DiócesisCartas Pastorales Mons. Dorado

En tu nombre, Señor (PDF 41 páginas)

Publicado: 02/12/2001: 2584

Carta Pastoral "En tu nombre, Señor" en formato PDF (41 páginas)

INTRODUCCIÓN

La Iglesia “existe para evangelizar, es decir, para predicar y enseñar, ser canal del don de la gracia, reconciliar a los pecadores con Dios, perpetuar el sacrificio de Cristo en la Santa Misa, memorial de su muerte y resurrección gloriosa”.   Estas palabras de Pablo VI expresan con admirable exactitud y concisión la misión de la Iglesia y el rico contenido de la misma. Ambos elementos, la misión evangelizadora y el contenido que se ha de proclamar, se los confió Jesucristo y han estado presentes en su tarea pastoral a lo largo de los siglos, de la misma manera que lo están hoy.

Pero la Iglesia está inserta en nuestra historia, y por eso se tiene que preguntar si el modo en que  cumple con su misión es el adecuado a este lugar y este momento;  y si el lenguaje que emplea para presentar el Evangelio resulta significativo e interpelante para los hombres concretos con quienes está desarrollando su tarea. Es lo que pretende decir el Vaticano II, cuando afirma que hay que “escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda la Iglesia responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y de la vida futura y sobre la mutua relación de ambas”.   Fiel a esta llamada del Espíritu, durante los últimos decenios del siglo XX la Iglesia universal ha realizado un gran esfuerzo para dar la respuesta adecuada al momento en que estamos viviendo. Y fruto del mismo han sido tres espléndidos documentos que tratan de la evangelización y de la catequesis: Evangelii nuntiandi, que recoge substancialmente las aportaciones del Sínodo de 1974; Catechesi tradendae, que presenta los resultados del Sínodo de 1978; y la encíclica Redemptoris missio, en la que el actual Papa Juan Pablo II ha vuelto sobre el mismo tema.

A la luz de este rico cuerpo de doctrina, nuestra Iglesia de Málaga ha reflexionado y sigue buscando de forma ininterrumpida, mediante un continuo proceso que comenzó ya en los tiempos del Concilio Vaticano II, cómo proclamar el Evangelio aquí y ahora. Con esta Carta Pastoral pretendo decir a todos una palabra de aliento y recalcar las prioridades que ha propuesto nuestro nuevo Proyecto Pastoral Diocesano, elaborado gracias a una amplia y rica participación de toda la comunidad diocesana. Mi intención consiste en ayudar a que aquello que es obra de la reflexión de todos, se convierta ahora en responsabilidad y en tarea común.

Me ha parecido oportuno evitar las citas de documentos diocesanos muy conocidos por todos. Pero el lector atento podrá intuir con facilidad numerosas referencias implícitas a los trabajos del Consejo Pastoral Diocesano,   al Proyecto Pastoral Diocesano 1996-2000, cuyas primera y segunda parte conservan su enjundioso valor catequético, y al Proyecto Pastoral Diocesano 2001-2006. Es verdad que apenas los cito de manera literal, pero los he tenido muy en cuenta para dejarme empapar por sus orientaciones, su espíritu y sus objetivos, pues como Obispo de la Diócesis, me considero el primer destinatario de los mismos.

I. UNA SITUACIÓN NUEVA

Uno de los aspectos que más deben preocuparnos en el momento presente es el de la transmisión de la fe y el de la Iniciación Cristiana. Como decisión personal, la fe ha sido siempre fruto de un encuentro personal más o menos profundo con Dios. Pero la novedad del momento en que vivimos es que apenas existen cauces por los que llegue a las nuevas generaciones el anuncio de Dios, el Evangelio de Jesucristo y la invitación a acoger su presencia. Contamos aún con un número no desdeñable de hogares cristianos en los que se vive y se transmite la fe, con el trabajo serio y abnegado de muchos profesores de religión que se toman su trabajo como verdadero apostolado y con la labor catequética de las parroquias. Es una riqueza que conviene valorar y alentar como se merece, pero si echamos una mirada sobre el mundo que nos rodea, hay que plantearse en qué medida vamos a poder seguir contando con ella.

Uno de los aspectos más visibles de la sociedad española de los últimos treinta años es el ritmo en que ha ido impregnándose de una ideología laicista, que muy poco o nada tiene que ver con esa justa autonomía de las realidades terrenas que constata el Vaticano II.  El fenómeno al que ahora me refiero es consecuencia de un esfuerzo más o menos solapado por eliminar todo signo y referencias religiosos.


1.1.El silencio de la cultura sobre Dios.

En tiempos aún recientes, todo el entorno cultural nos hablaba de Dios y del Evangelio. Pero la situación ha cambiado radicalmente en pocos años, de modo que numerosos niños no sólo no escuchan nada sobre Dios, sobre Jesucristo y sobre la Virgen, sino que tampoco conocen las oraciones que nosotros, los adultos, aprendimos de pequeños. La radio, la televisión y los ordenadores que manejan con admirable soltura guardan un impresionante silencio sobre Dios, sobre el Evangelio y sobre las cuestiones religiosas en general. Con el argumento de que el Estado no es confesional, cuestión en la que estamos de acuerdo, con frecuencia se adopta una postura activamente militante frente a todo lo religioso, que trata de eliminar y reprimir de forma sistemática todo aquello que tenga que ver con la religión, incluyendo las noticias sobre la Iglesia. Al final, en los medios de comunicación se puede hablar de todo, menos de la religión, por más que nos interese a muchos y que los medios públicos estén pagados con nuestro dinero.


1.2. El silencio sobre Dios en el hogar.

Hoy, en muchos casos, la familia apenas es ya transmisora de inquietud, de conocimientos y de valores religiosos. De muchos hogares de matrimonios jóvenes han desaparecido todas las referencias religiosas, incluidas las imágenes y cuadros. Además, no se suele rezar en familia, ni siquiera entre matrimonios que aún frecuentan el templo los domingos. No sólo se ha olvidado el rezo del rosario, sino que ni siquiera se pronuncia una breve oración para bendecir la mesa o para finalizar la jornada. En otros tiempos, resultaba normal rezar con los niños cuando se los llevaba a la cama, pero es una costumbre que si no ha desaparecido del todo, está desapareciendo..

