NoticiaEntrevistas «Los cementerios y columbarios son un testimonio de la fe en la resurrección» Francisco Castro, profesor de los Centros Teológicos Diocesanos Publicado: 23/10/2024: 1063 Fieles Difuntos Con motivo de la próxima Conmemoración de Todos los Fieles Difuntos, el profesor de los Centros Teológicos Diocesanos Francisco Castro reflexiona sobre la vida después de la muerte y la novedad que el cristianismo aporta a las preguntas que el ser humano se plantea desde que es tal. «La pervivencia después de la muerte es una convicción que surge con la misma humanidad» ¿Existe la vida después de la muerte? ¿Qué nos dice el sentido común? ¿Por qué es una intuición que está presente en todas las culturas? El sentido común nos dice que la muerte es el fin de la vida, su amenaza continua, el horizonte que convierte el vivir en una cuestión urgente, pero al mismo tiempo banal e incluso absurda. Sin embargo, como dices, la pervivencia después de la muerte es una convicción que surge con la misma humanidad. La paleoantropología encuentra indicios de auténtica humanidad allí donde el cuidado por los otros se extiende hasta la atención a sus restos mortales. ¿Por qué? Porque se tiene la convicción de que vivir es algo que no acaba, sino que tras el umbral de la muerte continúa en otra fase. El ser humano, consciente de su contingencia y fragilidad, es también consciente de su maravilla y su dignidad y alberga en su corazón un anhelo de infinito inextinguible. ¿Qué nos dice la Iglesia al respecto? La Iglesia transmite y celebra la fe en la resurrección, que en Jesucristo se ha revelado definitivamente como el destino que, por gracia, Dios ha abierto a la humanidad. Resucitar es el modo en que la vida humana, transfigurada en una plenitud de amor por el Espíritu, y en el marco de una mundanidad glorificada, compartirá con Cristo su victoria sobre el pecado y la muerte e ingresará en la perfección de su vida feliz. Esto se dará, no como el objeto de una perfección individual, para disfrute de cada cual, sino en la unidad de una multitud de hermanos que, mostrando con Cristo las marcas de su propia pascua, gozaremos siempre en la alabanza de Dios nuestro Padre y en una interminable y jubilosa admiración de su obra en el mundo y en nosotros. ¿En qué se diferencia el cristianismo de las demás religiones? ¿Cuál es su novedad? La gran novedad se nos ha dado en Jesucristo, en su resurrección. Ya la fe judía vislumbró, hacia el final de la etapa del Antiguo Testamento, la realidad de la resurrección, e incluso otras tradiciones religiosas incluyen formas míticas de imaginarse una pervivencia tras la muerte, de una forma u otra. Sin embargo, esto solo se reveló plenamente en Jesucristo. De tal manera que no sabemos lo que es resucitar sino por referencia a que él “se levantó” del sepulcro, manifestando su dominio y su victoria por todos nosotros. Realmente esto no nos puede caber en nuestras categorías, y aun confesando la resurrección del Señor, tenemos que afirmar con san Pablo que “ni el ojo vio, ni el oído oyó ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman” (1Co 2,9). Los mismos discípulos ni lo entendían cuando Jesús lo anunciaba, ni terminaban de creer a sus propios ojos cuando se encontraron con él tras la Pascua. Esta es la novedad y el escándalo que los cristianos confesamos y celebramos, sin lo cual nuestra fe sería vana (1 Co 15). ¿Dónde 'están' los muertos hoy? ¿De qué manera están entre nosotros? Ya el documento cristiano más antiguo, la Primera Carta de San Pablo a los Tesalonicenses, sale al paso de esta inquietud: ¿dónde están los muertos? La respuesta del Apóstol fue esta: “Hermanos, no queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los que no tienen esperanza. Pues si creemos que Jesús murió y resucitó, de igual modo Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto” (1Ts 4,13-14). Nosotros, “que tenemos esperanza” en el Dios que nos salva, sabemos, pues, que están con el Señor. Este es el dato fundamental, que da continuidad a una vida de comunión con Él en la fe y le da también su perfección. Además, la comunión en Cristo es comunión de hermanos, comunión de los santos. A ellos nos sigue uniendo la misma caridad, el mismo Espíritu, de tal manera que la muerte no puede romper este vínculo, antes bien lo hace más fuerte. Esta es la experiencia de la Iglesia en todos los tiempos, por la cual oramos por ellos y esperamos también la intercesión de los santos. ¿Por qué es bueno para ellos y para nosotros que estemos en contacto, que les llevemos flores, que recemos por ellos, que les pidamos ayuda...? Estos detalles forman parte de la expresión humana de un amor que la muerte no puede romper. Si los amamos, es porque, realmente, viven. Además, para los cristianos los cementerios y columbarios se convierten en testimonio de la fe en la resurrección, a la espera de la cual seguimos unidos. Sabemos que no están “allí”, en el cementerio, sino con el Señor; pero los signos de respeto y cariño dan cuenta de su dignidad de hijos de Dios y de nuestra esperanza en que Dios no los ha abandonado. De forma pobre, pero significativa de esta fidelidad de Dios, tampoco nosotros queremos abandonarlos. Tratamos de hablar poco de la muerte porque nos asusta. A muchos santos se les representa, en cambio, con una calavera como símbolo de tener la muerte presente. ¿Por qué es bueno pensar en ella? Memento mori, “recuerda que has de morir”, es un lugar común que, desvinculado de la esperanza, puede llevar a actitudes nihilistas: nada vale, todo pasa, aprovechemos el presente viviendo “la vida loca”. Esto puede vivirse trágicamente (ahí están los pensadores existencialistas), o bien patéticamente, como queriendo espantar a la misma muerte con una burla (ahí está toda la movida del Jalogüín). En la Biblia aparece como un estímulo moral: “En todas tus obras piensa en el fin (ta eschata; memorare novissima tua) y nunca pecarás” (Sir 7,36); “Enséñanos a calcular nuestros años, para que adquiramos un corazón sensato” (Sal 89,12). Una vida sensata y buena incluye este componente de humildad y realismo, que nos lleva a aprovechar el tiempo y nuestros dones para hacer todo el bien que podamos.