, cuando escuchamos la Palabra, cuando reflexionamos sobre nuestra fe en un equipo de vida, cuando acudimos a orar con nuestra comunidad, cuando celebramos los sacramentos... Debemos mantenernos a la escucha y preguntarnos, ante los diversos acontecimientos, qué nos está pidiendo el Espíritu. El Papa ha querido ayudarnos a encontrar la respuesta y nos ha ofrecido diversas pautas de conducta.


1. "Suscitar... un verdadero anhelo de santidad".

Este año, nuestra celebración del Adviento, que va unida al comienzo de la preparación del Gran Jubileo del año 2.000, tiene un objetivo prioritario: suscitar en cada uno un fuerte deseo de renovación personal, ayudar al fortalecimiento de la fe y promover en cada cristiano un verdadero anhelo de santidad (Cfr. TMA 42).

Aunque esta palabra -"santidad"- nos intimida, la realidad sigue siendo atractiva y seductora también hoy, cuando la vemos encarnada en alguien de la vida real. Pensad en todas esas personas profundamente evangélicas que conocéis. Porque santidad significa autenticidad cristiana, vida plenamente evangélica, abandono en las manos de Dios que nos lleva a dar la vida por el otro y a vivir el espíritu de las Bienaventuranzas. Y esa es, a la luz de Jesucristo, la plenitud del hombre que todos, incluso sin saberlo, anhelamos en alguna medida: nuestra realización humana más profunda, la santidad.

Un signo claro de que la santidad sigue resultando valiosa y atractiva incluso fuera de los límites de la Iglesia, se pone de manifiesto en el hecho de que los grandes santos se consideran patrimonio de toda la humanidad. Figuras como san Benito, san Francisco de Asís, santo Tomás, san Juan de la Cruz, santa Teresa, san Juan de Dios o san Juan Bosco nos dignifican a todos por su impresionante talla humana, que resulta inseparable de su personalidad creyente. Y más cercanos a nosotros, suscitan gran admiración personas tan diferentes por su posición social como el padre Damián, Maximiliano Kolbe, Angela de la Cruz, el Papa Juan XXIII... Lo único que todos ellos tuvieron en común fue su vida evangélica, de la que ha ido brotando su encantadora y profunda humanidad.


2. Nacidos del agua y del Espíritu (Jn 3,5).

La santidad cristiana es un don gratuito de Dios y no el resultado de nuestras buenas obras. Más bien hay que decir lo contrario: nuestras buenas obras son el fruto de esa santidad radical que nos da Dios. Por el bautismo, nace en la persona el hombre nuevo, el hombre salvado. Al dejarse sumergir en las aguas, el creyente toma parte en la muerte de Jesucristo. Y acogiendo, por la fe, el don del Espíritu, entra en el dinamismo fecundo de la resurrección del Señor y participa de la vida divina, que libera y transforma el corazón del hombre (Cfr Rm 6,3-5). Esa es la santidad radical, de la que brotan unas fuerzas impresionantes que llamamos "virtudes teologales". Unas fuerzas que hacen a sujetos humanos sencillos y débiles, seres capaces de cambiar el curso de los acontecimientos y de crear una historia diferente.

Quien observa la vida de los santos, puede constatar que el bautismo es un verdadero sacramento de paso, porque nos arranca de la esclavitud y nos introduce en un mundo nuevo e inexplorado. Enraizado en Dios como un sarmiento en la cepa, el creyente se convierte en sujeto dinámico, que aporta vida y salvación al mundo que le rodea. Es interesante, a la vez que  aleccionador, el ejemplo de los santos. Hombres y mujeres a primera vista insignificantes, como san Vicente de Paúl y santa Luisa de Marillac, introdujeron cambios significativos en relación con los pobres. Y podemos observar, a distancia de siglos, que esos cambios, minúsculos en sus comienzos, siguen incidiendo con fuerza sobre nuestra historia a través de las Congregaciones religiosas que fundaron y a través de las fuerzas que pusieron en movimiento. Verdaderamente, el Reino de Dios está entre nosotros, dentro de nosotros. Aunque sea en forma de semilla, que solicita a nuestra libertad y a nuestra cooperación una oportunidad para desarrollarse.