Y aunque nuestras familias aún piden el bautismo y la primera comunión para sus hijos en proporciones altas, los mismos progenitores no valoran la riqueza de estos dones y no suelen comprometerse con los sacramentos que solicitan. Son creyentes a su modo, pero el ritmo de vida que se nos impone, la secularización radical de la cultura en que vivimos y la presente crisis de valores los mantienen, en unos casos, cohibidos y, en otros, ajenos a toda educación religiosa. Es algo que se echa de ver por la deserción de la misa dominical y por el escaso interés que suelen prestar a las convocatorias de padres que han solicitado el bautismo o la primera comunión para sus hijos


1.3. El silencio sobre Dios en la enseñanza.

A lo largo del verano se ha desarrollado un debate más bien agrio sobre la enseñanza de la religión en la escuela. Partiendo de unos hechos concretos, que se han magnificado y distorsionado, parece que algunos pretendían la supresión de la enseñanza de la religión católica en el ámbito escolar. Por mi parte, lo considero una injusticia contra los legítimos deseos de los padres. Y además, una torpeza por parte de aquellos cristianos que apoyan dicha posibilidad, pues la síntesis entre la fe y los restantes saberes se comienza a realizar ya en la escuela.

Pero hay que conseguir el pleno reconocimiento de la religión, pues mientras que se mantenga en las precarias condiciones actuales, la importancia de las demás materias puede llevar al niño de manera implícita a pensar que el mundo en que vivimos y los saberes con que nos ayudamos a vivir no tienen nada que ver con lo que aprende en esa clase marginal que es la de religión. Es decir, que la religión, esa que se le imparte ahora de forma casi vergonzante, es una materia que carece de importancia y cuanto dice tiene poco que ver con la visión del mundo, del hombre y de la historia que transmiten los restantes saberes.

Habituado a lo concreto de la vida diaria y a manejar artefactos maravillosos, y sin que nadie le ayude a lo largo de sus estudios a realizar una síntesis entre la vida de cada día y los contenidos de la fe, ésta terminaría por perder valor e importancia a los ojos del niño.


1.4. Intento de reducir la religión a una cuestión privada e irracional.

Por otra parte, el renacimiento de los fundamentalismos religiosos, la pervivencia de guerras de religión o que tienen un componente religioso notable y la aparición de sectas que esclavizan a sus seguidores, han creado cierta sospecha hacia toda religión organizada.

Por principio, una religión organizada tiene, como uno de sus componentes básicos, un Credo, en el que resume una serie de propuestas que considera verdaderas. Y tiene así mismo un mundo de valores que presenta como verdaderos y absolutos. Ambas propuestas chocan contra la mentalidad relativista de las sociedades democráticas y del pensamiento liberal. Por eso algunos que se presentan como ilustrados temen y proclaman que quienes afirmamos haber descubierto la verdad del Evangelio como revelación definitiva de Dios y sostenemos unos principios morales absolutos, seamos personas propensas a la intolerancia y al dogmatismo.

De ahí, la tendencia entre políticos de todo signo y entre numerosos intelectuales a presentar la fe como un asunto irracional y como una decisión que debe mantenerse en el ámbito privado, para no perturbar las relaciones sociales y para no llevar a la intolerancia.  Es decir, a deslegitimarla ante la inteligencia y ante la sociedad. Una prueba reciente de cuanto digo ha sido la enconada resistencia a hacer mención de Dios en la Carta de los Derechos Fundamentales de los ciudadanos de la unión Europea, proclamada en la cumbre de Niza en el mes de Diciembre del año 2000.

Pero si la religión se reduce a una cuestión irracional y puramente subjetiva, la fe se convierte en un sentimiento vago, sin ningún valor objetivo y sin posibilidad alguna de ser compartida y menos enseñada y vivida en comunidad. 


1.5. Ambigüedad del renacimiento del interés por las cuestiones religiosas. 

Son muchos los pensadores y analistas de la cultura que insisten en que hay un resurgimiento del interés por las cuestiones religiosas. Por otra parte, todavía se mantiene muy alto el porcentaje de quienes solicitan los sacramentos de la iniciación cristiana. Y parece también evidente que la religiosidad popular está en auge.

Sin embargo, estos hechos no deben llevarnos a engaño. Cuando se analizan las cosas a fondo, el interés por lo religioso se queda en una actitud vagamente sentimental y superficial; la solicitud de los sacramentos no se ve complementada por un compromiso consecuente. Y en cuanto a la religiosidad popular, que constituye una auténtica riqueza de la Iglesia, ante su auge, ha ido en aumento la tendencia interesada por parte de personas que se confiesan no creyentes, a considerarla y presentarla como un elemento identificador de las raíces culturales de nuestro pueblo, para desligarla de la Iglesia y controlarla.

Pero también es cierto que estos hechos pueden constituir puntos de arranque valiosos para la evangelización. De la religiosidad popular, dijo muy atinadamente Pablo VI que “cuando está bien orientada, sobre todo mediante una pedagogía de evangelización, contiene muchos valores. Refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer. Hace capaz de generosidad y sacrificio hasta el heroísmo. Comporta un hondo sentido de los atributos profundos de Dios: la paternidad, la providencia, la presencia amorosa y constante. Engendra actitudes interiores que raramente pueden observarse  en el mismo grado en quienes no poseen esa religiosidad: paciencia, sentido de la cruz de la vida cotidiana, desapego, aceptación de los demás, devoción”. 
También la asistencia a la misa del domingo, aunque sea inferior a la que se da en de otros lugares de España, constituye una riqueza que no debemos dejar en el olvido. Sobre todo, cuando a la celebración añadimos la nueva sensibilidad hacia valores humanos y éticos importantes, que pertenecen también a la entraña del Evangelio. En concreto, me refiero a la sensibilidad ante la situación de injusticia que existe en nuestros cristianos, a los anhelos de paz, al aprecio con que acogen las actitudes solidarias, a la general aceptación de que los derechos humanos son patrimonio de todos, al amor a la naturaleza y a la alegría de vivir, que caracteriza a nuestras gentes.

II. Necesidad de emprender acciones novedosas y audaces
 
En cada momento histórico y en cada situación nueva, la Iglesia ha sabido acudir a la luz y a la fuerza del Espíritu Santo para encontrar los caminos que Dios le tiene preparados y para seguirlos con audacia y confianza. Con frecuencia, han sido los Santos quienes han encontrado algunos de estos caminos. Si repasamos la historia, comprobamos que, ante los nuevos problemas, personas como San Francisco de Asís, Santa Teresa,  San Juan de Dios, San Ignacio de Loyola, San Vicente de Paúl, San Juan Bosco, la Beata Madre Petra del Valle de Abdalajís, el Beato Marcelo Spínola y el Beato Manuel González, por citar sólo algunos, supieron encontrar respuestas que siguen conservando toda su vigencia.

Pero lo normal es que haya sido cada comunidad cristiana, cada parroquia la que, buscando con tenacidad y con fe, ha descubierto por dónde la quiere encaminar el Señor. Y en esta búsqueda, ayer como hoy, tiene que hacer frente a actitudes muy complejas: desde etapas difíciles de desierto a oasis que preludian la tierra prometida. En cualquier caso, lo que importa es saber respetar el ritmo de Dios, con la constancia y la paciencia de nuestros agricultores, pues en cuestiones de evangelización no existen atajos.

