Día quinto: «Santa María, luz de esperanza»

Publicado: 04/09/2013: 2207

El predicador de la novena a la Patrona de la diócesis de Málaga y Málaga ciudad ha señalado en su homilía centrada en la esperanza que «se necesitan apóstoles que sean hombres de esperanza: conservemos el fervor espiritual. Conservemos, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir».

“SANTA MARÍA LUZ DE ESPERANZA”

 Ecl 24, 9-12. 19-22; Sal Lc 1, 46-55; Jn 2, 1-11

           

       Queridos hermanos:

        La celebración de la eucaristía, es fuente de alegría, de vida y esperanza. El universo entero proclama la victoria de Jesucristo sobre la muerte, la eucaristía nos introduce en el gozo, pues la resurrección del Señor constituye el día de la luz y de la vida en el cual queda, desvanecida la noche de la muerte y el mundo entero salta de gozo, cada vez que nos reunimos para compartir el pan único y partido, la luz de Cristo nos inunda con su presencia.

        Junto al altar del Señor donde él se nos da como pan de vida y cáliz de salvación y en este “Año de la fe”, estamos invitados a renovarla con alegría, unidos unos a otros pues la fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se confiesa dentro del cuerpo de Cristo, como comunión real de los creyentes. La fe lo sabemos bien, no es algo privado, una concepción individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y está destinada a proclamarse hasta los confines de la tierra, la fe es luz de vida para el hombre de todos los tiempos (Cf. LF 22).

         La fe esta unida indisolublemente a la esperanza y desde este aspecto fundamental quisiera hoy contemplar a la Virgen como Madre de la Santa Esperanza. Hemos proclamado en la primera lectura: “Yo soy la madre del amor puro, del temor, del conocimiento y de la esperanza santa. En mi está toda gracia de camino y de verdad, en mi toda esperanza de vida y virtud. Venid a mí, los que me amáis, y saciaos de mis frutos; mi nombre es más dulce que la miel” (Ecl 29, 9ss).

          Con mucha frecuencia los cristianos nos congregamos para celebra a María en el Misterio de Cristo, es lo que contemplamos en la lectura de las Bodas de Caná de Galilea. Ella, la Virgen, entra en el plan salvador de Dios como asociada a la persona y obra de su Hijo. Por eso Dios la colmó de gracias y privilegios, la cubrió e inundó con el Espíritu Santo. Por eso, nosotros la honramos con un culto destacado sobre todos los demás santos. Este plan salvífico de Dios para la humanidad lo fue  revelando a través  de toda la historia del Antiguo Testamento y se realizó plenamente en Cristo, Dios de Dios, Luz de Luz. María, hija del pueblo de Israel, resume en sí todas las esperanzas de la humanidad, por ello desde los comienzos de la Iglesia, la invocamos como Madre de Esperanza, porque la espera del Mesías fue particularmente intensa entre los pobres y, María, sobresale entre los humildes y pobres del Señor, que de Él esperan con confianza la salvación. De Ella nació el Redentor del hombre, la Esperanza para el mundo, el Señor de la Vida Eterna, el único Camino que hace al hombre partícipe de la Bienaventuranza eterna en el Cielo. Cristo es el Verbo de Dios hecho carne, pudiendo el mundo contemplar en Él la gloria de Dios.

         “En esperanza fuimos salvados” (Rom 8, 24). Como bien indica Benedicto XVI en su encíclica Spe Salvi: “Según la fe cristiana la redención, la salvación, no es un dato hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza” (SS 1). Dios es el fundamento de la esperanza, pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad. Llegar a conocer a Dios, eso significa recibir la esperanza. Cristo es nuestra esperanza y quién tiene puesta su esperanza en Él, vive de otra manera. El horizonte de la vida cristiana tiene su fundamento en la vida eterna, siendo la fe la sustancia de la esperanza (SS 10).

           El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer el hombre hacia sí, y solo en Dios, encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar. Nuestra vida está abierta a la Esperanza, una esperanza ya lograda en la Santísima Virgen María, cuyo misterio nos ayuda en nuestra vida de creyentes.

            El Concilio Vaticano II, en la conclusión de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, afirma que la Santísima Virgen “en esta tierra, hasta que llegue el día del Señor, precede con su luz al pueblo de Dios peregrinante, como signo de esperanza segura y de consuelo” (LG 68). Ella es aurora de salvación por su maternidad divina. Veneramos a la bendita Madre de Cristo y de la Iglesia como Esperanza también:

*-Porque durante su vida aquí en la tierra alimentó constantemente la virtud de la esperanza, es decir, confió plenamente en el Señor y en su palabra. Por eso, como bien dice la liturgia y la doctrina de la Iglesia, “María concibió creyendo y alimento esperando al hijo del Hombre, anunciado por los profetas”.

*-La veneramos con todo nuestra cariño como Madre de la Esperanza porque, habiendo subido al cielo, María, se ha convertido en la esperanza de los creyentes, primicia de la nueva creación redimida en Cristo. Ella ayuda a los que se desesperan y es aliento, consuelo y fortaleza de los que acuden a Ella.

*-La llamamos Esperanza, porque Ella nos precede con su luz como señal y signo de esperanza segura, hasta que amanezca el día glorioso del Señor. Ella conduce la nave de la Iglesia al puerto seguro de la salvación eterna.

            La Iglesia, por tanto, saluda a la Virgen porque Ella es la primera que experimentó la Resurrección de Cristo, resucitado del sepulcro. Y en el Regina Coeli le decimos: “Alégrate, reina del Cielo. Alégrate, Madre de la Luz, porque Cristo, el sol de Justicia, ha vencido a las tinieblas del sepulcro e ilumina el mundo entero.

