NoticiaColaboración Hambre de Dios Publicado: 11/12/2019: 7642 “Si Dios es nuestro destino, como dicen los creyentes, definitivamente todos, creyentes o no, lo llevamos dentro muy pegado al ADN”. En la actualidad, el ser humano ha conseguido una gran libertad, que le ha proporcionado independencia y racionalidad, pero también lo ha aislado y lo ha tornado ansioso, estresado, angustiados y lleno de miedos y oscuridades, y del hombre de las cavernas estamos pasando a las cavernas del hombre, en la que una sociedad llena de cosas y vacía de contenidos, ofrece objetivos perversos por ser efímeros y superficiales. Tiene muchas cosas, pero en cuanto a su ser, es pobre, y entretenido en sus placeres, ambiciones y proyectos, ignora sus dimensiones profundas y la represión continuada de éstas, le hace perder la capacidad de cuestionarse por el sentido de la vida y por el horizonte último de cuanto experimenta cada día. Camina hacia ningún sitio, si saber de dónde viene ni si existe meta humana que dé hondura a cuanto es y a cuanto hace. En este escenario, el consumo de drogas se encuentra fundamentado y justificado, y en poco tiempo y de manera progresiva asume el protagonismo de los pensamientos, palabras y obras de la persona e impone la esclavitud de la adicción que, en su específica dinámica, altera, deteriora y contamina los mecanismos cerebrales causando zonas de necrópolis neuronales que le hacen estar ausentes del presente, con un pasado lleno de fantasmas y una negra nube le impide elaborar cualquier proyecto. “Apaga tu mente y déjate llevar” es como un mantra que tiene el objetivo de olvidarse de sí misma, pues sólo disfruta de la vida olvidándose que está viva: “el único bien que descubro es aquello que me provoca el olvido de mi existencia”. La idea de inmortalidad le es extraña y la muerte carece de cualquier consuelo porque se identifica con la desaparición de su ser. Y si todo termina con la muerte, la vida es una estafa, y la neurosis del vacío conforma un periodo de agonía existencial. Pero el ser humano conserva siempre la capacidad de recuperación de sus dimensiones interiores, y la razón, facultad suprema, en el ejercicio de sus funciones, asume la tarea de buscar respuestas y soluciones. Contempla que todo lo que existe en el universo tiene significado, sentido y utilidad, y esta verdad inconcusa la estimula, anima y argumenta para insistir en una ruta de introspección y discernimiento que de manera automática, precipita una expansión de la conciencia en la que se le presentan “estructuras interiores” sin referencias de tiempos y espacios, de los que le llegan noticias de trascendencias e inmortalidades; es como un despertar de la conciencia que no le sorprenden, son recuerdos en los que la voluntad y el corazón reaccionan a impulsos de un pensamiento ya vivido, sino que las reconoce como propias, algo esencial a su ser, y de las que siempre ha tenido intensas nostalgias fortalecidas por una peculiar atracción, pues parece que estuvieran grabadas desde el principio en su naturaleza en la que descubre su categoría espiritual, pues una entidad celular que se encuentra marcada por los límites de su ciclo biológico no se compadece con deseos de trascendencias. Y es que, cuando el Creador llamó al mundo a la existencia, no pudo destinar su obra sino a sí mismo, porque nada existía fuera de Él. Puesto que Él solo existe por sí mismo, solamente Él tiene en sí mismo su razón de ser. Por lo tanto, todo lo que no es Él, no existiendo sino por Él, y no subsistiendo más que por Él, no tiene razón de ser sino en cuanto dice relación a Él, pues lo ha ordenado todo a sí mismo. Y este orden exige que deseemos y escojamos en todas las cosas aquello que nos conduce al Bien. Así, todo ser humano tiene necesidad, deseo y añoranza de Dios que, siempre al acecho de amor, aprovecha cualquier circunstancia para hacerse presente, especialmente en situaciones de carencias y desamparos. El hambre de Dios empieza a “sentirse”, y el alma, que es lo más semejante que existe a Dios, iluminando y sublimando a la razón, la capacita para conocer que la persona es un “espíritu localizado” invisible, inmortal, incorruptible, único, con voluntad libre y, de manera singular, descubrir su filiación divina que señala y le orienta a Dios como su origen y meta definitiva. Más artículos de José Rosado Ruiz.