Ahora nos corresponde a todos descubrir hacia dónde nos llama Dios, y pienso que hay algunos signos que nos permiten empezar a caminar. Me voy a limitar a sugerirlos, con el deseo de que los analicéis y concretéis luego entre todos, en vuestra situación particular.


2.1. Conviene iniciar la formación religiosa en la familia.

Como he dicho antes, me preocupa de verdad hallar cauces para suscitar el interés por la vida religiosa de la persona desde su más tierna infancia; para darle una formación sólida, que no esté en contradicción con el mundo de conocimientos y de valores que percibe a través de sus estudios; para iniciarla en la vida de oración y en la práctica de los valores evangélicos; y para que pueda comprobar por sí misma que el Evangelio es la plenitud del hombre. En los últimos años se han realizado esfuerzos importantes en la catequesis de niños y en esa feliz iniciativa de las madres catequistas, aunque no acaba de cuajar. Pero tenemos que redoblar los esfuerzos por mejorar lo que tenemos y por abrir nuevos caminos.

En concreto, tenemos que preocuparnos por convertir a la familia en la primera escuela de catequesis. El Papa Juan Pablo II no cesa de insistir en que “la familia es el primero y más importante camino” de la Iglesia;   en que “los planes de pastoral orgánica, a cualquier nivel, no deben prescindir nunca de tomar en consideración la pastoral de la familia”;   y en que la familia constituye, en cierto modo, “la quintaesencia de la actividad de los sacerdotes a cualquier nivel”.   Si conseguimos que la familia se convierta en una verdadera iglesia doméstica, tenemos asegurado el espacio más fecundo y más interesante para la transmisión de la fe, pues nada es comparable a la ternura, la paciencia y la dulzura de los padres para que los niños capten la bondad y la belleza de Dios.

Aparte del testimonio personal, que es de un valor incalculable para educación de los niños, en la familia se presta una atención personal a cada uno de los miembros y se cultiva ese diálogo sencillo que nos ayuda a profundizar, sin esfuerzo notable, en los grandes temas de la fe. Cuando los padres comparten la visión evangélica de la existencia, les resulta fácil transmitirla día a día en su comentario de los acontecimientos cotidianos. Y esta primera aproximación se puede ir completando con una presentación más sistemática, aprovechando la celebración de los misterios cristianos a lo largo del año o de acontecimientos familiares extraordinarios.

Con palabras del Directorio General para la Catequesis,

“La familia, como ‘lugar’ de catequesis tiene un carácter único: transmite el Evangelio enraizándolo en un contexto de profundos valores humanos. Sobre esta base humana, es más honda la iniciación en la vida cristiana: el despertar del sentido de Dios, los primeros pasos en la oración, la educación de la conciencia moral y la formación del sentido cristiano del amor humano, concebido como reflejo del amor de Dios, Creador y Padre”. 


2.2. El recurso a los a los nuevos instrumentos de la técnica.

De todos es conocida la afición de los niños, desde sus primeros años de su vida, a los juegos y a otras formas de representaciones mediante imágenes que encuentran en la televisión y en los ordenadores. A través de estos medios, van descubriendo nuevas sensaciones, formas de comportamiento y, en el fondo, una manera de entender a la persona humana y a la existencia. Pienso que, a la hora de abrir nuevos cauces de evangelización, no podemos olvidar este interés de los niños y de los jóvenes por los nuevos medios que nos ofrece la técnica.

El Directorio General para la Catequesis, citando otros documentos de la Iglesia, es muy elocuente a este respecto:

“Los medios de comunicación social han alcanzado tal importancia, que para muchos son el principal instrumento informativo y formativo, de orientación e inspiración para los comportamientos individuales, familiares y sociales. Por eso, junto a los numerosos medios tradicionales en vigor, la utilización de los mass media ha llegado a ser esencial para la evangelización y la catequesis. En efecto, la Iglesia se sentiría culpable ante su Señor si no emplease esos poderosos medios, que la inteligencia humana perfecciona cada vez más”.  

También en este campo, los hijos de las tinieblas han sido más sagaces que los hijos de la luz. Los niños se han convertido en un mercado floreciente, que no está surtido por los productos educativos que sería deseable. Y lo más grave es que, en lugar de tomar iniciativas audaces, nos limitemos a lamentar el enorme número de horas que pasan ante los diversos medios técnicos, recibiendo todo tipo de productos menos los relacionados con el Evangelio.

Comprendo que no está en nuestras manos elaborar los materiales adecuados que resulten atractivos y educativos al mismo tiempo. Pero seguramente existen en el mercado productos valiosos y algunas experiencias interesantes que pueden servir de referencia y de estímulo. Y me pregunto si hemos realizado los esfuerzos de creatividad y reflexión necesarios sobre nuestras posibilidades en este campo. Es hora de que intensifiquemos los esfuerzos, porque  “tales subsidios no pueden faltar en una catequesis bien programada”.  

Pero además de buscar en ellos un cauce para transmitir el Evangelio a los niños, aspecto en el que me ha parecido oportuno detenerme algo, tenemos que emplearlos más a fondo para proclamar el Evangelio a todo el Pueblo de Dios. Como dice nuestro Proyecto Pastoral Diocesano 2.001-2006, hablando de los Medios de Comunicación Social, “los nuevos areópagos, el mundo de la globalización y las nuevas tecnologías reclaman una presencia de la Iglesia con más imaginación. Hay que estar abiertos a las nuevas tecnologías y ponerlas al servicio de la nueva evangelización”.      


2.3. Aprender a situarse en la sociedad laica y secularizada.

Los ciudadanos de las democracias modernas, habituados a decidir todo por mayoría y mediante pactos, tienen una especial dificultad para entender que los católicos confesemos un Credo con la firmeza de quien se sabe sostenido por la verdad del Evangelio y por la solidez de unos valores cuya vigencia no depende de las modas, de los pactos ni de las mayorías. Quizá por ello pretenden reducir la religión a un fenómeno absolutamente privado, sin ninguna dimensión pública. Ni siquiera la libertad de expresión, un elemento básico de la democracia, permite, a juicio de algunos sectores, que la Iglesia como tal se pronuncie sobre asuntos públicos. Y hasta se considera un anacronismo que la religión católica –insisto en lo de católica, porque la religión sin apellido es algo que sólo existe en la mente de unos cuantos teóricos– se pueda enseñar en las escuelas.

Parecen no advertir que

“Las democracias necesitan hombres y mujeres con convicciones, para no hundirse en el mercadeo, en la corrupción, o simplemente en la rutina del trámite sin alma. No funcionan duraderamente sin un conjunto de valores y de normas vividas y aceptadas por los ciudadanos. Como consecuencia, y aunque sean minoritarios y criticados, los creyentes tienen que ocupar un lugar fundamental, pues cabe legítimamente esperar de ellos el sentido del bien común, la preocupación por las solidaridades concretas y efectivas y una participación grande en la vida pública a través de asociaciones diversas”.    