Son muchos los bautizados que no tienen conciencia de esta riqueza interior. Por ello insiste el Papa en que la preparación del Gran Jubileo del año 2.000 tiene que ayudarnos a redescubrir el sentido y el valor de los sacramentos de la iniciación cristiana (TMA 41.45.50). Si el Bautismo es un nuevo nacimiento y "la puerta de los sacramentos", que echa los cimientos de la vida cristiana, la Confirmación "nos vincula más estrechamente a la Iglesia" y nos enriquece "con una fuerza especial del Espíritu", para que anunciemos el Evangelio (LG 11). Y este dinamismo de la fe culmina en la Eucaristía (Cfr SC 10), que actualiza diariamente la muerte y la resurrección del Señor, haciendo realmente presente al autor mismo de la gracia.

Esta plenitud de vida sacramental es la que capacita al hombre para vivir evangélicamente. El cristiano que pretende encarnar el espíritu de las Bienaventuranzas, desconociendo la realidad del Pecado Original y no echando mano de la energía santificadora y creadora de los sacramentos, es semejante al hombre que pretende edificar una casa sin contar con los medios necesarios: construye sobre arena (Cfr Lc 6,49). Necesita descubrir vitalmente que es el Espíritu de Jesucristo quien llena el corazón creyente del amor, de la bondad, de la paciencia, de la grandeza de alma..., que necesita para servir a sus hermanos sin tirar la toalla (Cfr Ga 5, 22-23).

Estos "frutos del Espíritu Santo" son diversos aspectos de ese núcleo interior que constituye la santidad radical del cristiano y que se van encarnando, a lo largo de la vida, en obras concretas de amor al prójimo. Pero esto, como he dicho antes, no sucede de manera automática, sino a través del diálogo amistoso entre Dios, que se nos hace compañero de camino en Jesucristo, y la libertad de cada uno. 


3. "Vosotros...seréis mis testigos" (Hch 18).

Es la misión que nos ha encomendado Jesús a sus seguidores. Mas únicamente podemos cumplirla si nos abrimos al Espíritu Santo. Es verdad que, en el sacramento del Bautismo, hemos recibido el Espíritu del Señor (Cfr Rm 8,15-16). Pero esta presencia es sólo el fundamento y el punto de partida de nuestra incorporación existencial a Jesucristo. Tal incorporación se va realizando a través de pequeñas opciones diarias, mediante las que el cristiano acoge a Jesucristo en su mente, en sus obras y en su corazón, hasta poder decir con san Pablo eso tan impresionante de que "es Cristo quien vive en mí" (Ga 2,20). Es el único caso en el que la identificación con otra persona no nos anula en nuestra originalidad sino que nos lleva a la plenitud.

Nuestra identificación con Jesucristo nunca llega a ser completa. Aun así, es posible dar testimonio de Jesucristo y transparentar algo de su presencia por el Espíritu Santo que habita en nosotros y que nos comunica lo que tenemos que hacer y decir (Cfr Jn 16,7-15).

Para terminar, deseo proponeros algunas prioridades que todos deberíamos tener presentes en nuestra misión de "ser testigos" de Jesucristo aquí y ahora. Aunque cada persona y cada comunidad concreta tiene el deber de analizar la realidad en la que Dios le ha puesto para descubrir qué testimonio le está pidiendo, me parece que todos podemos y debemos compartir, de forma prioritaria, estas cuatro sugerencias.


3.1. "Dios no ha enviado a su Hijo... para condenar al mundo"
    (Jn 3,17).

