NoticiaD. Antonio Dorado, obispo de Málaga (1993-2008) Semblanza de un hombre de Dios Publicado: 18/03/2015: 8421 Texto leído por el sacerdote Juan Antonio Paredes en la Misa Córpore Insepulto de Mons. Antonio Dorado celebrada el 18 de marzo en la Santa Iglesia Catedral de Málaga. Vamos a despedir a un hombre bueno, a un hombre de Dios, a un gran católico, a quien la Iglesia encomendó el ministerio presbiteral; y después, el de obispo. Había nacido en La Mancha, tierra pródiga en gentes sabias y trabajadoras, de un gran sentido común; había nacido a los pies del Santo Cristo de Urda, el Cristo de la Mancha. Su madre le inculcó, desde niño, una fe sólida; y él aprendió, de su padre, un fino sentido del humor, que solo prodigaba en momentos especiales. Empezó sus estudios en el Seminario de Toledo, donde los padres operarios nos forjaban un carácter recio, disciplinado y casi espartano. Después, en la Universidad de Comillas, donde se licenció, entró en contacto con la Teología más sólida del momento y con el estilo abierto y dialogante de los padres jesuitas que la impartían allí. Aquellos años dejaron en él una honda inquietud por la lectura y por la búsqueda intelectual, que nunca le abandonó. Y junto a los profesores, un director espiritual con fama de santo le ayudó a unir la piedad con la ciencia. Comenzó su ministerio sacerdotal en Toledo. El cardenal Pla y Deniel le mandó llamar, mientras se encontraba en Londres, para que se hiciera cargo de una asignatura en el Seminario Menor. De allí pasó al Mayor al poco tiempo. Alternaba la enseñanza con el servicio religioso a los alumnos de los Maristas, con los Cursillos de Cristiandad y con el ministerio de Consiliario de Apostolado Rural, apostolado muy floreciente en la diócesis Primada. Sus clases del Seminario y los ejercicios espirituales que impartía a los jóvenes y adolescentes del Colegio Marista eran una bocanada de aire fresco. Trabajó intensamente con la Acción Católica de Toledo y, en 1964, lo nombraron Consiliario Nacional de Apostolado Rural. Formaba equipo apostólico con los futuros obispos D. Gabino Díaz Merchán, D. Rafael Torija de la Fuente y D. Ireneo González. El año 1965 marchó a la diócesis de Guadix con D. Gabino Díaz Merchán, que había sido nombrado obispo de la misma. Durante cinco años ejerció de Vicario General, hasta que el papa Pablo VI lo nombró obispo de Guadix-Baza el año 1970. Tres años después, fue nombrado, también por Pablo VI, obispo de Cádiz y Ceuta. Y el año 1993, Juan Pablo II lo nombró obispo de Málaga, donde permaneció hasta el año 2008, cuando Benedicto XVI aceptó la renuncia que había presentado dos años antes, al cumplir los setenta y cinco años. Como obispo, desarrolló una labor ingente en las diócesis en las que estuvo, porque era un trabajador nato. En Cádiz le tocó vivir años muy duros, por los cambios políticos y religiosos. Para encontrar una respuesta, se reunía a dialogar con los sacerdotes, con los seglares, con sindicalistas y con políticos. Una de sus cartas pastorales, que lleva por título “He visto el dolor de mi pueblo” y fue escrita con ocasión de los conflictos de los astilleros, tuvo una gran resonancia en las revistas nacionales del momento. Del diálogo y la escucha del Consejo Pastoral salió el escrito “Los caminos de nuestra Iglesia”, que trataba de aplicar a la Diócesis las directrices del Vaticano II. En Málaga encontró una Iglesia más estructurada y serena, y con la ayuda del Consejo Pastoral, intentó profundizar en las aportaciones de las Asambleas del Pueblo de Dios, que había celebrado su predecesor Monseñor Buxarrais. Para ello se elaboraron diversos Planes Pastorales. Su trabajo en las diócesis se alternaba con el de la Conferencia Episcopal, donde fue elegido tres veces para asistir al Sínodo Ordinario de Obispos; y donde desempeñó, en diversos momentos, también por elección, el cargo de Presidente de tres comisiones episcopales muy dinámicas: la Comisión de Apostolado Seglar, la Comisión del Clero y la de Enseñanza y Catequesis. En las tres, agotó los períodos que le permitían los estatutos de la Conferencia Episcopal; y en las tres dejó huella de su buen hacer. Aunque el punto álgido de su aportación fue el documento titulado “Sacerdotes para evangelizar” y el promover un simposio sobre la vida y espiritualidad de los sacerdotes, que culminó en el Congreso sobre Espiritualidad del Presbítero, celebrado en 1989. Hoy decimos “a Dios” a D. Antonio. Un hombre sencillo, cercano, cordial, con capacidad de escucha y trabajador infatigable, al que sorprendía la una de la madrugada revisando documentos e informes o preparando la homilía del día siguiente. Un hombre entrañable, con un profundo sentido de la amistad. Un obispo dialogante y estudioso, firme en las negociaciones con el gobierno, que trató de llevar a la práctica el Vaticano II, y ejercía el ministerio episcopal de manera colegiada. No escatimaba su tiempo cuando se trataba de recibir a un sacerdote o a un seglar que necesitaba hablar con él. Y era capaz de pedir perdón a un sacerdote cuando se había equivocado. Y por encima de todo, un gran creyente que nutría su honda espiritualidad de la Palabra de Dios y de la Liturgia, y que pasaba largas horas delante del Santísimo. Hace dos días, al presentir que había llegado su hora, encomendó humildemente sus pecados a la Divina Misericordia. Y de la misma manera que había mandado, sabía obedecer. Como dijo en una entrevista, ahora «me quedaré aquí en Málaga, donde seguiré al servicio de la Iglesia y de Dios, y estaré a disposición de lo que me pida el nuevo obispo».