Pero los católicos españoles no hemos aprendido aún a situarnos correctamente en esta sociedad que ha ido emergiendo. Unos, porque se sienten acomplejados de seguir siendo creyentes, ante las críticas bastante superficiales de una minoría muy combativa que se presenta como agnóstica. Otros, porque a falta de una fe sólidamente personalizada y meditada, experimentan un notable desasosiego ante los descubrimientos de las ciencias y  los procesos sociales, y para conservar su fe, pretenden vivir hoy con la fe del carbonero evitando pensar y reflexionar para ahorrarse preguntas un tanto incómodas. Y muchos, porque tratan de resolver una situación incómoda con el fácil recurso de sentirse víctimas y de sufrir en silencio. Esto significa que todavía no hemos aprendido a vivir la fe cristiana con hondura y responsabilidad lúcida en esta nueva situación.

Es necesario profundizar en nuestra fe para saber dar razón de nuestra esperanza y salir fuera de los templos, con humildad y con inteligencia, a vivir y a manifestar nuestra fe en medio de esta sociedad nueva y diferente. Con palabras del autor que acabo de citar más arriba, hay que “buscar vías concretas para una presencia efectiva actual, a partir de una simpatía de principio, de la cual no se comprendería el que un cristiano pudiera apartarse, puestas aparte todas las ideologías”. 

Con otras palabras, tenemos que amar este mundo, porque es el mundo de Dios; tenemos que seguir apostando por la esperanza, porque sabemos que Jesucristo ha vencido al pecado y nos ha dado el Espíritu Santo para que nos sostenga; y tenemos que seguir creyendo en el hombre y en su apertura al Evangelio, porque creemos en el Dios que nos ha creado y que se ha encarnado en Jesucristo. Con palabras del Vaticano II,

“El gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de los afligidos, son también el gozo y la esperanza, la tristeza y la angustia de los discípulos de Cristo y no hay nada verdaderamente humano que no tenga resonancia en su corazón. Pues la comunidad que ellos forman está compuesta por hombres que, reunidos en Cristo, son guiados por el Espíritu Santo en su peregrinar hacia el Reino del Padre y han recibido el mensaje de la salvación para proponérselo a todos”.  


2.4. Desde una actitud de diálogo con otros grupos religiosos.

Algún pensador ha escrito que los conflictos futuros no tendrán como causa la lucha entre los príncipes ni entre las ideologías, sino que serán conflictos de civilizaciones, en las que las religiones tienen un peso particular.   Personalmente no considero acertado este diagnóstico, pero a tenor de lo que está sucediendo en nuestros días, esta idea podría resultar cierta si no ponemos ahora el remedio entre todos.

Precisamente uno más de los méritos de Juan Pablo II consiste en haber impulsado el diálogo entre las diversas religiones hasta límites que han llegado a sorprender a no pocos hijos fieles de la Iglesia. El encuentro de oración por la paz que se celebró en Asís y en el que participaron líderes de casi todas las religiones de la tierra estuvo ya rodeado de cierta polémica. Su objetivo ante aquel encuentro y su intención al promover el diálogo no siempre han sido bien entendidos por todo el pueblo cristiano. Sin embargo, el Papa ha sabido situarse mejor que sus críticos en la estela del Vaticano II, que nos dice:

“(La Iglesia Católica) exhorta a sus hijos a que, con prudencia y caridad, mediante el diálogo y la colaboración con los seguidores de otras religiones, dando testimonio de fe y vida cristiana, reconozcan, guarden y promuevan aquellos bienes espirituales y morales, así como los valores socio-culturales, que se encuentran en ellos”.

Esta recomendación del Concilio se hace más apremiante ante el renacer de la inquietud religiosa tras la muerte de las ideologías y ante la creciente presencia, en nuestros pueblos y ciudades, de personas que profesan otras religiones. Y de manera especial, ante la presencia creciente de hermanos musulmanes en nuestra tierra andaluza. Para hacernos una idea, en Europa hay actualmente en torno a 25 millones de musulmanes, de los que 4 millones viven en Francia. Es difícil saber los que viven en España, pero su número no deja de aumentar y este hecho  no puede pasar inadvertido a nuestros desvelos pastorales.   El Vaticano II nos dijo que

“Si bien en el transcurso de los siglos han surgido no pocas disensiones y enemistades entre cristianos y musulmanes, el Santo Sínodo exhorta a todos a que, olvidando lo pasado, ejerzan sinceramente la comprensión mutua, defiendan y promuevan juntos la justicia social, los bienes morales, la paz y la libertad para todos los hombres”.

Se trata de un diálogo difícil, pero absolutamente necesario.   Sin embargo, como católicos, no podemos ceder a la tentación de caer en una especie de sincretismo religioso que terminaría minando los fundamentos mismos de toda religión.   Conviene que nos dejemos guiar por los sabios principios de la Iglesia en torno a esta cuestión,  pues como nos dice el Papa,

“El diálogo debe continuar. En la situación de un marcado pluralismo cultural y religioso, tal como se va presentando en la sociedad del nuevo milenio, este diálogo es también importante para proponer una firme base de paz y alejar el espectro funesto de las guerras de religión que han bañado de sangre tantos períodos de la historia de la humanidad”.


2.5. Comprometidos con la promoción de la justicia y del respeto a los derechos humanos.

En su espléndida Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi, Pablo VI presenta la evangelización del mundo contemporáneo en conexión íntima con la justicia. Y es natural, pues como él mismo dice,

“entre evangelización y promoción humana –desarrollo, liberación- existen efectivamente lazos muy fuertes. Vínculos de orden antropológico, porque el hombre que hay que evangelizar no es un ser abstracto, sino un ser sujeto a los problemas sociales y económicos. Vínculos de orden teológico, ya que no se puede disociar el plan de la creación del plan de Redención que llega hasta situaciones muy concretas de injusticia que hay que restaurar. Vínculos de orden eminentemente evangélicos como es el de la caridad”. 

Y después de asentar estos sólidos principios, avisa a todo Pueblo de Dios que proclamar el amor fraterno sin tomarse en serio las cuestiones de la justicia social es señal de que no se ha comprendido bien el Evangelio. En un mundo inmensamente rico, en el que mueren de hambre miles de personas cada día, tenemos que evangelizar con el lenguaje de Jesucristo, con obras y con palabras.   Especialmente si tenemos en cuenta que durante los últimos veinte años no sólo ha aumentado el número de pobres, sino que se ha agrandado el abismo que separa a los unos de los otros.  

Por eso ha insistido también Juan Pablo II en que

“Esta vertiente ético-social se propone como una dimensión imprescindible del testimonio cristiano. Se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo”.

