DiócesisCartas Pastorales Mons. Dorado

Esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva

Publicado: 02/12/2007: 1161

Tengo la impresión de que, en la sociedad española, el hombre está inmerso en una crisis de esperanza. Por eso vive volcado en el presente y se conforma con los placeres que puede disfrutar mientras se lo permite la salud. Seguramente de ahí brotan la tendencia a ocultar todo lo relacionado con la muerte y la escasa valoración de la vida de las personas enfermas y de los mayores. Porque la falta de esperanza se traduce en falta de amor.

El tiempo litúrgico de Adviento, que comienza hoy, nos llama a vivir con esperanza y contagiar esta actitud a los demás. No podemos olvidar que, junto con la fe, es la fuerza que sostuvo y guió al pueblo de Dios en medio de vicisitudes históricas muy difíciles; ni que el cristianismo es fundamentalmente esperanza: una mirada y una apertura al futuro, que transciende el presente, aunque sin desentenderse de él. Durante las primeras semanas de Adviento, la liturgia nos recuerda que esperamos unos cielos nuevos y una tierra nueva donde habite la justicia, en el seno de Dios Padre. Pero esos cielos y esa tierra nueva no están situados “más allá”, sino que se abren paso en el corazón del creyente, cuando éste se deja transformar por el Espíritu. Por la resurrección de Jesucristo, están presentes “ya” en el corazón del hombre y en nuestras comunidades, aunque su plenitud “todavía no” haya llegado. Y afirmamos que la esperanza es una virtud “teologal”, porque procede de Dios y en Él hunde sus raíces.

Como enseña el Vaticano II, la fe en Dios no se opone a la grandeza del hombre, sino que la fundamenta y la hace posible. Tampoco nos aleja de nuestros compromisos con esta tierra, pues creados a su imagen y semejanza, hemos sido llamados a “la comunión con Dios y a la participación de su misma felicidad”, pero esta “esperanza escatológica no disminuye la importancia de las tareas terrenas, sino que más bien proporciona nuevos motivos de apoyo para su cumplimiento. Cuando, por el contrario, faltan el fundamento divino y la esperanza de la vida eterna, la dignidad del hombre sufre gravísimas lesiones, como consta muy a menudo hoy, y quedan sin solución los enigmas de la vida y de la muerte, de la culpa y del dolor” (GS 21).

La esperanza evangélica no se limita a la espera, sino que es el impulso interior que procede de lo alto y que nos lanza hacia el futuro que anhelamos. En primer lugar, hacia el futuro personal. En este sentido, es una llamada apremiante a desarrollar las cualidades o “talentos” que Dios nos ha confiado, una llamada a la santidad. Como dice san Pablo, a ser santos por el amor. Por su parte, la desesperanza destruye la energía creativa que recibimos en el bautismo, para que seamos santos y edifiquemos un mundo más evangélico.

Esta esperanza personal nos permite irradiar el “nuevo ardor” del que nos decía Juan Pablo II que es un elemento básico para la evangelización. Precisamente porque vivimos en un ambiente cultural que sólo se preocupa de las cosas de esta tierra, urge que anunciemos con palabras y con obras a Jesucristo. Nuestro amor a los empobrecidos, a los sin techo, a los enfermos crónicos y a los que nada valen para la sociedad de consumo es una forma de denuncia de un mundo sin Dios y el anuncio de que creemos en el hombre porque creemos en Dios. Es nuestra manera de aportar esperanza y de apostar por el futuro: el amor a los que no son rentables a los ojos de la sociedad del bienestar.

Os animo a leer y meditar los textos de la liturgia de este tiempo, porque cuando nos hablan de conversión, nos estén llamando a un deseo ardiente de Dios, a un compromiso eficaz por la justicia y a un servicio entrañable a los pobres. El otro rostro de la esperanza.

+ Antonio Dorado Soto,
Obispo de Málaga

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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