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La Iglesia vive de la Eucaristía

Publicado: 06/06/2012: 2384

Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo

¿Por qué es tan importante para la Iglesia la celebración de la Eucaristía? ¿Se puede vivir sin ella? ¿Hasta qué punto es necesaria? ¿Realmente los cristianos conocemos la hondura teológica que encierra? Con motivo de la Solemnidad del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo, el párroco de la Natividad del Señor, en Málaga y profesor emérito de Sacramentos, José Luis Linares, ofrece una reflexión en la que nos acerca a este misterio de fe.

EL MISTERIO DE LA IGLESIA

El Vaticano II ha sido «un concilio de la Iglesia sobre la Iglesia» (K. Rahner). La Iglesia allí reunida se preguntó por su identidad más profunda (LG 1-5) y se respondió diciendo: «soy la autocomunicación de Dios Padre al mundo, por medio de Jesucristo por la fuerza del Espíritu Santo».  La identidad de la Iglesia consiste en vivir en medio de los hombres para Dios. La Iglesia es un misterio de comunión y de misión. Su raíz es la revelación de Dios Padre a los hombres a través de la vida, muerte y resurrección de Jesucristo, ungido por el Espíritu Santo.

EUCARISTÍA, MISTERIO DE NUESTRA FE

Nosotros hoy, como ayer, le preguntamos a la Iglesia: ¿Iglesia de qué vives? Y Juan Pablo II nos responde: «La Iglesia vive de la Eucaristía (Ecclesia de Eucaristia).  La Eucaristía es el misterio de nuestra fe. La autocomunicación del misterio de Dios en Cristo por el Espíritu, es el gran tesoro de la Iglesia (Sacramentum Caritatis 7,8).

En el diálogo con Nicodemo (Jn 3, 13-21) Juan pone en labios de Jesús la siguiente afirmación: «Tanto amó Dios al mundo que nos entregó a su Hijo Unigénito». Jesús, en el discurso del Pan de Vida, en Cafarnaún (Jn 6, 32) nos dice que es «el Padre el que nos da el verdadero Pan del Cielo, porque el Pan de Dios es el que ha bajado del cielo y da la vida al mundo».

La tradición recibida del Señor, y que a su vez él nos transmite (1 Cor 11, 23 ss) le hace decir a Pablo: «Me amó y se entregó por mí» (Gal 2, 20). La Iglesia ha recibido de Jesús, su Señor, la Eucaristía, no sólo como un don entre otros, sino como el don por excelencia, porque es un don de sí mismo, de su persona, de su obra de salvación (Catecismo de la Iglesia n. 1085 y 1323).  En el discurso de despedida en el Cenáculo, Jesús nos dice: «El Padre está en Mí y yo en el Padre... y pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros», el Espíritu de la Verdad que será el que os enseñe todo y nos recuerde todo lo que Él nos ha dicho (Jn 14, 11-26).Los dones presentados en el altar, como decimos en la liturgia eucarística, santificados con la efusión del Espíritu, serán para nosotros Cuerpo y Sangre de Jesucristo nuestro Señor. Aquí vemos cómo en la Eucaristía se reveló el designio salvífico de Dios, que con su amor guía toda la historia de salvación (Ef 1, 10; 3, 8-11).

En la Eucaristia, el Dios Trinidad, que es Amor, (1Jn 4, 7-8) se une plenamente a nuestra condición humana. En el pan y en el vino, bajo cuya apariencia Cristo se nos entrega en la cena pascual (Lc 22, 14-20; 1 Cor 11, 23-26) nos llega toda la vida divina. El misterio de nuestra fe es también misterio de amor trinitario, que nos alcanza en la entrega sacrificial de Jesús, y que por gracia estamos llamados a participar (Sacramentum Caritatis, 81).

UNA PRESENCIA QUE SE DA Y QUE SALVA

Hay diferentes tipos de presencia: la local, que no difiere de la presencia de las cosas; y la de la entrega de sí mismo y la acogida mutua. Ésta es la presencia propia de la persona. La presencia personal se realiza a través de mediaciones materiales, de símbolos que provocan el encuentro y crean los vínculos de comunión. El primero de esos símbolos es el cuerpo humano. La proximidad corporal, por muy íntima que sea, también separa a los que desean unirse. La corporeidad es un órgano de relación deficiente.

En la Eucaristía, esta deficiencia es radicalmente superada. La presencia del Resucitado es totalmente relacional, su cuerpo vivificado por el Espíritu se ha transformado en el modo de ser del Espíritu que es amor. Su presencia es totalmente relacional. No hay límite alguno que se oponga en Él a la comunión. La Eucaristía es una presencia entregada, que se abre al otro, lo acoge y lo transforma: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en Mí y yo en él... lo mismo que yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por Mí» (Jn 6, 56 ss).

La presencia sacramental no pone límites a la entrega de sí mismo. La corporeidad del Resucitado carece de las limitaciones de la corporeidad terrena y vivificada por el Espíritu del amor, realiza la unión total con el que le recibe. En la tierra no encontramos ninguna realidad que sea parecida a esta presencia de total reciprocidad que se nos ofrece en la Eucaristía.

Jesús, en su condición terrena, estaba limitado a comunicarse en esta forma de amar que tiene en la Eucaristía: ¨La Eucaristía es la fuente y la cima de la vida cristiana» (Lumen Gentium 11). Todo don de Dios es una tarea en el hombre. El entrar en comunión con una vida entregada, como nos dice un autor contemporáneo, «nos ha de alimentar para la justicia y el amor y no para el bienestar egoísta». 

INVITACIÓN A LA ADORACIÓN DEL MISTERIO

En la humildad del sacramento, Cristo sale al encuentro de la Iglesia en ese instante de majestad en el que culmina la acción creadora y salvadora de Dios, en donde muere el mundo del pecado, en donde surge la salvación final y se despliega el mundo de la eternidad futura.  A veces, en lugar de vivir en la alegría y la acción de gracias por el don que se nos ofrece gratuitamente, corremos el peligro morboso de estar continuamente atormentándonos si somos dignos o no. Creemos que la Eucaristía es el alimento que Dios da a los vencedores como premio. Se nos da de balde, digámoslo de una vez para siempre: no somos dignos.

La Eucaristía es manifestación de la ternura de Dios, que conoce el barro de que estamos hechos (Is 25, 6-10), que ha venido en busca de lo que está enfermo. Es el alimento de Dios para los otros. El gozo en el Señor es nuestra fortaleza. «En la Eucaristía, el Señor le da todo a su Iglesia: una seguridad inquebrantable, la superación de la mediocridad y de sus divisiones, la victoria sobre las tentaciones, el perdón de los pecados, el triunfo de amor y la vida que absorbe a la muerte. Sólo sigue el temor de que la confianza sea pequeña y que la acogida de la salvación infinita sea demasiado mezquina», Durwell. Ése debe ser nuestro temor y no otro.
 

Autor: José Luis Linares, sacerdote y profesor emérito de

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