La situación de injusticia y de pobreza nos afecta de una manera especial. No sólo por el doloroso fenómeno de los inmigrantes que llegan cada día –cuando no pierden la vida en aguas del Estrecho –sino porque los pobres están también entre nosotros. Como recordaréis, el estudio que se publicó el año 1996 nos decía que los hogares de la provincia de Málaga que podían considerarse pobres se acercaban al 24 %; mientras que en Melilla, este porcentaje rondaba el 32 %.

Estos hechos dolorosos no pueden quedar ocultos bajo el bienestar de los demás y detrás de los signos de bonanza y de riqueza que se manifiestan en las localidades de la costa.  Pues como enseña también el Papa Juan Pablo II,

“El Señor, mediante la Eucaristía, sacramento y sacrificio, nos une consigo y nos une entre nosotros con un vínculo más perfecto que toda unión natura; y unidos nos envía al mundo entero para dar testimonio, con la fe y con las obras, del amor de Dios, preparando la venida de su Reino y anticipándolo en las sombras del tiempo presente”. 

III. El perfil básico del evangelizador

El Directorio General para la Catequesis, que deberá convertirse en el libro básico de formación y de revisión para cuantos desempeñan algún ministerio eclesial en nuestras comunidades, insiste en que la formación religiosa del catequista debe estar adaptada a las necesidades de este momento histórico en el que nos ha tocado vivir.

“Para responder a él (a este momento histórico), dice, se necesitan catequistas dotados de una fe profunda, de una clara identidad cristiana y eclesial y de una honda sensibilidad social. Todo plan formativo ha de tener en cuenta estos aspectos”. 

Pienso que no me excedo al considerar que lo que se dice aquí del catequista, se puede afirmar con igual derecho de todos los que desempeñan alguno de los restantes servicios o ministerios eclesiales. Por eso me voy a detener en este texto sobre el que he hablado en otras ocasiones, por considerar que tiene una importancia decisiva.


3.1. Dotados de una profunda fe.

Lo primero que se le pide al evangelizador es que sea persona de una fe profunda. Y es natural, porque la fe es vida y se transmite por vía de contagio. De ahí que antes de preguntarnos qué debemos hacer para evangelizar a nuestro mundo, nos debamos preguntar quiénes somos cada uno y quiénes estamos llamados a ser. Pues aunque la Palabra tiene fuerza por sí misma para llegar al corazón del oyente, también es cierto que nuestro mundo presta mayor atención a los testigos que a los sabios, por lo que “la Buena Nueva debe ser proclamada, en primer lugar, mediante el testimonio” , pues “hoy más que nunca el testimonio de vida se ha convertido en una condición esencial con vistas a una eficacia real de la predicación”, y “el mundo exige evangelizadores que le hablen de un Dios a quien ellos mismos conocen y tratan familiarmente como si estuvieran viendo al Invisible”.  

Con palabras de Juan Pablo II, “es importante que lo que nos propongamos, con la ayuda de Dios, esté fundado en la contemplación y en la oración. El nuestro, es un tiempo de continuo movimiento, que a menudo desemboca en el activismo, con el riesgo fácil de ‘hacer por hacer’. Tenemos que resistir esta tentación, buscando ‘ser’ antes que hacer”.  

Ser persona de fe profunda significa, entre otras muchas cosas, haber vivido y seguir viviendo un encuentro profundo con Dios, que se traduce en una confianza renovada en Él y en una mayor fidelidad al Evangelio. Dicho encuentro se realiza de modo privilegiado, aunque no único, en la oración. Especialmente, en la oración comunitaria de la Iglesia que tiene lugar en la Liturgia y alcanza su cumbre y su meta en la celebración de la Eucaristía, pues “de la Liturgia, sobre todo de la Eucaristía, mana hacia nosotros la gracia como de su fuente, y se obtiene con la máxima eficacia aquella santificación de los hombres en Cristo y aquella glorificación de Dios, a la cual las demás obras de la Iglesia tienden como a su fin”. 

Cuando la práctica sacramental y la restante vida de oración del evangelizador es pobre, difícilmente puede transmitir esa pasión por Dios y esa confianza amistosa en Él que caracteriza a la persona creyente. Durante tiempos felizmente superados algunos creyentes albergaban el temor de que la vida de oración los pudiera alejar de su compromiso a favor del hombre. Pero lejos de apartar de la existencia concreta y de la preocupación por los marginados, la participación en la Liturgia es el hontanar inagotable de vida teologal, que se traduce en amor a los más pobres, en compromiso por la justicia y en esfuerzo por llevar a la vida la práctica de los derechos humanos.  


3.2. Con una clara identidad cristiana y eclesial.

Según ponen en evidencia algunos sondeos sociológicos, un notable porcentaje de españoles que se confiesan católicos y practicantes, al ser preguntados sobre sus creencias, manifiestan no creer en aspectos tan centrales de la fe como son la resurrección de Jesucristo, su condición de Hijo unigénito de Dios, la vida eterna y diversos preceptos de la moral católica. Es natural que, estando en esta situación, no se sientan Iglesia ni comulguen con los documentos en los que la Iglesia trata de actualizar la fe de sus miembros y dar respuestas a cuestiones concretas. 

Otras veces se advierte en algunas respuestas una concepción infantil de la fe. Da la impresión de que estas personas no han actualizado ni profundizado el conocimiento del Credo que recibieron en la catequesis de la primera comunión. Y aunque conocen los fundamentos de la fe, la falta de una comprensión de la misma más rica y matizada a la luz de los avances culturales, mantiene a estos cristianos en una actitud de miedo a pensar en la fe que confiesan y a confesarla sin reticencias.

Por otra parte, al no estar insertos en comunidades cristianas vivas y no conocer la realidad de Iglesia sino mediante la imagen parcial y deformada que perciben en los medios de comunicación, parece normal que en lugar de sentirse agradecidos y orgullosos de pertenecer al Pueblo de Dios, experimenten cierto desasosiego cuado tienen que manifestar su condición de católicos. Y si hace unos años era corriente escuchar especialmente a los jóvenes eso de “Jesucristo sí, Iglesia no”, hoy no es raro oír a personas adultas afirmar que son cristianos por libre. El sincero examen de conciencia que realizó el Vaticano II, y que debemos seguir realizando cada generación de católicos,   se ha convertido, para algunos, en una visión parcial y amarga del Pueblo de Dios que los ha impulsado a la desafección eclesial.

