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El papel de los laicos en la Iglesia

Publicado: 13/11/2012: 6156

Coincidiendo con el 50 aniversario del Concilio Vaticano II (y con el Sínodo para la nueva evangelización), Benedicto XVI ha proclamado un Año de la fe con el objetivo de dar un renovado impulso a la misión de la Iglesia, a cuyo fin ha subrayado la importancia de profundizar en los contenidos de la fe y de que el testimonio de los creyentes sea cada vez más creíble a través del compromiso público.

Hace unos días, en la celebración inaugural de este Año de la fe, nos ha exhortado, ante la actual “desertización espiritual del mundo contemporáneo”, a redescubrir los documentos del Vaticano II para encontrar su verdadera esencia y acoger “su novedad en la continuidad”. 

Un apartado de ese necesario redescubrimiento es el papel que el Concilio reconoce a los fieles laicos. Pues es posible que los laicos nos tengamos por sujetos pasivos, espectadores de lo que hace la Iglesia, entendida ésta como una realidad superpuesta, como algo donde uno está, o va, pero no es. Y nada más lejos de lo que la Iglesia y en ella los laicos somos: Pueblo de Dios, del que clérigos, religiosos y laicos forman parte en virtud del bautismo, en igualdad en cuanto a la dignidad y acción común, y en virtud de lo cual -ciertamente según su respectiva condición y oficio- cooperan a la edificación del cuerpo de Cristo, participan en la triple función de éste (sacerdote, profeta, rey) y están llamados, todos, a la santidad. Sin mengua de las implicaciones de la constitución jerárquica de la Iglesia (una jerarquía expresada en el ministerio derivado del sacramento del orden), esa es, en efecto, la doctrina explícita y subrayada en los documentos del Concilio (Gaudium et spes, Lumen gentium, Apostolicam Actuositatem) y otros posteriores (la exhortación apostólica Christifideles laici, y el Código de Derecho canónico), que convendría conociéramos, pues reconocen a los laicos un papel del que quizá aún no seamos del todo conscientes. 

El Concilio es así congruente con su antropología de la persona humana como imagen de Dios, su renovada eclesiología de comunión y su valoración positiva de la realidad creada, toda ella llamada a ser orientada a Cristo como culmen de todo, un dato éste en el que precisamente se afinca la particular misión de los laicos. 

“Los fieles laicos ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos corresponde” (LG, 31). Así, el papel de los laicos en la Iglesia se concreta, como derecho y deber, en diversos ámbitos: participar en el apostolado y la evangelización, en la función de enseñar, en la misión de santificar, en la participación activa, plena y consciente en la celebración litúrgica, e incluso en cooperar en la función de gobierno o jurisdicción. Pero incluye en todo caso una serie de particularidades derivadas del “carácter secular” que es propio y peculiar de los laicos, lo suyo específico. 

Y es que al vivir en el siglo, es justamente ahí, en las ocupaciones y deberes del mundo, en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, donde los laicos están llamados por Dios para que, como desde dentro, a modo de fermento, contribuyan a la santificación del mundo, primordialmente mediante el testimonio de su vida y la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Tratando de obtener el Reino de Dios gestionando los asuntos temporales e iluminando y ordenando las realidades temporales a las que están vinculados para que se realicen y sean para la gloria del Creador y del Redentor (LG 31). De ese carácter secular de la identidad y vocación de los laicos deriva su también específica espiritualidad. 

Dentro de la llamada universal a la santidad (el perfeccionamiento de la santificación recibida con el bautismo) que el Concilio subraya y que puede expresarse de muchas formas, la espiritualidad de los laicos se desarrolla en la Iglesia con su acción en el mundo (cada uno según sus dones, estado, funciones, ocupaciones y propias condiciones de vida), si todo lo hacen y aceptan con fe en el Padre y el amor con que Dios amó al mundo (LG 41). 

Así pues, en la Iglesia y el mundo, no fuera de éste, no como dos realidades contrapuestas, y siempre con una única conciencia cristiana. Conviene recordarlo, pues los laicos estamos sujetos a un doble riesgo: un clericalismo olvidadizo de los deberes en el siglo, y el acomodo en la fractura entre culto por un lado y vida en el mundo por otro.

Autor: José María Souvirón, catedrático de la Universidad

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