Una de las aspiraciones más altas del ser humano es alcanzar la unión entre lo que se es y lo que se desea, entre lo que ya se tiene y lo que aún se busca. Nuestra fe cristiana, nos habla de que nuestro origen está en Dios, en Él vivimos, nos movemos y existimos.

La oración, lejos de ser un tiempo vacío, está llena de la intimidad del silencio, donde Dios habla. Donde el ser humano puede encontrar respuestas sumergido en amor infinito, entregado en la cruz, amor inmortal según la promesa de la Resurrección.

Rezar con los Salmos, con los sagrados textos bíblicos, con sus Himnos, en los cuatro volúmenes de la Liturgia de la Horas, que se distribuyen pedagógicamente en todo el año litúrgico, con sus días y horas, es una experiencia sumamente arriesgada: puede ser difícil hacer un horario concreto cada día, solo para estar con el Señor. Pero puede llegar a ser un diálogo vivo con Aquel que tiene palabras de vida eterna. La oración no es para el tiempo que nos sobra. Es para santificar con el Señor el tiempo de nuestra vida. Quien bebe esta agua, nunca más vuelve a tener sed.