DiócesisHomilías Día del Seminario (Catedral-Málaga) Publicado: 18/03/2012: 4390 Homilía pronunciada por el Obispo de Málaga, D. Jesús Catalá, en la Eucaristía celebrada con motivo del día del Seminario en la Catedral de Málaga el 18 de marzo de 2012. DÍA DEL SEMINARIO (Catedral-Málaga, 18 marzo 2012) Lecturas: 2 Cro 36, 14-16.19-23; Sal 136; Ef 2, 4-10; Jn 3, 14-21. 1. Querido D. Fernando, hermano en el episcopado, Cabildo-Catedral, Sr. Rector y Superiores del Seminario, estimados seminaristas y muchachos, que también deseáis seguir la llamada del Señor; estimados fieles todos. El domingo cuarto de Cuaresma es llamado “domingo de alegría” (laetare), en el que la Iglesia nos propone renovar la esperanza y contemplar la Pascua, ya cercana, animándonos a volver al Señor. Al celebrar la mitad del camino cuaresmal, nos ofrece un alivio, invitándonos a saborear la salvación, que Jesucristo nos trae con su muerte y resurrección. La Palabra de Dios invita a recordar las maravillas, que él ha hecho a favor de su pueblo y las que nos ofrece a cada uno por mediación de su Hijo. La experiencia liberadora de la esclavitud de Egipto (cf. Ex 13, 17) marca la vida del pueblo elegido por Dios como heredad suya; es un acontecimiento histórico fundante para el pueblo de Israel; con la salida de Egipto y el paso del mar Rojo (cf. Ex 14, 21-31), el pueblo reconoce la mano liberadora de Dios; con la alianza del Sinaí plasmará su compromiso de servir a su único Dios y Señor, que lo ha salvado (cf. Ex 34). Nuestro bautismo, simbolizado por el paso del mar Rojo y del río Jordán, es el acontecimiento de gracia, que marca nuestra vida entera de cristianos. Es también el acontecimiento fundante de nuestra historia, en la que Dios toma siempre la iniciativa y nos colma de sus dones. El pueblo de Israel, después de vagar durante cuarenta años por el desierto, entró finalmente en la tierra prometida, cruzando el río Jordán (cf. Jos 3, 15-17) a la manera como había cruzado el mar Rojo (cf. Ex 14, 21-22), con la ayuda del Señor. Nosotros, después de atravesar la cuarentena de penitencia, esperamos celebrar con gozo la Pascua del Señor. Esta perspectiva nos debe llenar de alegría en este Domingo “laetare”, porque en Cristo hemos sido salvados (cf. Ef 2, 5). 2. El segundo libro de las Crónicas nos presenta dos hechos históricos, que distan entre sí setenta años. En primer lugar, la deportación a Babilonia del pueblo de Israel, provocada por su desobediencia a Dios, quien, de manera pedagógica, castiga a su pueblo, para que cambie de conducta y se convierta de sus extravíos (cf. 2 Cro 36, 16-20). Los babilonios, con su rey Nabucodonosor a la cabeza, llevan cautivo al pueblo de Israel, porque los jefes no actuaban correctamente y el pueblo no obedecía a Dios. Podemos preguntarnos también, en nuestra situación actual, si nosotros y nuestros jefes actúan de acuerdo con los mandamientos de Dios: en el respeto y dignidad de la vida humana y de los bienes del prójimo. En el destierro se acuerdan de su tierra, de su templo y de su Dios y cantan: «Que se me pegue la lengua al paladar si no me acuerdo de ti; si no pongo a Jerusalén en la cumbre de mis alegrías» (Sal 136, 6). El tiempo cuaresmal, tiempo de desierto, puede sernos propicio para acordarnos más de Dios, e intensificar la lectura y meditación de su Palabra, la oración, la petición de perdón por nuestros pecados, las privaciones voluntarias y la ayuda a los más necesitados. También nosotros podemos sufrir diversos tipos de exilio. Exilio es, en primer lugar, vivir sin tierra propia, sin referencia humana entrañable, sin alguien con quien compartir las alegrías y las penas, sin posibilidad de salir de nuestro encerramiento; es no tener hogar propio, ni futuro cierto, ni estancia estable. Ante esta realidad el Evangelio nos propone la hospitalidad. Podemos ayudar a otros a salir este exilio, ofreciendo nuestra cercanía, nuestra amistad y nuestro amor. Otro tipo de exilio es el de uno mismo, cuando se vive atrapado en la tristeza y sin ilusión; es vivir sumergido en la debilidad, sin encontrar respuesta a las