Sentado en aquel banco, me preguntaba dónde podría ir. Tanto tiempo anhelando la libertad y, cuando la tenía, no me sentía digno de ella.
Arrastraba conmigo la condena, la culpa, el arrepentimiento que de nada servía. No podía volver a casa, allí no querrían la caricia de las manos que tanto robaron.
Un mendigo comía en el banco de al lado, miré el bocadillo que en otro tiempo no hubiera dudado en quitarle. Él se acercó y me lo tendió. Con todo el daño que había hecho, ¿cómo alguien que no tenía nada podía ofrecerme ayuda?
-El perdón te hace libre.
Lo apuramos juntos y me fui.

La puerta se abrió. Mi mujer, sorprendida, sonrió y me regaló su abrazo.