A veces, los católicos podemos dar la impresión penosa de ser los hombres del "no", de la "condena", del "miedo". Empleamos más tiempo y más energía en decir a los otros lo que están haciendo mal que en presentar de forma abierta y positiva el Evangelio. Quizá deberíamos centrar todo nuestro esfuerzo y nuestras mejores energías en exponer con transparente humildad la persona de Jesucristo, en hablar de la visión teocéntrica del hombre, en presentar la riqueza de la vida en el Espíritu, en proclamar nuestra fe en la resurrección y en anunciar las bienaventuranzas. El Evangelio es profundamente seductor y tiene fuerza de contagio por sí mismo.

Y en esta misma línea de conducta, sería conveniente habituarnos a detectar los nuevos valores y a compartirlos, adoptando una actitud positiva ante la historia humana. Es verdad que en ella abunda el pecado, pero no podemos descuidar el mensaje apostólico de que "donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia" (Rm 5,20). Tenemos que perder el miedo y adoptar la actitud de Jesucristo, que no ha venido "para condenar al mundo sino para que el mundo se salve" (Jn 3,17).

3.2. Optar por la pobreza evangélica.

Jesús proclamó esa afirmación tan impresionante de "bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos" (Mt 5,3). Pero nos ha tocado vivir en un clima cultural que ha sacralizado el dinero y le presenta como el bien supremo del hombre, como la fuente de felicidad. Si observamos con atención, para muchas personas el dinero se ha convertido en un auténtico "dios", al que se le sacrifica todo. Aunque se habla mucho de la dignidad de la persona y de sus derechos inalienables, en la práctica vemos que se valora menos al ser humano que a los beneficios económicos. Esto es evidente en el tráfico de drogas, en el tráfico de armas, en las relaciones comerciales entre los pueblos ricos con los pueblos del llamado Tercer Mundo y en que están más protegidos los billetes de banco que una señora lleva en su bolso que el ser humano que lleva en su seno.   

Aun así, esta bienaventuranza tiene una fuerza impresionante. No pretende sacralizar la pobreza como situación humana, sino que propone la opción por la persona capaz de relativizar el dinero. Nuestra plenitud humana -nuestra seguridad y nuestra importancia-  no se apoya en el tener sino en el ser y en el ser hermanos. Sólo el amor nos hace grandes, solidarios y desprendidos, hasta el punto de que, para nosotros, la persona tiene siempre primacía sobre el beneficio. Porque creemos en Dios, lo esperamos todo de El y en El hemos puesto nuestra confianza. Nuestra seguridad no está en el dinero, sino en Dios. Y nuestra realización humana no se mide por lo que tenemos sino por el desarrollo de los dones que Dios nos ha dado.

Necesitamos el dinero y lo usamos, respetamos las leyes de la economía, pero buscamos un tipo de sociedad y de economía diferentes y más humanos. Para nosotros, esta bienaventuranza no se identifica con el voto de pobreza, que es el carisma de algunos cristianos, sino que es un valor evangélico para todos, una llamada a encarnar en nuestra situación histórica la doctrina social de la Iglesia. Es la actitud que nos va a permitir trabajar a fondo en ese Congreso sobre la Pobreza, cuya fase diocesana ya ha comenzado. Es también la actitud que nos empuja a vivir con autenticidad la opción preferencial por los pobres.

3.3. Ser hombres verdaderos.

Jesús nos dijo que son "bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios" (Mt 5,8). He aquí otra urgencia evangélica. En nuestro mundo, se ha puesto de moda "la imagen". Se cotiza mucho "tener buena imagen", "mejorar la imagen". Para lograrlo, no se recurre a la verdad sino a las apariencias. La autenticidad del hombre verdadero interesa menos que el maquillaje. Quizá por ello, se habla tanto de la necesidad de "desenmascarar" a los personajes para evitar el engaño. Y para llevar a cabo esta tarea de "limpieza", no se duda en invadir la intimidad de la persona ni en desacreditarla injustamente, con la leve careta del "se dice" para protegerse de los tribunales.

