DiócesisCartas Pastorales Mons. Buxarrais

«Nadie me sirve de guía»

Publicado: 00/06/1982: 847

Carta Pastoral sobre las sectas (1982)

 Queridos diocesanos:

Comparto la preocupación de muchos de vosotros al constatar, entre otros, los dos grandes problemas que la diócesis de Málaga tiene sin re­solver son: la falta de evangelizadores y la confusión entre evangelizados, a causa de grupos propensos al sectarismo.

Cuando en 1972 el Instituto Sociológico de Pastoral Aplicada llevó a cabo una encuesta con rigor científico sobre la realidad socio-religiosa en Málaga, nos ofreció un dato capaz de sobrecoger al cristiano menos sensible. Me refiero al hecho de que en la Diócesis sólo el 40% tenía un conocimiento, más o menos aproximado, del Dios revelado por Jesucris­to. El 60% restante se dividía entre los que tienen ideas confusas o equivoca­das sobre la trascendencia divina, los indiferentes y los ateos. Por tanto, lo que hace años se dijo de Francia, podría decirse también hoy de nuestra provincia: Málaga, país de misión.

No sin motivo, los temas de oración, reflexión y acción apostólica que nos ofrecen los Encuentros del Pueblo de Dios en nuestra Diócesis, plantean la evangelización como primera exigencia en nuestra comuni­dad.

Pero, aunque es urgente, no es el tema de la evangelización al que quiero referirme. A través de esta carta os invito a reflexionar conmigo sobre los grupos con tendencias sectaristas que aparecen aquí y allá, fue­ra y aun dentro de la Iglesia malagueña.

Movimientos sectarios

Antes de seguir adelante, es necesario precisar el término que ex­presa la idea central de esta carta. Me refiero al sectarismo.

Por movimiento sectario se puede entender comúnmente a un gru­po de personas que siguen y defienden una doctrina particular, desgaja­da o restrictivamente entendida dentro del contexto de una doctrina ge­neral, religiosa o filosófica.

A veces el aspecto parcial de la doctrina a la que me refiero, puede contener dosis de verdad; pero, al separarse del conjunto de verdades y pretender lo absoluto en contra o aparte del todo, resulta peligrosa, si no falsa.

Casi todas las sectas tienen sus líderes fanáticos que defienden lo suyo con apasionamiento irracional y agresivo, capaz de pisotear cual­quier derecho ajeno.

La historia de la Iglesia está salpicada toda ella de intentos sectarios, en contra de la cosmovisión total y radical que nace del evangelio procla­mado por Jesucristo y encomendado a la comunidad cristiana, servida y presidida por sus legítimos pastores.

A todos nos acecha el peligro

El aumento de grupos y movimientos sectarios, más o menos seudo­religiosos, es uno de los fenómenos más notables de nuestro tiempo.

Los católicos tenemos el peligro de calificar y acusar fácilmente como sectarios a los grupos cristianos que se dan fuera del ámbito de nuestra Iglesia. En esto, como en tantas otras cosas, debemos proceder con caute­la. Porque una cosa es una Iglesia cristiana no-en-plena-comunión con la Iglesia Católica, y otra cosa totalmente diferente, el grupo-secta. Además debemos ser humildemente conscientes de que también en el seno de nuestra misma comunidad puede darse el fenómeno sectarista.

Sea como fuera, son muchos los que se debaten entre la confusión y la angustia, sin saber cómo reaccionar ante esta avalancha extraña y sorprendente.

Todo ocurre, a veces, de un modo rápido e inesperado: la hoja suel­ta, una entrevista «casual» en la calle, la visita a domicilio, la invitación a una reunión,... Y, después, los resultados: enfrentamientos en casa, rup­tura de amistades, silencios sospechosos, marcha del hogar…, sin que todo esto sea la disensión a la que, a causa de Jesús, puede darse en una familia.

El problema es serio. Debemos reconocerlo sin ambigüedades.

Desde la información exacta, el sentido común y la fe católica de­searía, si fuera posible, presentar breve y lealmente algunas orientaciones que ayuden a iluminar criterios y actitudes realistas, para evitar el peligro que nos acecha. No es otra mi intención. Lejos de mí enjuiciar o herir a nadie, instigando una campaña inútil y estéril. Sólo Dios es juez de con­ciencias e intenciones.

