NoticiaCuaresma

Día 1. Charlas Cuaresmales. El lugar y el tiempo de la oración

Icono de Betania // IOAN GOTIA
Publicado: 16/03/2020: 15481

CRISIS CORONAVIRUS

Durante esta semana y ante la imposibilidad de que los fieles de la diócesis participen de conferencias de Cuaresma ofreceremos textos de las charlas cuaresmales que el sacerdote Alfonso Crespo Hidalgo iba a impartir al movimiento San Juan de Ávila bajo el lema «Mi alma tiene sed de Dios, del Dios vivo. Señor, enséñanos a orar»

«MI ALMA TIENE SED DE DIOS, DEL DIOS VIVO» (Sal 42,3).

«La sed de Dios acompaña a todos y cada uno de los seres humanos durante su existencia. Así expresa san Agustín esta experiencia universal: Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti. Sin embargo, la cultura y la sociedad actuales, caracterizadas por una mentalidad secularizada, dificultan el cultivo de la espiritualidad y de todo lo que lleva al encuentro con Dios. Nuestro ritmo de vida, marcado por el activismo, la competitividad y el consumismo, genera vacío, estrés, angustia, frustración, y múltiples inquietudes que no logran aliviar los medios que el mundo ofrece para alcanzar la felicidad». Estas palabras, con referencia al salmo 42, introducen un documento de nuestros obispos en el que se describe la auténtica oración cristiana y se nos previene sobre algunas deformaciones.

La Cuaresma es un camino que nos conduce hasta Dios Padre, que sale a nuestro encuentro. Este encuentro solo es posible si se unen dos voluntades: la suya que desciende hasta mí y la mía propia que debe dirigirse hacia él. El tiempo de Cuaresma es un tiempo propicio para la conversión, para enderezar la vida, para preparar los días de Pascua: el cristiano «camina mirando a la Pascua». Para no desfallecer en el camino nos ayudan tres acciones: la oración, el ayuno y la abstinencia y la limosna. A la primera, la oración, vamos a dedicar estas meditaciones de Cuaresma.

La oración nos ayuda a intensificar el trato y la amistad con Dios, como fuente de todo bien. Dice Francisco en su Mensaje para esta Cuaresma: «Es saludable contemplar más a fondo el Misterio pascual, por el que hemos recibido la misericordia de Dios. La experiencia de la misericordia, efectivamente, es posible sólo en un cara a cara con el Señor crucificado y resucitado que me amó y se entregó por mí (Ga 2,20). Un diálogo de corazón a corazón, de amigo a amigo. Por eso la oración es tan importante en el tiempo cuaresmal. Más que un deber, nos muestra la necesidad de corresponder al amor de Dios, que siempre nos precede y nos sostiene».

El cristiano reza con la conciencia de ser amado sin merecerlo. La oración puede asumir formas distintas, pero lo que verdaderamente cuenta a los ojos de Dios es que penetre dentro de nosotros, hasta llegar a tocar la dureza de nuestro corazón, para convertirlo cada vez más al Señor y a su voluntad. Acudimos a Dios pidiendo fuerzas para realizar en nosotros mismos la reforma cuaresmal, para cambiar radicalmente nuestras formas de ser.

La oración verdadera fortalece el ayuno y la abstinencia, aviva la limosna y la misericordia. Hagamos de la lectura de estas páginas un tiempo de oración y encuentro con Dios. Y salgamos al encuentro del hermano, revestidos de caridad y misericordia.

I. «HA ESCOGIDO LA MEJOR PARTE...»
El lugar y el tiempo de la oración

Betania es la casa del amigo. La comunidad de Betania, formada por Marta, María y Lázaro, aparece como el refugio amistoso de Jesús en una zona, Judea, al sur de Palestina, donde la enemistad hacia él era muy grande. Betania es la casa de los amigos, lugar de descanso y recreo. El Evangelio recoge diversos momentos de la vida de Jesús en Betania. En aquella casa cada uno podía ser quien era, sin disimulos ni afectación, porque eran hermanos, amigos del Amigo. También, en aquella casa, se sitúan sucesos muy importantes: Marta es la primera que confiesa la fe en la resurrección desde perspectiva cristiana (Jn. 11, 27). María unge a Jesús para la muerte, para la entrega, para la Vida (Jn. 12, 3 s.).

