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Servir a los pobres, nuestros amos y señores

Hijas de la Caridad junto al Sr. Obispo en la Eucaristía de despedida de la Casa Colichet celebrada en la capilla del Buen Samaritano
Publicado: 23/12/2021: 6380

Colaboración

Gabriel Leal, canónigo y director del ISCR San Pablo, que fuera delegado de Cáritas Diocesana de 1992 a 2020. publica en Diario Sur este artículo que, por su interés, reproducimos a continuación.

El día 1 de diciembre, un buen número de personas nos reuníamos para agradecer y despedir a la comunidad de Hijas de la Caridad que han estado acogiendo, acompañando y sirviendo a los enfermos de SIDA más pobres, en la casa de Colichet.

En el año 1991 llegaron las primeras hermanas para preparar la casa que abrió sus puertas en 1992. Con Cáritas y el que era nuestro Obispo, D. Ramón Buxarráis Ventura, iniciaron esa bendita aventura que tanto bien ha hecho y tantos caminos ha abierto. Las 14 hermanas que a lo largo de este tiempo han servido en esta obra, con Sor Juana María Ruz que ha permanecido desde el inicio hasta la despedida de la comunidad, han sido las manos y el corazón visible del Señor para estas personas y lo han hecho al estilo de S. Vicente de Paúl, como si los enfermos fuesen “sus amos y Señores”. La comunidad de hermanas ha contado siempre con el decidido apoyo de la Compañía de las Hijas de la Caridad, a la que pertenecen. 

Desde la casa que Cáritas Diocesana tiene en Churriana para los enfermos de sida, las Hijas de la Caridad han prestado un servicio admirable. La puesta en marcha y los primeros años fueron especialmente difíciles por el desconocimiento que había de la enfermedad, el temor a los contagios, el fuerte rechazo social que había hacia estos enfermos y su entorno, por la culpabilización de su contagio a las persona afectadas, sin olvidar la dificultad que entraña el que fuese la primera institución que ponía una obra de este tipo en marcha en nuestra Diócesis. No fue fácil encontrar la acogida que se precisaba.

Al inicio, ni siquiera con un contrato de trabajo era fácil encontrar la ayuda necesaria. La mayoría de los primeros colaboradores fueron voluntarios, miembros de los grupos de jóvenes de las Comunidades Vicencianas, un Hermano de San Juan De Dios y algunos jóvenes de los grupos del colegio de San Agustín. 

Cuando, en los primeros tiempos, la enfermedad era una condena segura y prematura a muerte, las hermanas estuvieron a al lado de los afectados, no solo cuidándolos de su enfermedad, sino rodeándolos de ternura y cariño, acompañándolos hasta su muerte, demasiado frecuente, hasta que llegaron los tratamientos con antirretrovirales.

Pero las hermanas han hecho mucho más que ayudar a los enfermos: hicieron todo lo posible para que muchos de los acogidos pudieran reconstruir sus vínculos familiares e incluso volviesen con sus familias; otros han podido alcanzar unos niveles de autonomía que les han permitido independizarse y seguir adelante y, en otros muchísimos casos, han acompañado hasta eso que hoy se reclama, una vida y una muerte digna.

Las hermanas también contribuyeron a abrir caminos para estos enfermos en las instituciones públicas sanitarias y sociales, en las que siempre encontraron colaboración y apoyo, especialmente de los servicios sanitarios de “infecciosos”.

Poco a poco y con paciencia, fueron quitando prejuicios y haciendo que un buen grupo de personas sensibles de Churriana, donde está ubicada la casa, y de otras parroquias fueran derribando muros y facilitando la incorporación de la sociedad a la casa y de esta a la sociedad.

Las hermanas también han acogido a religiosos en periodo de formación, a seminaristas, a jóvenes de nuestra diócesis, y les han facilitado que pudiesen abrirse y acercarse a esta realidad. 

Todo este trabajo habría merecido la pena con que solo se hubiese podido ayudar a una persona, pero lo han hecho con más de 362 enfermos. Han acompañado todas esas vidas, y vidas con sentido, incluso en esta enfermedad tan grave y en edades tan jóvenes.

Las hermanas no sólo han servido gratuitamente, también lo han hecho con todo lo suyo. La compañía de las Hijas de la Caridad ha estado aportando no sólo una comunidad de hermanas, sino que también ha contribuido con gran generosidad al sostenimiento económico de la casa, pagando hasta hace poco el cincuenta por ciento del déficit de los gastos de funcionamiento.

Ahora, con todo el sufrimiento que ello implica, se han marchado a reforzar otras misiones por la sequía de vocaciones que, como tantas instituciones religiosas, están sufriendo.

Para muchos de los que somos creyentes, la escasez de vocaciones hace que resuene con fuerza la queja de Dios al profeta Isaías: ¿A quien enviaré? ¿Quién irá de parte nuestra? Falta encontrar cristianos generosos que, como el profeta, ante tanta necesidad, se atrevan a decir “aquí estoy, Señor envíame” (Is 6,8). Porque el Señor sigue queriendo estar cercano a los pobres y necesitados, y para ello espera nuestra disponibilidad a su llamada. Ahora es el momento de decidirse y plantearse con sinceridad qué quiere y espera el Señor de cada uno de nosotros. No podemos seguir planteándonos solo ni principalmente a qué nos queremos comprometer, es el momento de plantearnos con seriedad ¿qué quiere el Señor de mí? Y discernirlo.

Gracias de corazón, queridas hermanas, por vuestro testimonio de vida consagrada al servicio de los últimos, gracias por el mucho bien que nos habéis hecho a tantos de nosotros y a nuestro entorno social. Bienaventuradas vosotras que tenéis todas las papeletas para oír decir al Señor: “Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del reino preparado para vosotros” (Mt 25, 34).

¡Mil gracias, de corazón!

Gabriel Leal

Sacerdote diocesano

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