preguntas existenciales, que dan sentido a la vida; es vivir sin aceptación personal, sin reconciliación con la propia historia. Para salir de este exilio es necesaria la aceptación de la propia realidad y la reconciliación con uno mismo. Y existe otro exilio, que podemos llamar espiritual; es la ausencia de fe, la pérdida de la conciencia de la bondad de Dios; es no reconocer que soy criatura; haber perdido la identidad filial de ser hijo de Dios. Para salir de este exilio, siempre cabe el regreso a la casa paterna, como hizo el hijo pródigo (cf. Lc 15, 18-21). El Señor siempre nos está esperando con los brazos abiertos. 3. El segundo acontecimiento importante, que nos narra hoy el libro de las Crónicas, es el regreso del destierro de Babilonia, en tiempos de Ciro, rey los persas (cf. 2 Cro 36, 23). Los babilonios se los llevaron al destierro y los persas los devuelven; ni unos ni otros eran creyentes en el Dios de Israel; pero Dios se sirvió de unos y de otros, para realizar su voluntad y, mediante la pedagogía divina, hacer que el pueblo se percatara de su pecado y desobediencia y pudiera regresar de nuevo al hogar. La imagen de la liberación de Israel de la esclavitud y la del retorno del exilio prefiguran la definitiva liberación, que Dios hizo a favor de la humanidad por mediación de su Hijo Jesucristo, como nos ha dicho Pablo en su carta a los Efesios: «Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo; por pura gracia habéis sido salvados» (Ef 2, 5). Dios nos ama con amor infinito, es rico en misericordia y nos da la vida en Cristo. El amor de Dios ha llegado a su plena manifestación: «Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en Él, sino que tengan vida eterna» (Jn 3, 16). Desde Cristo, elevado y exaltado en la cruz, brota una luz que nos ilumina; hay una irradiación, que nos revela a un tiempo la maldad de nuestro pecado y la misericordia de Dios. Dios ofrece a todos los hombres su amor liberador y salvador; pero depende de cada uno de nosotros acogerlo o no. La salvación es un don de Dios, que exige una respuesta de gratitud y de acogida por nuestra parte. En el diálogo con Nicodemo, que el evangelista Juan nos ha transmitido, Jesús le dice: «El que realiza la verdad, se acerca a la luz, para que quede de manifiesto que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3, 21). La liturgia de hoy, queridos hermanos, nos invita a salir del exilio, en que hemos caído a causa de nuestra lejanía de Dios; nos hemos alejado nosotros, ya que Dios nunca nos abandona. ¡Acerquémonos, pues, al Señor, que nos espera con los brazos abiertos! Él espera nuestro regreso. ¡Salgamos de nuestro exilio, de Egipto y de Babilonia, para llegar a la tierra prometida, donde el Señor nos espera! 4. Hoy celebramos, como hemos escuchado en la monición inicial, el “Día del Seminario”. Desde el año 1935 se celebra esta jornada el 19 de marzo, en coincidencia con la fiesta litúrgica de San José, patrono de los Seminarios. Desde entonces cada año la Jornada llega con un nuevo lema, pero con el mismo objetivo: suscitar y pedir a Dios vocaciones sacerdotales. En este año el lema escogido es Pasión por el Evangelio, aludiendo a la energía interior, al movimiento del corazón, que nutre toda vocación sacerdotal, tanto en su origen como en su crecimiento y realización. Pedimos por quienes se preparan al ministerio sacerdotal, para que esta pasión crezca paulatinamente en sus corazones. Cristo ha constituido la Iglesia, para perpetuar el anuncio del Evangelio; y le ha otorgado el Espíritu, para que suscite la pasión por el Evangelio en todos los creyentes, para que sean verdaderos testigos. El anuncio del Evangelio es una empresa tan urgente y personal, que requiere grandes dosis de pasión. Una pasión así solo puede nacer del corazón de Dios, quien se ha apasionado primero por el hombre. El mismo Dios, que siente predilección por sus criaturas, es quien toca el corazón en la intimidad de cada hombre, quien suscita la pasión por el Evangelio en cada ser humano, especialmente en los sacerdotes, a quienes llama a ser testigos de la fecundidad del Evangelio. Tener pasión por el Evangelio es posible, si se contempla a Cristo como Palabra verdadera y Luz del mundo. Mediante la contemplación de Cristo arraiga y florece el estilo evangélico, que se alimenta de una incesante pasión por el Evangelio, avivada por el contacto personal con Cristo en la oración y en los sacramentos. La pasión por el Evangelio emerge como una fuerza, que estrecha la distancia entre Cristo y el alma fiel. El Evangelio es, para quien lo acoge y lo hace vida, una fuente de energía inagotable. 