Nos detenemos en una de estas escenas domésticas, que narra san Lucas: «Yendo ellos de camino, entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa. Esta tenía una hermana llamada María, que, sentada junto a los pies del Señor, escuchaba su palabra. Marta, en cambio, andaba muy afanada con los muchos servicios; hasta que, acercándose, dijo: Señor, ¿no te importa que mi hermana me haya dejado sola para servir? Dile que me eche una mano. Respondiendo, le dijo el Señor: Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada» (Lc 10, 38-42)

1. Escoger «la mejor parte»

Adentrémonos en la escena de Betania. Hay tres personajes: Jesús, llamado el Señor, Marta y su hermana María. Hay contrates entre las dos mujeres: María aparece en situación de cierta inferioridad respecto a Marta (es «su hermana») y también respecto a Jesús, ya que está sentada a sus pies. Marta es la dueña de la casa y la que ofrece hospitalidad al Señor, una posición de reciprocidad. María escucha la palabra de Jesús, lo que indica una actividad también recíproca entre la palabra y la escucha.

En cuanto a sus acciones, Marta está distraída y absorbida por las múltiples necesidades del servicio, mientras que María, en postura de reposo, está atenta a la única palabra del Señor. Marta protesta y vuelve a afirmar sutilmente su superioridad sobre María (di a mi hermana...), y trata de cambiar su manera de relacionarse con Jesús pretendiendo que sea él quien se ponga de su lado y le de la razón.

En la respuesta del Señor a Marta hay un tono de velado reproche: ¡Marta, Marta!, porque está inquieta y ansiosa (según Lc 8,14 la ansiedad y la preocupación impiden el crecimiento de la semilla). No califica su actitud como servicio sino como la dispersión en muchas cosas y lo múltiple se opone a lo único.

Sin embargo, Jesús defiende a María, señalando su derecho a elegir y a mantener el objeto de su elección: oír al Señor. Esta actitud es calificada como de «la parte mejor». Jesús habla de la «parte mejor», un término frecuente en la teología del Antiguo Testamento: cuando se hacen las reparticiones de la tierra entre las doce tribus, en tiempo de Josué, se hacen solo once partes; los de la tribu de Leví fueron puestos aparte para ejercer las funciones sagradas por iniciativa de Dios y tomados por Él en lugar de los primogénitos de Israel: «El Señor dijo a Moisés: Yo he elegido a los levitas de entre los israelitas en sustitución de los primogénitos o primeros partos de los israelitas. Los levitas me pertenecen. Yo soy el Señor (Num 3,11-12). Moisés no asignó heredad a la tribu de Leví, porque el Señor, Dios de Israel, fue su herencia, «su parte» (Num 13,33; Cf. Num 18,1,20). Para el levita los bienes, son Dios mismo, la saciedad está en su compañía.

El contexto inmediatamente anterior, la parábola del buen samaritano (Lc 10,30-37), en el que éste aparece cono un modelo por su hacer, impide interpretar la escena de Betania como una descalificación de la acción en favor de la contemplación: solamente pone en guardia ante una manera de hacer que no nace de la escucha de la Palabra sino del propio activismo compulsivo y señala la auténtica prioridad del seguidor de Jesús: escuchar su Palabra.

María no solamente está sentada a los pies de Jesús en la posición de la perfecta discípula: escucha a Jesús lo mismo que había escuchado el pueblo la palabra de Yahvé. Ella «ha elegido la mejor parte» y puede repetir con el orante del Salmo: «Aunque se consuman mi espíritu y mi carne, Dios es la roca de mi espíritu, mi lote perpetuo. Para mí lo bueno es estar junto a Dios, hacer del Señor mi refugio y contar todas sus acciones» (Sal 73, 25-28).

