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Diario de una adicta (XL). La decisión

Publicado: 30/12/2016: 3222

No sé las razones psicológicas o neurológicas, pero ocurrió un hecho que me desencadenó una reacción interiormente violenta y que precipitó ensanchar el camino de mi recuperación.

Ese día, mi hermano había ido a por la dosis, que ya era semanal, y parece que tuvo algún tipo de problemas, porque cuando llego a casa me dio un beso y estaba, en contra de su costumbre, como si no quisiera hablar conmigo. Le cogí la mano y le pregunté si había pasado algo. Me dijo que nada, pero su voz la tenía temblorosa y al verlo con los ojos un poco llorosos lo abracé para que me contara, pero no pudo ser. Nada más salir del cuarto, apreté los puños, y con rabia y decisión exclamé: -¡esto se acabó!-, y resolví dejar el consumo, sin más. No volvería nunca a consumir pasara lo que pasara. No comuniqué esta resolución a nadie.

Yo no volví a tocar el tema, pero lo veía un poco frío y le notaba su tristeza cuando me daba la droga, pero su comportamiento conmigo seguía siendo delicado, afectuoso y respetuoso Durante tres semanas, en que mi hermano puntualmente me traía la papelina, mantuve en silencio una abstinencia que sorprendentemente no me estaba resultando nada difícil.

Cuando mi madre me dijo que por la tarde nos íbamos a reunir para celebrar mi cumpleaños, se me encendió una luz y me dije que era la ocasión para dar el do de pecho y poner la piedra angular sobre la que edificar la reconstrucción afectiva, que tenía como primer objetivo saldar una importante deuda. Llegó mi padre del trabajo y preparamos la mesa para la merienda cena. Mi madre me echó a la habitación hasta que llegara mi hermano. Ya me avisaría, pues quería colocar los regalos, poner las velas y  preparar las sorpresas; era el primer cumpleaños a celebrar, después de algunos años que, para mí, fueron siglos. Cuando me avisaron para que entrara en el salón, que estaba casi a oscuras y con una tarta llena de velas encendidas, entonaron el más bonito cumpleaños feliz que he escuchado en mi vida. Los abrazos fueron intensos y fuertes. Experimenté la sensación de ser una niña pequeña, muy pequeñita, pero a la vez muy grande y poderosa. Al calmarse el ambiente, empezaron a darme los regalos, entonces fue cuando les pedí que, por favor, se quedaran de pie alrededor de la mesa. Encendí todas las luces, abrí un espacio en un borde de la mesa, quité el mantel y sobre la madera, con un nudo en la garganta y muy despacito, fui sacando papelina a papelina, abriendo una por una y dejando caer el polvo sobre su superficie. El silencio era total y cuando acabé la faena les dije.

Papá, mamá y hermano, se acabó totalmente la droga! Nunca más seré su esclava y empecé a soplar con todas mis fuerzas para esparcirla.

Ellos, después de unos momentos de estupor, comprendieron inmediatamente y empezaron a soplar, soplar y soplar, hasta que la mesa se quedó totalmente limpia y los soplidos se transformaron en sollozos sonoros de alegría que estallaron en emociones cuando los cuatro no abrazamos, y como el amor no soporta el silencio, las palabras entrecortadas y sin aparente sentido rebosaban de los labios, y las emociones protagonizaron la velada.

José Rosado Ruiz

Médico acreditado en adicciones

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