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MI CURA, por Luis Merino

Luis Merino junto a su mujer, Miriam, y sus hijos
Publicado: 11/12/2020: 9442

Con el paso inexorable del tiempo y mientras uno se va haciendo mayor, empiezo a darme cuenta de cuál es el significado de la parábola de los talentos en el sentido en el que Dios, según su Plan, reparte sus dones a aquellos de los que espera que den fruto.

«Mi talento ha sido haber sido testigo de tantos y tantos frutos que Mi Cura ha dado»

A unos les da capacidad o inteligencia, a otros celo apostólico, o amor por la oración, valentía, sabiduría, caridad, carisma profético, don de consejo, perseverancia y así un infinito número de cualidades o herramientas que están ordenadas para un fin mayor o más trascendente que el simple hecho de haber sido dotados de ellas. Sin embargo, cuando reprende al perezoso que no hizo más que esconder el talento que había recibido, le da un consejo que ha pasado muchas veces desapercibido para mí; “tenías que haberlo guardado en el banco y hubiera recibido lo mío con los intereses”.

Aunque seguro hay más afinadas o más ortodoxas interpretaciones, pienso que también es un talento, una gracia, un don, haber sido bendecido con la proximidad o cercanía de aquellos que recibieron estas u otras capacidades que acabo de citar y dieron el fruto que creo Dios esperaba, sólo ha bastado con tenerlos cerca para que se “cobren los intereses”; este es sin duda mi caso.

Reconozco que me cuesta ajustarme al título de este artículo, puesto que bajo esas dos palabras en singular no puedo remediar acordarme de tantos que han sido eso, Mi Cura, pues en mi vida de poca fe, con este talento de tener santos muy cerca, se han cobrado “los intereses” que me han procurado la vida con la que he sido bendecido.

Podría enumerar decenas de ejemplos o experiencias donde Mi(s) Cura(s) pusieron sus talentos a mi disposición. Ejemplos como cuando, en un momento duro donde las dudas por la precariedad personal ante la educación de los hijos me hacían tambalear, Mi cura, en una confesión, me sanó de golpe con un simple “no te preocupes por ello, cuando tus hijos crezcan y vean que no son perfectos, se acordarán de su padre, que no era tampoco perfecto pero que Dios le amaba tal cual, y vivirán mucho más felices”. O cuando en una etapa en la que Dios nos regaló partir al extranjero como misioneros y experimentamos las dificultades de los comienzos con el idioma, la adaptación de 5 de nuestros hijos, la larga búsqueda de trabajo, el cambio a una nueva parroquia y comunidad, etc. “Mi Cura” se invitaba a venir a casa casi a diario para tomar café, a rezar con nosotros, celebrar la Eucaristía doméstica, a comer paella (aunque le echara tabasco, ¡oh sacrilegio! porque no le gustaba), o a, como un día, hablar conmigo para pedir mi muy importante colaboración con él en la traducción al español de un tratado en lengua inglesa sobre liturgia que quería publicar y en el que se comparaban los puntos de vista de Ratzinger y el Padre Farnés, un trabajo que nos ocuparía muchas horas durante muchos meses; años después tuve la intuición que aquello lo hizo para tenerme ocupado y hacerme sentir importante en un proyecto que nunca salió a la luz. O cuando Mi Cura nos llevaba a unos cuantos de nosotros en la edad difícil de la adolescencia a una residencia de ancianos a tocar la guitarra para, decía él, paliar la soledad que allí estaban sufriendo y ayudarles a ser más felices, no sin antes haber pasado por los jardines Picasso con el propósito de cortar algunas flores para las abuelitas mientras él tenía el coche en marcha por si nos pillaban y teníamos que salir corriendo, aunque él decía: “si alguien os regaña, no le digáis que soy cura”. La soledad que se palió o la felicidad que se ganó fue precisamente la nuestra.

Por no alargarme mucho, también gracias a los talentos de Mi Cura, en tiempo de confinamiento y ante la falta de los sacramentos, especialmente la Eucaristía, pudimos ver al Señor Sacramentado pasando delante de nuestra puerta sostenido por él, Mi Cura, a modo de una pequeña y unipersonal procesión de Corpus Christi justo el día en que más los necesitábamos y a pesar de las posibles increpaciones de algún vecino. Todos, empezando por los niños, empezamos a aplaudir y a cantar desde la terraza; no podíamos ir hasta el Señor, Él vino a visitarnos a casa.

Mi talento ha sido haber sido testigo de tantos y tantos frutos que Mi Cura ha dado y da con el suyo. Dios les pague por el bien que nos han hecho y se cumpla también el final de la parábola: “siervo fiel, entra en el gozo de tu señor”.

Luis G. Merino Bermejo

Diócesis Málaga

@DiocesisMalaga
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