Todos somos Marta y María

El relato evangélico nos responde a una pregunta esencial sobre la oración: ¿Cuándo orar si me comen las preocupaciones y los quehaceres? Nos excusamos: «No tengo tiempo…»

La escena de Betania nos está diciendo: todos somos a la vez Marta y María. Todos nos sentimos con frecuencia ansiosos, agobiados, dispersos y tentados de hacer de la eficacia nuestra principal preocupación. Quizás, también, hemos hecho la experiencia del sosiego y la unificación que nos da el ordenar nuestras prioridades y vivir centrados en lo esencial. Esta es la lección de María de Betania, que elige «la mejor parte» y nos invita a saborear la Palabra que, en lo más hondo de nosotros mismos, se convierte en una fuente de asombro y de gozo y nos reenvía a un servicio más generoso y más libre. Betania es una invitación al sosiego.

2. La oración cristiana fluye de la amistad con Jesús y a la vez la alimenta

La definición más sencilla a la vez que profunda sobre la oración nos la ofrece santa Teresa de Jesús: «Tratar de amistad, estando muchas veces tratando a solas con quien sabemos que nos ama» (Vida, 8,5). La oración nos remite a una experiencia profundamente humana: la amistad. Jesús, cuando eligió a los apóstoles, les invitó a ser sus amigos.

«Para que estuvieran con él»: la vida del discípulo, una «bella historia de amistad»

El pasaje de Marcos donde se narra la elección de los Doce establece estas finalidades: Así instituyó a los Doce (a los que llamó también apóstoles), para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar; dándoles poder para echar demonios (Mc. 3, 15-16). La primera finalidad expresada es para que estuvieran con él.

«Estar»: El estar con Él hay que situarlo en la exigencia del amor «o con él o contra él» (Mt 12, 30). Un estar que genera incompatibilidades con otras estancias (Mc. 3, 31-35). Supone seguirlo (Mc. 8,34-38), imitarlo, amarlo por encima de los demás amores (Mt. 10, 37-39), compartir su exilio (Mt. 10, 23). También, ver su rostro en el Tabor y en Getsemaní (Mc. 9,2-8; 14, 32 s.), estar en su seno reclinados (Jn. 13, 25), comer su carne y beber su sangre (Jn. 6, 66).

No se puede estar a medias, no es una estancia condicionada y compatible con otras estancias vitales. Por eso es preciso dejar dejarlo todo, incluso al propio padre y madre. En consecuencia, el estar con él no puede derivarse de mi opción sino de su llamada; es él quien llama y acoge y permite estar (Lc. 9,57-62). Es una gracia del Espíritu Santo que proviene de una decisión del Padre y de un acercamiento de Jesús a mi persona (Jn. 15, 16; 17, 6).

«Con él». El pronombre personaliza: comprendiendo cada día mejor su intimidad y compartiéndola, conociendo en el amor su verdadero Nombre e identidad, confesándolo cada vez con más hondura y precisión. La confesión es inseparable de la amistad y, por tanto, de la oración. Recuérdese lo importante que es confesar al Señor sin traicionar su verdad íntima dada por el Padre: la alabanza y el rechazo en la confesión de Pedro (Mt. 16, 16.23), la confesión final de Tomás (Jn. 20, 28), las negaciones de Pedro y el escrutinio compensador y la confesión de Pedro: «tú lo sabes todo, tu sabes que te quiero» (Jn. 18,25-27 y Jn. 21, 15-17). Cuando desaparece la confesión, la presencia se nubla y la amistad se torna mera nostalgia; no basta conocer al Señor, hay que reconocerlo mediante la fe y confesar: ¡Es el Señor! (Jn. 21, 7).

«Para enviarlos»: Estar con Jesús es caminar con él y prolongar su actuación. Por eso, son enviados a predicar y echar demonios. El discípulo está invitado a «estar con él» predicando, nunca en nombre propio sino en su Nombre. Oyentes de su predicación y eco de la misma; discípulos y apóstoles. Hasta cuando no estén físicamente con él, han de predicar y sanar «con él», o sea, en su Nombre. Volvemos siempre a la necesidad intrínseca de estar con él, de permanecer en él. A la necesidad del goce de la oración intima, sentados como María de Betania a sus pies. La misión es un despliegue de la compañía interior, de la vinculación personal, de la relación. Son funciones de amigos, no de funcionarios: los amigos del Esposo. Perdida la amistad, las funciones, autonomizadas, pierden su identidad de alguna manera.

