DiócesisHomilías Domingo de Pascua de Resurrección (Catedral-Málaga) Publicado: 08/04/2012: 3776 Homilía pronunciada por el Obispo de Málaga, D. Jesús Catalá, en la Eucaristía celebrada con motivo del Domingo de Pascua de Resurrección en la Catedral de Málaga el 4 de abril de 2012. DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN (Catedral-Málaga, 8 abril 2012) Lecturas: Hch 10, 34.37-43; Sal 117; Col 3, 1-4; Jn 20, 1-9. La Resurrección de Cristo, fundamento de nuestra resurrección 1. El Evangelio de este hermoso día de Pascua nos narra la visita de María Magdalena y la de los apóstoles Pedro y Juan al sepulcro, donde habían depositado el cuerpo exánime de Jesús de Nazaret, tras la crucifixión. María, la primera en acercarse al sepulcro, en la madrugada del primer día de la semana, al ver la losa quitada, salió corriendo a contarlo a los discípulos (cf. Jn 20, 1-2). La Magdalena amaba al Señor y su corazón deseaba encontrarlo; cuando experimenta la presencia del Resucitado no se puede contener sin salir corriendo a contarlo. La experiencia del Resucitado en nuestro corazón debe hacernos testigos raudos, que comunican a los demás esta hermosa noticia. Los discípulos, Pedro y Juan, al llegar al sepulcro, entraron dentro y comprobaron que el cuerpo de Jesús no estaba allí. Los teólogos hablan del “sepulcro vacío”, para expresar el hecho de la resurrección. Nadie estuvo presente en el momento en que resucitó Jesús. Pero los apóstoles vieron los signos: los lienzos y el sudario (cf. Jn 20, 6-7), que habían envuelto el cuerpo martirizado del Nazareno. El lienzo y el sudario son los signos que vio san Juan al entrar en el sepulcro y que le llevaron a creer en la resurrección. Los signos visibles pueden ayudarnos a dar el salto de la fe; para ello hay que trascender el signo e ir más allá. En la vida cotidiana tampoco nos quedamos con los gestos externos, sino que trascendemos los signos visibles e intentamos llegar al corazón de la persona que los realiza. 2. El evangelista Juan, que narra estos hechos, fue testigo presencial de lo acontecido. Al ver aquellos signos, creyó en la resurrección de Jesús (cf. Jn 20, 8). Las mentes de los apóstoles estaban hasta entonces embotadas, para entender lo que sabían de memoria; Jesús les había anunciado en distintas ocasiones que resucitaría de entre los muertos (cf. Mc 9, 8-10); ellos lo habían leído también en las sagradas Escrituras, pero no lo habían entendido (cf. Jn 20, 9). La resurrección de Jesucristo, que hoy celebra la Iglesia con gran alegría, es un hecho histórico del que los apóstoles fueron testigos. Así lo dice Pedro en su discurso en casa del centurión Cornelio, según hemos escuchado en la lectura de Hechos: «Nosotros somos testigos de todo lo que hizo en el país de los judíos y en Jerusalén. A éste lo mataron, colgándolo de un madero. Pero Dios lo resucitó al tercer día y le concedió la gracia de manifestarse» (Hch 10, 40). Ha habido muchos intentos de manipular esta noticia, pero ha sido en vano, porque la fuerza de los hechos se impone por sí misma a toda interpretación falseada. 3. La resurrección de Jesucristo, queridos hermanos, no hay que entenderla como un “un simple regreso a nuestra vida terrena; al contrario, es la mayor ‘mutación’ acontecida en la historia, el ‘salto’ decisivo hacia una dimensión de vida profundamente nueva, el ingreso en un orden totalmente diverso, que atañe ante todo a Jesús de Nazaret, pero con él también a nosotros, a toda la familia humana, a la historia y al universo entero. Por eso la resurrección de Cristo es el centro de la predicación y del testimonio cristiano, desde el inicio y hasta el fin de los tiempos”, como ha dicho el papa Benedicto XVI (Discurso a los participantes en el IV Congreso Nacional de la Iglesia Italiana, Verona, 19.X.2006). Este misterio de salvación solo es aceptable desde la lógica del amor. Jesús de Nazaret resucita de entre los muertos, porque está en perfecta e íntima unión con Dios, que es Amor. Jesucristo, siendo Dios, aunque pasara por la muerte temporal, no podía sucumbir definitivamente a la muerte; el Amor es realmente más fuerte que la muerte. Él se ofreció libre y voluntariamente, aceptando por amor su propia muerte en la cruz y transformándola en don que nos da la vida, nos libera y nos salva. “Así pues, su resurrección fue como una explosión de luz, una explosión de amor, que rompió las cadenas del pecado y de la muerte. Su resurrección inauguró una nueva dimensión de la vida y de la realidad, de la que brota un mundo nuevo, que penetra continuamente en nuestro mundo, lo transforma y lo atrae a sí” (Ibid.). 