5. Toda la comunidad cristiana debe preocuparse de pedir al Dueño de la mies que envíe operarios, como lo ha dicho el Señor (cf. Mt 9, 38), pues es Él quien llama; pero cada comunidad diocesana tiene la hermosa tarea de suscitar las vocaciones, discernirlas y acompañarlas. Decía el Beato Juan Pablo II que “es la Iglesia, como sujeto comunitario, quien tiene la gracia y la responsabilidad de acompañar a cuantos el Señor llama a ser sus ministros en el sacerdocio” (Pastores dabo vobis, 65). Partimos de una verdad: El Señor sigue llamando; no se puede decir que no haya “vocaciones” o “llamadas”; las hay, pero es necesario abrir bien los oídos, para escuchar la llamada. ¡Queridos muchachos, que habéis escuchado la voz de Jesús, invitándoos a servirlo en el sacerdocio, sed valientes y mantened la ilusión, que el Espíritu ha puesto en vuestros corazones! ¡Queridos jóvenes, estad dispuestos a seguir la llamada del Señor, de forma radical! ¡No os arrepentiréis, porque encontraréis mayor gozo, que siguiendo los planes personales, que os hayáis forjado sin contar con el Señor! ¡Queridos seminaristas, manteneos firmes en el camino emprendido, sin volver la vista hacia atrás! Deseo repetiros las mismas palabras que el papa Benedicto XVI os dirigió durante la Jornada Mundial de la Juventud en Madrid (2011): “Afrontad este reto sin complejos ni mediocridad, antes bien como una bella forma de realizar la vida humana en gratuidad y en servicio, siendo testigos de Dios hecho hombre, mensajeros de la altísima dignidad de la persona humana y, por consiguiente, sus defensores incondicionales. Apoyados en su amor, no os dejéis intimidar por un entorno en el que se pretende excluir a Dios y en el que el poder, el tener o el placer a menudo son los principales criterios por los que se rige la existencia. Puede que os menosprecien, como se suele hacer con quienes evocan metas más altas o desenmascaran los ídolos ante los que hoy muchos se postran. Será entonces cuando una vida hondamente enraizada en Cristo se muestre realmente como una novedad y atraiga con fuerza a quienes de veras buscan a Dios, la verdad y la justicia” (Discurso a los seminaristas). 6. ¡Queridos sacerdotes, sed ejemplo con vuestra vida para quienes desean entregarse al servicio del evangelio en el ministerio sacerdotal! Con vuestro seguimiento humilde de Jesús, podéis ser para los jóvenes el discurso y el ejemplo más elocuente, para invitarles a vivir con Él, conocerle y seguirle, dejándolo todo (cf. Mt 4, 20). Los textos de hoy nos han hablado de un exilio y de un regreso a la casa paterna. Los sacerdotes exhortan al pueblo, como los profetas, para que vuelva al Señor. Estimados jóvenes, escuchad la llamada de Dios en vuestras vidas, que os invita a desempeñar una tarea tan importante y tan hermosa. Y queridos fieles, pedid al Señor que nos conceda santos sacerdotes; pedir al Señor es obedecer un mandato que nos dio: «Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies» (Mt 9, 38); toda la Iglesia hemos de pedir al Señor este don; el sacerdocio es un regalo que Dios nos concede. El Seminario, como institución, necesita vuestro apoyo, vuestro cariño, vuestra cercanía y vuestra colaboración, incluso económica; agradecemos todo lo que podáis hacer por esta hermosa y necesaria institución diocesana del Seminario. Que la santísima Virgen, Santa María de la Victoria, nuestra patrona, nos ayude en el camino de regreso a la casa del Padre y ayude a los jóvenes a responder con alegría a la llamada del Señor. Amén. 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