Tampoco me atrevo a concretar, definir o «dogmatizar» en algo tan complejo, variado y discutible. Pero, ante la siembra pertinaz de ideas asombrosamente ingenuas y equívocas, no puedo permanecer callado, ni, tolerar sin más, ciertos métodos discordantes, empleados en la difu­sión y captación de «prosélitos».

Una carta no tan imaginaria

Una carta no tan imaginaria podría ser la siguiente:

“...llevamos casados veinte años. Hemos intentado educar a nues­

tros hijos del mejor modo posible. Ahora nos encontramos que

uno de ellos nos ha dejado para irse a un apartamento, uniéndo­

se a cierto grupo «cristiano». Nos dice que es feliz: ha dejado la

droga, ha encontrado a Cristo, se siente salvado... Ahora conoce

la Biblia sin alteraciones. Ha logrado un verdadero compañeris­

mo y siente una profunda alegría.

No sabemos qué hacer. Por favor, ¡Ayúdenos!».

Muchos padres podrían contarnos experiencias parecidas. Por una u otra razón, sus hijos han pasado a engrosar las filas de grupos juveniles surgidos en las tres últimas décadas. Están implicados centenares de jó­venes entre los 15 y 25 años. Un día alguien les presentó ideales objetivos y formas de vivir totalmente ajenos a los de sus padres y amigos. No los enumero, aunque es fácil saber su nombre. La mayor parte han sido ex­portados de los Estados Unidos.

Pero, como dije antes, no cometamos la simplicidad de creer que nuestra misma comunidad católica está inmune de semejantes grupos y movimientos. Según los sociólogos de la religión, este fenómeno es fruto de determinados momentos históricos, a los que ni siquiera nosotros po­demos sustraernos.

Algunas reflexiones

Los fenómenos sectarios aparecen siempre como protesta en perío­do de crisis cultural, social y religiosa. Hoy nacen de la frustración de muchos, sobre todo jóvenes, inadaptados ante el tipo de sociedad cambiante y «sin-norte» en que vivimos. Sienten inquietud y no quieren ir a la deriva. Desean evadirse de una sociedad incapaz de llenarles, que, ante un seudo-pluralismo, niega la existencia de valores absolutos y man­tiene la igualdad de opinión y opción ante cualquier oferta de nuevas doctrinas.

Los grupos y movimientos a los que me refiero, prometen la ver­dad sin diluir; dan respuestas claras; ofrecen soluciones concisas y fáciles a los problemas más complejos de la vida y señalan con autoridad y fanáticamente un camino único y definido. Ante una cultura moderna que pretende racionalizarlo todo, ellos adoptan una descarada actitud frente al intelectualismo, dando gran importancia a cuanto sea emoción y sentimiento. Por otra parte, mientras lo ponen todo en duda y atacan las costumbres que facilitan la sana convivencia entre distintos grupos sociales, exigen, al menos en lo exterior, una ética estricta y rígida disci­plina.

No se puede negar, sin embargo, que estos mismos grupos llevan a cabo algunas acciones claramente positivas, como por ejemplo: recupera­ción de drogadictos y alcohólicos, asistencia y atención individual, interiorización de la persona, etc. Todo esto con gran abnegación por par­te de sus adeptos.

No es oro todo lo que reluce

Todo lo anterior, y más que pudiera añadir, es un hecho innegable: estos grupos responden a un hambre de algo más trascendente, al mis­mo tiempo que se constituyen en una viva protesta contra el consumismo egoísta y material.

Debemos someter también este fenómeno a una reflexión básica desde la fe. ¿Qué pretenden, de verdad, estos movimientos, o al menos, la mayoría? ¿Qué se oculta en el núcleo de este sectarismo más o menos totalitario, del género que sea? Porque junto a lo que contienen de positi­vo, se presentan, a mi juicio, síntomas preocupantes que parecen atentar directamente contra la libertad de pensamiento, sin la cual no puede ha­ber libertad de opción espiritual.

Se detectan en estos grupos, cualesquiera que sean, de derecha o de izquierda, las siguientes características, entre otras, todas ellas basadas en claras técnicas de coacción psicológica:

Algunas características de los movimientos sectarios

. separación y aislamiento físico y mental

. sugestión y dinámica estrecha de grupo, con prácticas y objeti­vos más o menos secretos

. martilleo constante del subconsciente con frases, palabras, citas, cantos, recitaciones, folletos, hojas, sermones, casetes, películas...

