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Jesús es la luz del mundo

Felicidad. FOTO: PEXELS. JILL WELLINGTON
Publicado: 14/03/2023: 9589

Reflexión

«“Yo soy la luz del mundo -dice el Señor-, el que me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida” (Jn 8,12). En el Evangelio de San Juan, Jesús, después de no condenar a la mujer sorprendida en adulterio e invitarla a no pecar más, en conversación junto al arca de las ofrendas, expresó claramente que Él era la luz del mundo, y por tanto, que el seguimiento de Cristo ofrecía, no sólo la capacidad de disipar las tinieblas que nos rodean, sino, además, alcanzar la plenitud de la luz: la vida eterna. La luz es principio de vida y no de muerte. Jesús es la luz que lleva a la vida, nos descubre el verdadero rostro de Dios y nos libera de las tinieblas del pecado». Así comienza la reflexión que ofrece en este número el sacerdote Antonio Eloy Madueño para este IV Domingo de Cuaresma.

«En el cristianismo, lo esencial es Cristo, en quien Dios se nos revela y nos hace pasar de las tinieblas a la luz»

A la luz de Cristo, todo tiene un nuevo sentido, y con la luz de Cristo,  «tu luz Señor nos hace ver la luz» ( Sal 35,10), podemos entender el misterio del  hombre, la creación y la historia de la humanidad como historia de Salvación. Conocer a Jesús es el camino más corto y más rápido para conocernos a nosotros mismos desde la luz que nace del encuentro con el Señor.

La primera consecuencia de la luz cuando nos vemos envueltos en la oscuridad es la alegría, por eso, la presencia de Jesús hace surgir la alegría en el corazón del hombre, ilumina su mirada y acrecienta el gozo en sus entrañas: «Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas y mi carne descansa esperanzada. Porque no me entregarás a la muerte, ni dejarás a tu fiel conocer la corrupción. Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha» (Sal 15, 9-11). Es la luz que no condena, sino que, como en la Transfiguración, nos dice a todos, después de la herida del pecado, el dolor o  el sufrimiento, «Levantaos, no temáis».

Desde esta experiencia de luz que hace amanecer esperanza, alegría y vida, es normal que el evangelista Mateo se haga eco de las palabras de Isaías para describir el efecto de la presencia de Jesús y su Buena Noticia entre la gente al iniciar su misión: «Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del Jordán, Galilea de los gentiles. El pueblo que caminaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra de sombras y de muerte, una luz les brilló. Acrecentaste el regocijo, hiciste grande la alegría. Alegría por tu presencia» (Cfr. Is 9, 1-2; Mt 4, 15-16).

En el cristianismo, lo esencial es Cristo, en quien Dios se nos revela y nos hace pasar de las tinieblas a la luz. Por sus actos y sus palabras, Jesús se revela como luz del mundo y las curaciones de ciegos (cfr. Mc 8,22-26; Jn 9,5) nos descubren lo que Él es en sí mismo: Palabra misma de Dios y vida y luz de los hombres, luz verdadera que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (Jn, 1, 4.9).  Por esta razón, la Constitución dogmática sobre la Iglesia Lumen gentium, que es el documento principal del Concilio Vaticano II, al que se ordenan el resto de los documentos y del que reciben su sentido, no puede sino proclamar con fuerza vibrante que, «Cristo es la luz de los pueblos. Por eso este sacrosanto Sínodo, reunido en el Espíritu Santo, desea vehementemente iluminar a todos los hombres con la luz de Cristo, que resplandece sobre el rostro de la Iglesia, anunciando el Evangelio a todas las criaturas» (cfr. Mc 16,15). La misión de la Iglesia, nuestra misión, es iluminar con la luz de Cristo.

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