Durante los años del Concilio, estas exigencias, la de la propia identidad cristiana y la de la identidad eclesial, llevaron al Pueblo de Dios a profundizar sosegadamente en el conocimiento y en el amor de Jesucristo, del Espíritu Santo y de Dios Padre y a poner la fe trinitaria como el núcleo central de toda catequesis.  Todo ello para que los cristianos se pongan “con nuevo asombro de fe frente al amor del Padre que ha entregado su Hijo, ‘para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna’” y para que eleven “su acción de gracias por el don de la Iglesia, fundada por Cristo como ‘sacramento’,  signo e instrumento de íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano”. Al mismo tiempo, esta gratitud se debe extender “a los frutos de santidad madurados en la vida tantos hombres y mujeres que en cada generación y en cada época histórica han sabido acoger sin reservas el don de la Redención”. 

Y de paso, hay que reconocer los pecados de los cristianos a lo largo de la historia, para pedir perdón de ellos y convertirse.  Es algo que no debe escandalizarnos, pues la Iglesia está compuesta por hombres pecadores. Y cuando le criticaban a Jesús porque acogía a los pecadores, Él dijo claramente que había venido a buscarlos, porque ellos son los que necesitan el perdón y la misericordia de Dios.

Reconociendo sus pecados y pidiendo perdón de ellos con humildad, la Iglesia “sólo desea una cosa: continuar, bajo la guía del Espíritu, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y no para ser servido”.  Y la intención más profunda del Jubileo, recuperando la memoria de los Santos y realizando un profundo examen de conciencia, ha consistido en “confirmar en los cristianos de hoy la fe en el Dios revelado en Cristo, sostener la esperanza prolongada en la espera de la vida eterna (y) vivificar la caridad comprometida activamente en el servicio a los hermanos”. 

Por eso insiste el Papa en que “si quisiéramos individuar el núcleo esencial de la gran herencia que nos deja (el Jubileo 2000), no dudaría en concretarla en la contemplación del rostro de Cristo: contemplado en sus coordenadas históricas y en su misterio, acogido en su múltiple presencia en la Iglesia y en el mundo, confesado como sentido de la historia y luz de nuestro camino”. 

También existe un desconcierto importante en el campo de los criterios morales. Es el tema que aborda el Papa en su encíclica Veritais splendor, en la que, hablando de la fractura entre libertad y verdad, dice:

“Nos encontramos ante una mentalidad que abarca, -a menudo de manera profunda, vasta y capilar- las actitudes y los comportamientos de los mismos cristianos, cuya fe se debilita y pierde la propia originalidad de nuevo criterio de interpretación y actuación para la existencia personal, familiar y social. En realidad, los criterios de juicio y de elección seguidos por los mismos creyentes se presentan frecuentemente –en el contexto de una cultura ampliamente descristianizada- como extraños e incluso opuestos a los del Evangelio”.   

Insisto en este punto porque, a veces, no se percibe con claridad en los miembros de nuestras comunidades esa identidad cristiana que les permitiría disfrutar de la riqueza del Evangelio, sentirse miembros activos y corresponsables del Pueblo de Dios y desarrollar en nuestra historia el dinamismo renovador del Evangelio. Unos, debido a que reducen la grandeza misteriosa del Evangelio a una simple moral muy condicionada por la cultura de hoy; otros, porque tienen una visión muy parcial y distorsionada de la Iglesia; y bastantes, porque no han descubierto todavía la fuerza transformadora y renovadora de la acción de Jesucristo en los sacramentos.


3.3. Dotados de una honda sensibilidad social.

A veces oigo decir a personas serias y sensatas que tienen la impresión de que, en estos últimos años, la Iglesia se ha recluido en los templos. Aunque es evidente que ha crecido la sensibilidad social y el amor preferencial por los empobrecidos, la mayoría de los que se comprometen en favor de los demás lo hace en organizaciones de ayuda que buscan paliar las consecuencias de la injusticia antes que transformar la realidad, que es lo que nos propone el Vaticano II.   Siendo muy loable la tarea de quienes trabajan en estas organizaciones, debemos insistir en que el  apostolado de los seglares, especialmente el asociado, tal como lo entiende el Concilio Vaticano II, apunta en otra dirección. Por eso dice con toda claridad:

“Es necesario, sin embargo, que los laicos asuman, como obligación suya propia la instauración del orden temporal, y que actúen en él de una manera directa y concreta, guiados por la luz del Evangelio y el pensamiento de la Iglesia y movidos por el amor cristiano”.

Necesitamos, pues, más laicos que hagan presente el Evangelio y su dinamismo transformador en la empresa, en los sindicatos, en la política, en la universidad, en el desarrollo científico, en los avances de la bioética, en los medios de comunicación y en las organizaciones ciudadanas.

Es un apostolado difícil, pero no por eso menos necesario. Especialmente ahora, cuando es frecuente escuchar a políticos de signo diverso que la Iglesia no debe inmiscuirse en asuntos temporales, porque, dicen, la fe es una cuestión privada y ha de mantenerse al margen de la actividad política, sindical y profesional de los ciudadanos. Desconocen o simulan desconocer la dimensión pública de la fe, que con tanta energía recalcó el Vaticano II. Y esto es signo de que no tenemos militantes cristianos que, con su vida y su ejemplo, pongan de manifiesto el irrenunciable papel de la Iglesia en la vida económica, política y social.

Entre los retos que se nos plantean hoy a los cristianos, Juan Pablo II, tras insistir en “el esfuerzo que el Magisterio eclesial ha realizado, sobre todo en el siglo XX, para interpretar la realidad social a la luz del Evangelio y ofrecer de modo cada vez más puntual y orgánico su propia contribución a la solución de la cuestión social, que ha llegado a ser ya una cuestión planetaria”, añade que “esta vertiente ético-social se propone como una dimensión imprescindible del testimonio cristiano” y “se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad, ni con la lógica de la Encarnación y, en definitiva, con la misma tensión escatológica del cristianismo”. Pues aunque nadie pone en duda la primacía de la caridad, no se recalca que, en la situación presente, la caridad tiene que convertirse necesariamente “en servicio a la cultura, a la política, a la economía, a la familia, para que en todas partes se respeten los principios fundamentales de los que depende el destino humano y el futuro de la civilización”.  

Pero esta rica doctrina de la Iglesia es muy poco conocida por el Pueblo de Dios. En primer lugar, porque cuando salen a la luz los documentos de este tipo, los medios de comunicación no manifiestan interés en dar a conocer su contenido. Y luego, porque no hemos sabido descubrir la forma de darlos a conocer a los fieles. Sólo algunos movimientos apostólicos se ocupan asiduamente de este cometido, pero su loable empeño llega a muy pocos cristianos.