. rechazo o sustitución de valores, como son: familia, amigos, creen­cias tradicionales, sociedad... Así por ejemplo en casos de droga­dictos, de fugitivos... a quienes, por otro lado, han logrado ayu­dar positiva y eficazmente

. culto a la personalidad de un «leader» más o menos carismático que controla criterios y pide dedicación y aceptación plena. Se admiten pocas preguntas y controladas, manipuladas, diríamos, dentro de un sistema de «noria»

. sentido de fuga de la realidad y responsabilidad hacia la socie­dad en general con exclusivismos y horizontes limitados indivi­dual y colectivamente

. soluciones rígidas, simplistas y pobres tanto religiosas como morales y sociales a los problemas personales y de la sociedad

. fomento de un misticismo infantil, y a veces afectado, poco na­tural y flexible, vacío y falto de humor

. cierta intimidación y angustia ante resultados flojos de propaganda

o proselitismo

. una atmósfera de intimidad, cariño y sentimentalismo, que se nota incluso al exterior en la forma de presentarse, de vestir, ha­blar, cantar, orar, etc.

Estas y otras características producen una impresión penosa de «la­vado de cerebro» y la supresión, más o menos consciente, de la persona­lidad y capacidad de decisión. Esto, a su vez, conlleva a un endureci­miento de mente y voluntad, resultando en una auténtica marginación, en un obstinado y radical encerramiento en sí mismo y en un subjetivismo miope y peligroso. Se ha dicho que, al unirse a una secta, uno da un paso importante. Lo malo es que no sabemos hacia qué dirección. Por lo me­nos, no parece que sea hacia la vida integral.

A propósito evitaremos entrar en otros campos igualmente ambi­guos en la actividad de estos grupos: económicos, cultural, político....

¿Qué pensar y qué hacer?

Recuerdo una cita de los Hechos de los Apóstoles en la que un no­ble etíope le hace una pregunta muy seria al apóstol Felipe, al interrogarle éste si entendía lo que iba leyendo del profeta Isaías: «... ¿cómo voy a poderlo entender si nadie me sirve de guía?» (Hch 8,30-32).

Cuando una luz roja parpadea en el cuadro de mandos, es señal evidente que algo no funciona. En nuestro caso, el farolillo rojo de alerta se ha encendido hace tiempo. En varias naciones surgen incluso interpelaciones parlamentarias, intentos legales de poner coto a lo que se sospecha es algo más que fenómeno religioso de «sectas». Aun en España se comienza a dar señales de alarma, aunque no todas las que sería me­nester. Es verdad, pero... y aquí me hago una pregunta: ¿no será que estos fenómenos sectarios ocurren al no funcionar algo en cada uno de nosotros y en toda la sociedad civil y eclesial? ¿Cómo puede la gran masa entender una serie de problemas éticos, morales, religiosos... si nadie sir­ve de guía?

Es necesario estar alerta y vigilantes. No tomemos el fenómeno de estos movimientos, fuera y dentro de la Iglesia Católica, ni por lo trágico ni a la ligera, sino muy en serio. Por supuesto, hay que animar y respal­dar todo lo bueno y positivo que hay en estos grupos, más aún, aprender de su celo y espíritu de trabajo y dedicación. Pero, hay que saber respon­der; si es necesario, defenderse; y no tanto corregir, como prevenir. La mejor forma de oponerse no es, por descontado, con otro fanatismo de signo contrario, sino educando a personas responsables, conscientes de que al progreso se accede de modos diversos, multiplicando los puntos de vista y sin encasillarse en una sola perspectiva limitada.

«Mea maxima culpa»

Debido a un factor inexorable, -crecimiento y número-, la Iglesia ha perdido el calor familiar y personal de la primitiva comunidad cristia­na. Es un hecho histórico, producto de la masificación; problema grave, al que urge buscar una no fácil solución.

La “secta” o el “movimiento sectario”, como he indicado más arri­ba, juega con ventaja; lleva consigo un conocimiento, una convivencia mutua que hace menos difícil cumplir más o menos desinteresadamente el mandamiento nuevo del amor. Hay que recobrar este estilo y hacerlo eclesial. No sectario. ¿Cómo? Aquí está el núcleo, el meollo de toda la cuestión. Todos, sin excepción, debemos poner la mano sobre el pecho, reconociendo sin complejos nuestra culpabilidad compartida.