Una amistad que crece con el trato íntimo y permanente

La oración cristiana, nace de la amistad con Jesús y, al mismo tiempo, confirma esa amistad. Por eso va más allá de la obligación, de la metodología, de la necesidad externa; es continuada como la amistad; no tiene «utilidad» porque vale por sí misma. La oración es conversación con el Amigo, en clima de amistad, y ya, por sí misma, es don, premio, gozo, paz. ¿Puede existir una amistad sin conversación? ¿Puede haber una conversación personal sin amistad y que no la engendre?

3. ¿Es posible continuar realmente esa amistad hoy?

Conversar con el amigo presente y ausente es deseo que nace de dentro y que no se puede reprimir... La oración no es un medio de santificación; es un acto de amistad que se aprende en conversación permanente. Se basa en la presencia real del Resucitado en nuestras vidas y en el don del Espíritu que nos hace mediante el Bautismo y la Eucaristía.

Recordemos el bello pasaje de Emaús. Tras la Pascua, Lucas nos muestra a los discípulos desalentados que huyen de Jerusalén hacia Emaús. Ellos serán instruidos, en el camino, de nuevo por aquel compañero de viaje anónimo que les explica las Escrituras; luego, sentados a la Mesa, perciben el hueco de su ausencia y, al tiempo, perciben la presencia nuevamente intuida y gozada y suplican: «Quédate con nosotros porque atardece y el día ya ha declinado» (Lc. 24,29). El Resucitado está presente en la Eucaristía y los amigos están con él. Él mismo lo ha prometido al enviarlos: «Yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt. 28,20). No hay misión posible sin estar con él y ahora es posible sólo si él, Resucitado, puede seguir estando con los suyos. Es la fuerza de la Resurrección.

El fundamento para una amistad real, no sólo imaginada, con Cristo en la actualidad, es la Resurrección creída y confesada con todas sus consecuencias. La Resurrección, lejos de hacer ver la historia pasada como una pesadilla a olvidar, despierta y enriquece la memoria bloqueada hasta convertirla en origen y fundamento: Dios Padre confirma definitivamente en la Resurrección de Jesús mediante el Espíritu, la incardinación de su Hijo, el Verbo Encarnado, su Palabra hecha carne, en la humanidad para siempre.
¡Sí, Jesucristo sigue vivo entre nosotros y podemos tratar de amistad con él!

En la mesa camilla de la oración

La meta de estas charlas no es otra que estimular a orar. Gozar de la oración, como «el mejor trato» con el Amigo. Os invito a sentaros en la mesa camilla, imaginaria, de la oración, y entablar una cálida conversación con el Maestro: hablar de lo suyo y de lo mío. Contemplar su Misterio y pedir que nos desvele el misterio de nuestra humanidad contradictoria, la que se desenvuelve entre la gracia, su gracia, y el pecado, mi pecado.

Si me siento a la mesa, la presencia del Resucitado está asegurada. Él nunca falta a la cita. Pero es necesario una mesa estable, con cuatro patas bien fijadas en el suelo, para poder apoyar nuestra conversación: las patas del tiempo, el silencio, la soledad y la pobreza.

1ª) El tiempo y su valor simbólico. Nuestra sociedad vive cada día más neurotizada por el tiempo. «No tengo tiempo» se ha convertido en la expresión popular de un estilo de vida que vive bajo el signo de la neurosis y se deja llevar por el torbellino de la preocupación y de la angustia. ¿Pero si consiguiéramos el día de 48 horas se apagarían estas inquietudes? No es la falta de tiempo lo que nos asedia y nos inquieta, sino la percepción del hecho de que percibimos que el tiempo se nos escapa. El tiempo que pasa resuena en nosotros como una continua revelación de nuestra condición de seres limitados y encaminados inmisericordemente y sin escape hacia la muerte. Y, en el fondo, a esto es a lo que se le tiene miedo y se busca defenderse por todos los medios. Por eso huimos del tiempo… queriéndolo exprimir con el activismo o anestesiándolo con la desgana. Sin embargo el tiempo se nos ha dado para que estemos en una actitud de vigilancia, esperando la vuelta del Señor: «Vigilar, significa ante todo velar, permanecer alerta, despiertos. Velar significa esperar con amor a alguien, cuidar con todo empeño algo muy precioso». Si aprendo a cultivar la espera, en la perspectiva del Señor que viene, el tiempo se alarga, se recompone en la paz, asume cualidades y perspectivas nuevas.
«El tiempo es la riqueza del pobre que puede entregar su tesoro a la persona amada».