IV. LA PARROQUIA, EL ÁMBITO MÁS INMEDIATO DE LA EVANGELIZACIÓN

Durante los últimos años se ha realizado una rica reflexión teológica y pastoral sobre la parroquia.  Y como decía uno de los ponentes en el Congreso sobre Parroquia Evangelizadora, “basándonos en diversos estudios que se han realizado últimamente sobre la parroquia y en la observación de muchos que trabajan en el campo parroquial, comprobamos que la parroquia tiene una misión insustituible en la Iglesia: porque es necesaria una manifestación concreta de la Iglesia en la totalidad armónica de sus funciones (...). Porque la territorialidad asegura la catolicidad real y la continuidad, mejor que la libre adscripción (...). Porque es un lugar próximo y abierto a todos para la iniciación cristiana (...). Porque sigue siendo la estructura eclesial que entra en contacto con mayor número de personas”. 

Convencido de que estas apreciaciones son correctas, voy a comenzar centrando mi atención en la parroquia, como lugar privilegiado en el que convertir en realidad vivida cuanto he dicho. No es mi intención analizar la realidad de la parroquia ni profundizar en lo que debe ser para dar respuesta a nuestra situación presente. Me limito a algo mucho más modesto, fruto de la observación y de los ricos diálogos que tengo con seglares, sacerdotes, religiosas y religiosos cuando voy realizando la visita pastoral. Os lo ofrezco a modo de sugerencias y de horizonte hacia el que debemos caminar.

Pero quiero añadir alguna observación sobre la parroquia que considero pertinente. En primer lugar, se comete un error cuando se la contempla y se la trata como una realidad aislada del contorno humano y eclesial. La experiencia de los últimos años nos ha manifestado con generosidad que hay que concebir la parroquia como una célula vida del Arciprestazgo. Y esto quiere decir que su programación y su estilo de trabajo no pueden prescindir de las parroquias vecinas; y mucho menos, actuar en contra de lo acordado mediante un diálogo leal y abierto, en el que deben participar también un buen número de representantes seglares. Esto no significa que todas deban seguir el mismo ritmo, pues cada una tiene su propia personalidad y sus posibilidades, pero sí que debe caminar en la misma dirección en que lo hacen las demás, de acuerdo con el Proyecto Pastoral Diocesano.

Volviendo a la parroquia como tal, os ofrezco algunas sugerencias que considero importantes. 


4.1. La parroquia, escuela de formación doctrinal.

Cuando visito a las parroquias, le suelo dar gracias a Dios por la notable presencia de seglares que tienen clara su condición de miembros activos y responsables de la Iglesia y aportan su tiempo y su carisma a la misión evangelizadora. En ellos se pueden comprobar, en diferente medida, las tres características del evangelizador que acabo de analizar. Pero en una sociedad tan cambiante como la actual, hay que intensificar la formación de quienes están trabajando pastoralmente y, de paso, preparar a las nuevas generaciones. De ahí la importancia de que cada parroquia o grupo de ellas disponga, según sus posibilidades, de planes de formación y de ofertas diferenciadas.

Pienso que también entre nosotros se tienen vigencia estas lúcidas palabras de K. Lehmann:

“La transmisión de las verdades religiosas está entre nosotros particularmente debilitada. Más aún, para decirlo realísticamente, está interrumpida... Por todas partes, en el mundo, la transmisión de la fe y de los valores morales que proceden del Evangelio, a la generación próxima (a los jóvenes) está en peligro. El conocimiento de la fe y el reconocimiento moral se reducen frecuentemente a un mínimo”.

Comprendo que siempre será una minoría de los miembros la que pueda seguir procesos catequéticos de solvencia y hondura, pero esas personas serán luego el fermento de la comunidad parroquial: mediante la educación de los propios hijos, el desempeño de ministerios laicales en la parroquia, la militancia en diversos movimientos apostólicos o el apostolado personal. Por supuesto que el número tiene su importancia, pero no olvidemos que el Reino de Dios brota en la insignificancia, como el grano de mostaza. Además de las catequesis pre-sacramentales, que están ya implantadas en casi todas las parroquias, sería conveniente que la parroquia pudiera ofrecer estos tres servicios básicos: Estudio de la Biblia, Catecumenado de Adultos y Lectura de los signos de los tiempos. Y se debe procurar que cada uno de estos servicios tome  la palabra formación en el sentido en que la entiende la ponencia que se presentó en el Consejo Pastoral Diocesano. 

1) Estudio de la Biblia. Algunas parroquias, también en poblaciones pequeñas, han iniciado y continúan esta experiencia. Es una manera valiosa de poner a nuestros fieles ante la Palabra de Dios. Si pretendemos que proclamen el Evangelio con obras y con palabras, es necesario que conozcan la Biblia, que aprendan a manejarla con alguna soltura y que lean y mediten en familia la Palabra. Pues resulta un contrasentido que no conozcan de manera directa la Escritura, a pesar de que “la palabra de Dios posee tan gran fuerza y virtud, que ella es sostén y vigor de la Iglesia, y para los hijos de la misma Iglesia, fortaleza de su fe, manjar del alma y fuente pura y perenne de vida espiritual”.  

A veces da la impresión de que no tenemos en cuenta que la “la contemplación del rostro de Cristo se centra sobre todo en lo que de Él dice la Sagrada Escritura que, desde el principio hasta el final, está impregnada de este misterio, señalado oscuramente en el Antiguo Testamento y revelado plenamente en el Nuevo, hasta el punto de que San Jerónimo afirma con vigor: ‘Ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo mismo”. 
Hoy existen materiales de estudio adecuados para situaciones muy diversas y hay Diócesis españolas en las que el estudio de la Biblia está siendo ya el mejor alimento de la fe del Pueblo de Dios. La riqueza y la fuerza de la Palabra de Dios es un tesoro que la mayoría del pueblo cristiano no ha descubierto todavía, y si no le acostumbramos a leer, a entender, a meditar y a saborear este tesoro, le privamos de un lugar privilegiado de encuentro con Dios y de un medio especialmente útil para alimentar su fe. Es verdad que ya recibe el pan de la Palabra en la celebración de los sacramentos, especialmente cuando las lecturas van seguidas de la correspondiente homilía, pero hay que ofrecerle nuevas posibilidades para que asimile y digiera ese alimento.

“Es necesario, en particular, dice el Papa, que la escucha de la Palabra se convierta en un encuentro vital, en la antigua y siempre válida tradición de la ‘Lectio divina’, que permite encontrar en el texto bíblico la palabra viva que interpela, orienta y modela la existencia”.   
       
2) Catecumenado de adultos. Me refiero a la presentación actualizada, sistemática y viva de las verdades centrales de la fe católica. Es la gran intuición que movió a elaborar el Catecismo de la Iglesia: la formación del Pueblo de Dios, que le permitiera mantener su identidad católica. Pero la lectura personal del Catecismo no está al alcance de todos y no es posible para la mayoría de nuestros fieles.