4. La Resurrección de Cristo es el fundamento de nuestra resurrección. San Pablo, para celebrar la dicha de la salvación recuperada, dice: «Así como por un hombre vino la muerte, así también por un hombre vino la resurrección de los muertos. Como todos mueren en Adán, así también todos revivirán en Cristo» (1 Co 15, 21-22). El pecado de Adán ha dañado a la humanidad, dejándola herida de muerte. Era necesaria la redención, para salir del estado de postración y de separación con Dios, en que se encontraba. Cristo, cabeza de la humanidad, la asume y la redime y en él queda todo “recapitulado”, como dice la carta a los Efesios: «Hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra» (Ef 1, 10). Con la misma fuerza del Espíritu, con que Dios ungió a Jesús de Nazaret (cf. Hch 10, 38), hemos sido ungidos nosotros en el bautismo y en la confirmación. Anoche celebrábamos la liturgia bautismal, en la Vigilia Pascual; y esta mañana, con la aspersión del agua bendecida, hemos recordado nuestro bautismo. Gracias a este don podemos participar en la resurrección de Cristo, viviendo en la vida presente unidos a él por su Espíritu Santo, que ha sido derramado su gracia en nuestros corazones. Participando en su Resurrección podemos decir que nuestra vida es suya y le pertenece, pues Él nos la dio. Desde su Resurrección estamos en deuda impagable de amor con Él; por eso estamos llamados a vivir para Él, pues amor con amor se paga. 5. El tiempo pascual, en el que acabamos de entrar, es propicio para renovar nuestra vida. La resurrección de Jesucristo ha cambiado la historia, aportando una novedad insospechada. La vida del hombre ha sido renovada y tiene una nueva dimensión. Ha quedado abierta definitivamente la relación del hombre con Dios, gracias al Mediador de la nueva Alianza (cf. Hb 9, 15), que ha vencido la muerte. El hombre puede vencer la muerte y traspasar la barrera, que le impedía acercarse a Dios. Ya no hay un muro infranqueable entre el cielo y la tierra. Animados por esta nueva realidad, sigamos la exhortación de san Pablo, que nos alienta a vivir como hombres resucitados: «Por tanto, si habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo, sentado a la derecha de Dios. Aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra» (Col 3, 1-2). Las cosas del cielo dan sentido a las de la tierra; la luz del Resucitado ilumina la vida entenebrecida de los hombres; la resurrección de Cristo transforma desde dentro; estamos llamados a despojarnos del hombre viejo y a renovarnos (cf. Ef 4, 22-23), revistiéndonos del hombre nuevo (cf. Ef 4, 24). Somos levadura nueva, que puede fermentar y transformar toda la masa humana (cf. 1 Co 5, 6); es decir, toda nuestra sociedad. 6. ¡Queridos hermanos, vivamos la alegría de la Pascua de resurrección! ¡Dejemos que la Luz de Cristo Resucitado penetre hasta el fondo de nuestro corazón y de nuestra inteligencia, disipando así las tinieblas y los miedos, que nos atenazan! Una vez iluminados por su Luz y fortalecidos con su Espíritu, podremos ser también nosotros testigos del Resucitado, como lo fueron los apóstoles, siguiendo su mandato: «Nos encargó predicar al pueblo, dando solemne testimonio de que Dios lo ha constituido juez de vivos y muertos» (Hch 10, 42). ¡Vivamos como hijos de Dios, buscando las cosas de arriba, donde está Cristo! Que la Virgen, Santa María de la Victoria, que se llenó de alegría con la resurrección de su Hijo, nos ayude a vivir este tiempo pascual con gran fruto y a dar testimonio de la Resurrección de Cristo ante nuestros hermanos, los hombres. Amén. 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