Cuántas veces hemos dicho: “¡Se acabó! ¡Hasta aquí he llegado!”. Y hemos dado carpetazo a un proyecto o a una relación a la que habíamos cuidado con esmero, depositando en ella muchas de nuestras ilusiones, pero que no deja de defraudarnos. En ocasiones, la vida se manifiesta a su antojo y nos demuestra que entre la siembra y la cosecha pasan muchos meses y que lo que soñamos puede no llegar al puerto que esperábamos. En ese instante en que se nos recuerda a bocajarro que no tenemos el control, que la vida nos sobrepasa, es fácil venirse abajo, abandonar, renunciar a todo y tirar por tierra el esfuerzo dedicado.

Pero ante esa reacción tan humana, el Evangelio nos invita a abrirnos a una nueva posibilidad. ¿Y si lo que planeé no sale como yo quería, pero sí como Dios quiere? ¿Y si, en vez de dar un portazo y mirar a otro lado, nos quedamos para contemplar el misterio de la vida y observar lo que pasa cuando dejamos actuar al Espíritu?

San Ignacio aconsejaba actuar «como si todo dependiera de ti, sabiendo que en realidad todo depende de Dios». Y es que nuestras buenas obras, nuestras buenas intenciones no caerán nunca en saco roto si tenemos fe. Si las ponemos en manos de Dios (y le dejamos hacer también a Él) serán restauradas por Dios todo misericordioso, y “la paz que sobrepasa todo juicio” alcanzará también nuestro corazón. En este inicio de curso, esa certeza impulsará nuestra siembra.