Damos nuestro tiempo a quien amamos, si vivimos nuestro tiempo ante Dios, encontraremos tiempo para él, para conversas con el Amigo. Si no encontramos tiempo para Dios, hay que cuestionar nuestro amor por él.

2ª) El silencio como antesala de la palabra. Estamos invitados a entablar conversación con el Señor. Pero para hablar es necesario aprender a escuchar. En el tiempo de la historia, Dios nos habla en su Palabra, en los acontecimientos de la vida, a través de los hermanos, en la belleza de la creación. Dios habla… lo que pasa es que nosotros no escuchamos… porque estamos en continua cháchara. Para escuchar se requiere silencio. Y hoy el silencio nos aterra… no lo soportamos porque el silencio nos habla de nosotros mismos… y no queremos pararnos a ver nuestra vida.

No comenzó todo con la palabra sino con el silencio. En el silencio se siembra la palabra. En el silencio, descubrimos que todo nos habla de la presencia de Dios. Dios gusta del coloquio personal. En el silencio se facilita la escucha de Dios, que me habla al corazón. Hacer silencio ante alguien es manifestarle nuestra admiración y amor… La mística más alta es aquella que no puede pronunciar palabras. Sin la pata del silencio, la mesa de la oración está coja y nos pone inquietos, nerviosos.

3ª) La riqueza de la soledad. El silencio facilita la experiencia mística de la «soledad sonora»: sentirme afectivamente acompañado pero no dependiendo exclusivamente de nadie: no es «soledad impuesta» es «soledad buscada para gozarla». Es la «soledad de estar con Dios»: percepción mística de la infinitud de Dios que lo llena todo de sí, que lo envuelve todo, y que provoca que su ausencia al ser notada sea ya signo de su presencia misteriosa.

Pero no hay que esperar el lujo de la retirada periódica a un monasterio para sentir en soledad la presencia de Dios, hay que afrontar la cotidianeidad desde la soledad creativa: la «soledad entre las masas» entre las que caminamos, sintiéndonos parte de un Éxodo moderno. La soledad «nos une al dolor sufriente de la humanidad», especialmente en el primer mundo. Si aprendo a estar solo no viviré exigiendo de los demás, pidiendo que se acomoden a mí, sino que me ofreceré sencillamente con mis dones, recibiendo con gratitud lo que me dan.

La soledad, buscada, se hace encuentro en «soledad sonora», diálogo con el Maestro. No es estar solo, es una soledad respaldada por la Iglesia, por la comunidad, por los hermanos: descubro mi historia dentro de una gran Historia de Salvación.

4ª) En actitud de pobreza. No podemos orar si no somos pobres. La pobreza cristiana es una dimensión esencial de la vida para poder acceder al encuentro con Dios. Pero a veces se ha limitado en exceso este concepto. ¿Qué es ser pobre? El pobre «reconoce sus propias limitaciones», sin culpar al otro... y «acepta sus propias limitaciones» (Es más difícil aceptarse que reconocerse...). El pobre es «humilde y supera la desilusión de tener que comenzar siempre de nuevo»; el pobre, «acoge a los otros como hermanos en su pobreza». Ser pobre es poder entonar el Magnificat.

Conclusión

Con estas cuatro actitudes: el tiempo, el silencio, la soledad y la pobreza, podemos sentarnos a la mesa con el Maestro y entablar conversación: restablecer el clima de Betania para escoger la «mejor parte» y orar. Porque orar «es tratar de amistad… estando a solas, con quien sabemos que nos ama».

Encarni Llamas Fortes

Encarni Llamas Fortes es madre de tres hijos. Periodista que desarrolla su labor profesional en la Delegación de Medios de Comunicación de la Diócesis de Málaga. Bachiller en Ciencias Religiosas por el ISCR San Pablo.

enllamasfortes
Más noticias de: Cuaresma