Por eso urge especialmente ser hombres verdaderos, transparentes, limpios de corazón. Se trata de una actitud socialmente poco rentable y escasamente cómoda, porque nos deja bastante desvalidos. Pero es una actitud que nos permite "ver a Dios" y tomarle como nuestro defensor. Sería algo así como el anhelo de coherencia y de autenticidad evangélicas, conscientes
de que "este mundo" no será nuestro reino. El limpio de corazón nunca podrá ser "un señor" en el sentido del mundo. Como Jesús de Nazaret y siguiendo sus huellas, también él será siervo. Pero esta misma debilidad es su auténtica fuerza: la fuerza interior de quien "ve a Dios" y se sabe sostenido por el Espíritu (Cfr Mt 11, 25-27).

3.4. Opción decidida por la paz.

El Señor nos dijo que son "bienaventurados los que buscan la paz..." (Mt 5,9). Nuestro mundo tiene bienes abundantes, que bien repartidos serían suficientes para todos, pero le falta la paz. Políticos, periodistas, jueces y ciudadanos de a pie dicen que vivimos en un mundo crispado. Aunque podríamos pensar que se trata de nuestra situación española, me parece que el problema es más de fondo. Vemos brotar por doquier actitudes de violencia terrorista, de nacionalismos exacerbados y de intransigencias de diverso tipo. En la misma Europa, estamos sufriendo guerras que parecían imposibles. Y la situación de pobreza y de hambre que hay en el hemisferio Sur puede estallar en oleadas sucesivas de violencia.

Sabemos que "el horror y la depravación de la guerra aumentan inmensamente con el desarrollo de las armas científicas" y que "el peligro característico de la guerra actual consiste en que casi da la ocasión, a los que poseen las más recientes armas científicas, de cometer tales crímenes y, por una cierta conexión inexorable, puede impulsar las voluntades de los hombres a determinaciones sumamente atroces" (GS 80). No podemos olvidar estos avisos tremendos del Vaticano II.

Es cierto que también existen diversos movimientos que proponen el cese de fabricación de nuevas armas y una educación para la paz, pero son minoritarios. Como cristianos, tenemos que asumir el estilo de Jesús de Nazaret y "esforzarnos en preparar con todas nuestras fuerzas el tiempo en que por acuerdo de las naciones pueda quedar absolutamente prohibida cualquier guerra" (GS 82).

Pero sabemos que la apuesta de la paz no es viable si no va acompañada de una apuesta por la justicia y por la defensa de la naturaleza. En su Encíclica Laborem exercens, poco conocida y menos estudiada, el Papa Juan Pablo II viene a decirnos que el tema del paro y de la justicia no tienen posibilidad de solución por los caminos acostumbrados. Todos deberíamos hacernos a la idea de que necesitamos un modelo nuevo de sociedad, y ponernos manos a la obra.

Los cristianos no tenemos soluciones técnicas. Pero el Evangelio nos alienta a mantener una actitud espiritual que apuesta por la paz y por la justicia. Y la experiencia actual nos enseña que tal apuesta debe incluir también la defensa de la naturaleza. En un clima cultural que pretende ser realista, tenemos el derecho y el deber de apostar por la utopía. Nos sostiene la fe en Jesucristo muerto y resucitado, a quien deseamos proclamar como único Salvador y Señor durante la celebración del Gran Jubileo del año 2.000.


IV.- CONCLUSIÓN

Como veis, el Adviento de este año abarca ese algo más, que es la invitación a ponernos en camino hacia el Gran Jubileo. Todos estáis invitados a sugerir los diversos pasos y las posibles acciones que podríamos emprender como Iglesia diocesana. Pero ya es tiempo de iniciar en todas partes ese ambiente espiritual que debe ser el alma de todas las acciones.

A través de esta carta pastoral os he presentado algunas sugerencias y posibles líneas de actuación. Todas ellas pueden resumirse en esta invitación fraterna del santo Padre: pongámonos con nuevo asombro de frente al amor del Padre.

María, la Virgen del Adviento, nos enseña con su vida que si tenemos el valor de dar el "sí" y de abrirnos al Espíritu, en el corazón de cada creyente y de cada comunidad nacerá, de forma misteriosa, el Hijo de Dios, el Salvador.

 

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga.

 

Málaga, Diciembre de 1995

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