Seamos sinceros. Por la variedad y extensión de la labor, los que servimos a la comunidad en el ministerio, no podemos mostrarnos verdaderos «padres en Cristo», siendo fermento para la comunidad-fa­milia. Nuestras comunidades no son verdaderamente fraternales, acoge­doras, preocupadas. ¿Qué ofrecemos a la juventud en forma de ideal y de mística dignificante? La formación bíblica, dogmática y moral del co­mún de nuestros fieles merece una mala calificación. Los servidores de la comunidad, los pastores debemos reconocer nuestra culpa. Así nuestra fe, cimentada sobre arena, no produce las obras que demanda el Sermón de la Montaña.

Nuestro sentido de misión es tan limitado que no va más allá de los cristales de nuestras ventanas. Damos la impresión de no confiar en lo maravillosa que es nuestra fe, que merece la pena vivirla juntos en pleni­tud. ¿No somos en la práctica los herederos de aquella comunidad cuyo santo y seña era “un sólo corazón y una sola alma” y de quienes se decía: “Ved cómo se aman”? Hay excepciones, por supuesto. Pero, en este caso, no hacen sino probar la regla. Nuestra oración es tan volátil que se esfu­ma al sonar de la radio, la televisión y el tocadiscos. Cuando se nos habla de silencio y vida interior, parece que oímos cosas de otro planeta. ¿Qué sentido tienen para nosotros los sacramentos, sobre todo la Eucaristía? ¿Qué conocemos de los carismas, de los dones del Espíritu Santo, que están allí plantados dentro de cada uno, y con solo quererlo nosotros, dispuestos a brotar en primavera esplendorosa y vital? Todo esto duele y escuece.

Quiero ser, por otra parte, plenamente consciente y realista. No podemos perdernos en lamentaciones o ilusiones utópicas. Ante la reali­dad lisa y llana, ante este anémico complejo de apatía, indiferencia y falta de formación, no es lícito extrañarnos que pululen por todas partes gru­pos y fenómenos más o menos sectarios, y que nos lleguen cada día noti­cias de las actividades proselitistas que desarrollan con éxito, no sólo en la Diócesis, sino en toda nuestra Patria.

Resumiendo

Creo que todo cuanto llevo escrito podría concentrarse en un lla­mamiento acuciante a todos a una evangelización y catequesis continua; a una revisión de nuestra fe personal, humilde, dócil, instruida, fiel a Cristo Maestro y a su Iglesia; a una fe vivida en compañía de hermandad auténtica y universal. En palabras de San Pedro es menester “estar dis­puestos en todo momento a dar razón de nuestra esperanza a cualquiera que nos pida explicaciones” (I Pd. 3,15).

Como obispo, me siento gravemente urgido a hacer esta llamada. Soy el primero en abrir mi corazón con la misma preocupación del gran­jero de la parábola del Evangelio, cuando le fueron a decir que, junto con la espiga, había nacido también la cizaña... ( 13, 26-30).

¡Sintámonos todos interesados! Desde el primero al último. En la comunidad todos cuentan. Y a los padres y aquellos que están alarmados

o afectados en su propia familia por este problema os pido: uníos, venid con vuestras sugerencias prácticas. Queremos respaldaros.

Para terminar, quiero dar una palabra de consuelo y aliento: trasla­dad a vuestros hijos y amigos la seguridad, el amor, la confianza, la felici­dad, la libertad y el diálogo que necesitan, y que nos ofrece la fe celebrada y vivida en la comunidad cristiana.

La angustia, inseguridad y falta de amor que sienten muchos, pro­vienen demasiadas veces de la ignorancia de las verdades de nuestra fe, y de no estar en paz consigo, con los demás y con Dios. Si entre todos formamos una comunidad abierta y fraternal, se habrá dado un paso vital contra todo sectarismo. Seguirá habiendo cizaña, -es ley de vida-, pero la espiga abundará más, dando sus granos de verdad de bien para la plenitud creciente del Reino de Dios.

Málaga, Junio de 1982. 

Autor: Mons. Ramón Buxarráis

Más artículos de: Cartas Pastorales Mons. Buxarrais
Compartir artículo