El Directorio General de Catequesis señala la importancia de recuperar la iniciación cristiana en un mundo como el nuestro. Es algo en lo que también venimos insistiendo hace tiempo los Obispos de Andalucía. Es el mínimo a que tiene derecho toda persona creyente. Desde esta óptica,

“La catequesis es una formación básica, esencial, centrada en lo nuclear de la experiencia cristiana, en las certezas más básicas de la fe y en los valores evangélicos más fundamentales. La catequesis pone los cimientos del edificio espiritual del cristiano, alimenta las raíces de su vida de fe, capacitándole para recibir el posterior alimento sólido en la vida ordinaria de la comunidad cristiana”. 

Aparte de que no debemos dar por supuesta en los cristianos de hoy esta formación básica, el empuje de las sectas, la seducción que ejerce en muchos creyentes la propuesta de llegar a una especie de sincretismo religioso y la necesidad perentoria de mantenerse en diálogo con la cultura actual exige a nuestros fieles una formación permanente que no suele recibir la mayoría. Además, la forma desfasada de comprender y de presentar las verdades centrales de la fe que tienen muchos de ellos, incluso personas con estudios superiores,  les impide participar en el diálogo con la cultura actual en que tanto insisten los documentos del Magisterio,   y no les permite dar a los demás ni a sí mismos razón de su esperanza. (1P, 3,15). Seguramente ésta es una de las causas que induce a numerosos no creyentes a decir que la fe es una actitud irracional, sin ningún fundamento que la presente como intelectualmente responsable.

En un mundo tan ilustrado y crítico como el nuestro, la fe del carbonero ya no sirve, pues está desfasada y desvalida frente a las exigencias normales de la razón humana. Es verdad que la fe en un don divino, pero así mismo es cierto que este don va destinado a un ser inteligente y responsable, a quien Dios no pide que abdique de su condición humana. Es el gran mensaje de la encíclica de Juan Pablo II Fides et ratio.

También en este aspecto son maestros los Padres de la Iglesia, cuyas catequesis nos enseñan que, en un contexto cultural muy ajeno y adverso al Evangelio, descubrieron que la formación teológica del Pueblo de Dios era la forma mejor de apostar por el futuro. Sólo así pondremos cimientos sólidos a la Iglesia de hoy y de mañana: ayudando a las comunidades cristianas a conocer su fe, a armonizar su visión cristiana del hombre y del mundo con la que nos ofrecen las ciencias y a llegar a esa comprensión de los misterios que el Vaticano I tildó de modesta y fructuosísima a la vez. 

Una comunidad que carezca de formación y no ponga los medios necesarios para adquirirla se sentirá acomplejada ante el impresionante desarrollo del saber profano y se verá obligada a rehuir el diálogo con los creyentes de otras religiones y con los no creyentes. Una actitud que parece la menos apropiada en un mundo en el que se busca cada día con más ahínco la razón de nuestras decisiones y en el que el pluralismo, incluido el religioso, se acrecienta sin cesar.  

3) Lectura de los signos de los tiempos. En nuestro mundo plural, pero controlado por los dueños de los medios de comunicación, la voz de la Iglesia nunca llega al pueblo con la hondura y con el rigor necesarios. Sólo llegan fragmentos de la misma, casi siempre sacados de contexto y, con frecuencia, sometidos a interpretaciones arbitrarias. Basta con estar atentos a problemas graves que están en el ánimo de todos.

En cuestiones tan serias y complejas como son el aborto, la eutanasia, la clonación de seres humanos, la presunta explosión de la población mundial, la globalización de la economía y otras semejantes, a la mayoría de los cristianos no les llega la voz de la Iglesia ni sus razones. Y la presentación sesgada de los hechos por parte de una mentalidad que no comparte los valores cristianos, que ofrece todos los apoyos a la propia posición y oculta o deforma las razones del otro, termina por minar la confianza de numerosos cristianos en la Iglesia y sus razones de peso. La impresión que la gente percibe de esta presentación sesgada es que la Iglesia es un freno a todo lo que sean los nuevos descubrimientos, y que no tiene más apoyo racional que su oscurantismo y sus miedos.

Comprendo que la cuestión es difícil, pero tal vez nos faltan imaginación y reflejos para buscar algún tipo de respuesta a estos desafíos. Y me pregunto si la parroquia no será el lugar adecuado para organizar mesas redondas y conferencias que presenten a los fieles la verdadera doctrina de la Iglesia y la seriedad de sus razones. Dada la gran diversidad de situaciones, cada comunidad tendría que desarrollar algún medio para ayudar al Pueblo de Dios a leer e interpretar los signos de los tiempos y para conocer las razones que avalan la doctrina católica. Sólo así podremos reconciliar con la Iglesia la fe de numerosos creyentes que se declaran católicos y, sin embargo, no aceptan como parte integrante de su fe aspectos fundamentales del dogma y de la moral católica que les propone el Magisterio.

La verdadera apertura a los signos de los tiempos no consiste en asumir aquello que propugna el más osado, sino en conocer con rigor, analizar con hondura, dialogar y decidir según los dictados de una conciencia rectamente ilustrada y comprometida. Es una tarea en que ha dado excelentes frutos el método de trabajo de los movimientos apostólicos que se conoce como “revisión de vida”. Quizá habría que recuperar su impulso transformador a la hora de abordar los acontecimientos presentes a la luz del Evangelio.


4.2. La parroquia, escuela de oración

La historia de las religiones nos enseña que la oración es un elemento fundamental de toda actitud religiosa y que si calla la oración, Dios desaparece de la conciencia del hombre. Y es normal, porque la fe es entrega confiada y amistosa, por lo que encuentra en la oración su alimento y su expresión más profunda.

No es posible conservar una amistad si no se cultiva el trato con el amigo. Y en el caso de la oración evangélica, es un trato en el que tiene primacía la actitud de escucha, pues lo más característico del cristianismo es que Dios ha salido a nuestro encuentro y nos ha hablado. En los tiempos antiguos, nos habló de diferentes formas y por los medios más diversos;  y en estos últimos tiempos, nos ha hablado en su Hijo Jesucristo (cf Hbr 1, 1-2). Ante esta iniciativa divina, la postura correcta del hombre es la escucha, que nos adentra contemplativamente en el Misterio divino y nos devuelve luego al mundo con la mirada y con los sentimientos de Dios. Por eso afirmamos que la oración no sólo no nos aparta del compromiso con el hombre, sino que nos lleva a él con toda radicalidad.

El Papa Juan Pablo II nos acaba de decir que “nuestras comunidades cristianas tienen que llegar a ser auténticas ‘escuelas de oración’, donde el encuentro con Cristo no se exprese solamente en petición de ayuda, sino también en acción de gracias, alabanza, adoración, contemplación, escucha y viveza de afecto hacia el arrebato del corazón”.  Y es que ninguno de nosotros nace sabiendo orar, sino que la oración requiere un aprendizaje y unas condiciones materiales que no se suelen dar en todas partes. De ahí la importancia de convertir nuestras parroquias en “escuelas de oración”.

1) El aprendizaj

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