NoticiaClero «Decimos adiós a un maestro de la vida y de la fe» El Obispo saluda al sacerdote Ricardo Navarrete en una visita al Centro Gerontológico el Buen Samaritano · Autor: S. FENOSA Publicado: 22/05/2015: 19003 El sacerdote Ricardo Navarrete falleció el 21 de mayo, a sus 84 años de edad y tras 62 de sacerdocio. Los últimos los vivió en el Centro Gerontológico Buen Samaritano. En la Misa funeral celebrada en la que fue su parroquia durante muchos años, San Antonio María Claret, el sacerdote Francisco Aranda pronunció esta semblanza. Malagueño de principio a fin; creyente de pies a cabeza; sacerdote -evangelio con pies de cura- D. Ricardo Navarrete Antiñolo (el Richard o Richard) ha llegado a la Vida, cuando estamos acercándonos, en las puertas ya, a la solemnidad de Pentecostés. Condensar en unas líneas toda una vida es una labor, además de imposible, ingrata y reductora. Una vida es mucho, fluye siempre y tiene diversos matices, que nunca, nunca captaremos. Hay un nivel superficial o positivista; que está ahí, al alcance de cualquiera. Sus 84 largos años de vida (1930-2015); sus 62 años de sacerdote (1953-2015) siempre en disponibilidad absoluta para lo que la Iglesia diocesana lo necesitó y cuando lo demandó: Vicario parroquial de Santa Rosa de Lima, de San Patricio, de Alhaurín el Grande; vocal del Consejo de Vigilancia de la Doctrina; ecónomo de la parroquia de la Sagrada familia, director espiritual y profesor del Seminario Menor y Mayor (1961-69; el último, superior de filósofos en Granada, en la famosa Ribera del Genil, que transcurrió a mitad entre Granada y Málaga, con parada obligada en el Taxi de Loja); ecónomo y párroco de San Antonio María Claret, desde su erección, en la iglesia de las Adoratrices y luego en su sede definitiva, en donde nos encontramos, hasta el año 2007: también profesor de Religión del Colegio Menor San Pablo y del Siurot de Málaga; profesor del Centro de Teología, luego Instituto Superior de Ciencias Religiosas San Pablo; juez prosinodal; juez diocesano; delegado diocesano para el Congreso Mariano de Huelva (1991), Censor Eclesiástico diocesano, miembro del Consejo de Presbiterio… Otro nivel menos asequible al dato, que recorre el sustrato más profundo de su vida y persona: una actitud orante permanente; un tacto exquisito en el acompañamiento espiritual; una dedicación plena a lo que Dios y la Iglesia le proponían, un amor profundo a María y una espiritualidad pivotada en la Sagrada Escritura y en los grandes maestros clásicos (santa Teresa, san Juan de la Cruz, fray Luis de León, san Juan de Ávila…) y no tan clásicos (santa Teresa de Lisieux, Charles de Foucauld, R. Voillaume, el P. Chevrier –Tercera Orden Franciscana y fundador del Instituto del prado, del que elaboró un tríptico de lo que tenía que ser un sacerdote- y Albert Perigere). Lo concretó en demasía, con una vida pastoral de servicio a los pobres (siempre andaba escaso para dar, porque sencillamente no había… Dios proveerá, le hemos escuchado con frecuencia); en una preocupación constante por los sacerdotes, sobre todo por los más jóvenes (hay que acabarlos de hacer, indicaba); con una desmesurada capacidad para escuchar (no corrían las horas, aunque pasaban cuando se acudía a él… fuimos tantos!) en muchas, muchas horas de confesionario allá por donde estuvo y en una siempre sincera y arriesgada apertura a nuevos aires evangelizadores, muy manifiesto en la puesta en práctica de las orientaciones litúrgicas del vaticano II (Utrum sit valida concelebratio…). Personal y familiarmente, nos dio techo y hogar, sin condiciones y con alegría, en los años posiblemente más turbulentos de mi vida: 1979-1985. Me tuco y me llevó en sus manos al sacerdocio. Seguro. Sería una grave omisión no aludir a la creación, trabajo, impulso, acompañamiento, aliento y apoyo a las comunidades neocatecumentales, desde el año 1974 hasta que duraron sus fuerzas; queda patente en los hermanos que hoy nos acompañan y viven con nosotros la experiencia, entre gozosa y apenada, de su partida. Escribía santa teresa de Jesús, en relación a los sacerdotes: «Así que importa mucho ser maestro avisado –digo de buen entendimiento- y que tenga experiencia; sí con esto tiene letras, es grandísimo negocio» (V. 13, 16). Decimos adiós, también, a un maestro de la vida y de la fe. Durante toda su vida, hasta el final, junto a Mary su madre, no dejó de dirigirse al Padre Bueno con esa oración del abandono que él mismo tradujo y que era su eterna e inseparable compañera de camino. Con ella nos introducimos en esta celebración eucarística: Padre, me pongo en tus manos. Haz de mí lo que quieras. Sea lo que sea que hagas de mí, te lo agradezco. Estoy dispuesto a todo, lo acepto todo, con tal que tu voluntad se cumpla en mí y en todas tus criaturas. No deseo nada más, Padre. Te confío mi vida, te la doy con todo el amor de que soy capaz. Porque te amo y necesito darme a ti, Ponerme en tus manos, sin limitación, sin medida, con una confianza infinita, porque Tú eres mi Padre.