            Benedicto XVI en la Carta Encíclica Spe Salvi, pone su  mirada en la Virgen María como estrella de la esperanza, diciéndonos: “Con un himno del Siglo VIII-IX, por tanto, de hace más de mil años, la Iglesia saluda a María, la madre de Dios, como “estrella de mar”: Ave maris stella. La vida humana es un camino. ¿Hacia qué meta? ¿Cómo encontramos el rumbo? La vida es como un viaje por el mar de la historia, a menudo oscuro y borrascoso, un viaje en el que escudriñamos los astros que nos indican la ruta. Las verdaderas estrellas de nuestra vida son las personas que han sabido vivir rectamente. Jesucristo es, ciertamente, la luz por antonomasia, el sol que brilla sobre todas las tinieblas de la historia. Pero para llegar hasta Él necesitamos también luces cercanas, personas que dan luz reflejando la luz de Cristo, ofreciendo así orientación para nuestra travesía. Y, ¿quién mejor que María podría ser para nosotros estrella de esperanza, Ella que con su “si” abrió la puerta de nuestro mundo a Dios mismo; Ella que se convirtió en el Arca viviente de la Alianza, en la que Dios se hizo carne, se hizo uno de nosotros, plantó su tienda entre nosotros (Jn 1, 14)?” (SS 49).

            “Así, pues, la invocamos: Santa María, tú fuiste una de aquellas almas humildes y grandes en Israel que, como Simeón, esperó el consuelo de Israel (Lc 2,25) y esperaron, como Ana, la redención de Jerusalén (Lc 2,38). Tú viviste en contacto íntimo con las Sagradas Escrituras de Israel, que hablaban de la esperanza, de la promesa hecha a Abrahán y a su descendencia (Lc 1,55). Así comprendemos el santo temor que te sobrevino cuando el ángel de Dios entró en tu aposento y te dijo que darías a luz a Aquel que era la esperanza de Israel y la esperanza del mundo. Por ti, por tu “sí”, la esperanza de milenios debía hacerse realidad, entrar en este mundo y su historia”. (SS 50).

            En momentos de cambios, sin precedentes, en nuestro mundo, de signo secularista y de neopaganismo, donde vivimos inmersos en una profunda crisis de comprensión del mundo, del hombre y de la historia. Una crisis que lo abarca todo: la familia, la educación, la cultura, la economía, la sociedad, la política, la filosofía, la religión, etc. inundándole con frecuencia la desesperación. El mensaje de María es claro: solo Cristo es quien puede colmar las esperanzas del hombre de todos los tiempos.

            Para nosotros es claro que la esperanza que nos ha salvado, es Cristo el bruto bendito de María, muerto y resucitado, no es por tanto una esperanza furtiva, inconsistente, materialista o ideológica. NUESTRA ESPERANZA ES CRISTO, y hemos de saber comunicar esta esperanza al mundo de hoy. En la confesión de fe de esta verdad se encuentra el núcleo de nuestra salvación. “Si tus labios profesan que Jesús es el Señor, y tu corazón cree que Dios lo resucito de entre los muertos, te salvaras” (Rom 10, 9-10).

            No es la ciencia la que redime al hombre y mucho menos las ideologías. El hombre es redimido por el amor… Cristo resucitado es el amor incondicionado y eterno, ese amor que no pasa nunca. El hombre de todos los tiempos necesita de ese amor sin límites e infinito. Necesita esa certeza que le hace decir: “ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principado, ni presente, ni futuro, ni potencia, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús, Señor”  (Rom 8, 38-39). Desde este sentido profundo es desde donde proclamamos que Cristo es el Redentor, Cristo es la Esperanza y María nos ilumina desde su maternidad divina como quién alumbro para el mundo la Esperanza de la humanidad sedienta de horizontes de gozo y vida.

            Queridos hermanos, seamos testigos de Cristo, llevemos la alegría de Cristo resucitado a los demás, gritemos desde las azoteas el nombre glorioso de Cristo, llenemos nuestras calles y plazas, nuestros hogares y lugares de trabajo de esperanza.

            Se necesitan apóstoles que sean hombres de esperanza: conservemos el fervor espiritual. Conservemos, la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que sembrar entre lágrimas. Hagámoslo con un ímpetu interior que nadie ni nada sea capaz de extinguir. Sea ésta la mayor alegría de nuestras vidas. Y ojala que el mundo actual pueda así recibir la Buena Nueva no a través de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a través de ministros del evangelio cuya vida irradia el fervor y la alegría de Cristo resucitado (EN 80).

            “Santa María de la Esperanza, enséñanos a creer, esperar y amar contigo. Indícanos el camino hacia su reino. Estrella del mar brilla sobre nosotros y guíanos en nuestro camino” (SS 50). Santa María de la Victoria, Madre buena y Esperanza nuestra. Te pido con confianza por nuestro mundo actual, por los pueblos oprimidos y por las víctimas de la injusticia humana, por quienes mueren de hambre y por quienes están privados de libertad, por los que viven en la desesperación, sea por la causa que sea. María, tenemos necesidad de ti. Estamos sedientos de esperanza. Ayúdanos a vivir en la alegría de Dios. Madre del amor hermoso, Santa Virgen de las vírgenes, haz que seamos misioneros de alegre esperanza, portando en nuestras débiles manos el evangelio de la vida. Amén.

Autor: diocesismalaga.es

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