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#QuédateEnCasa Y... las estrellas bajaron a la tierra

Publicado: 24/03/2020: 17507

Un cuento familiar del sacerdote diocesano Alfonso Crespo que podemos hacer realidad.

La tarde había sido larga. La familia, reunida en el salón, había cerrado ya los juegos de mesa. Incluso se habían afanado sin éxito por encontrar varías fichas perdidas, algunas cartas extraviadas. Sofía, Lucas y Ángel, cansados del juego en común, extendieron sus piernas, queriendo ocupar cada uno la totalidad de los sofás, marcando su propio territorio. Casi agotados por un nuevo día, que se desarrolló igual que el anterior, y sospechando semejante al siguiente, quedaron en un mudo silencio, que no expresaba sino una tregua pactada. Los padres, Juan y Dolores, se afanaban en la cocina, preparando la cena.

A las ocho en punto, como un ritual, se sentaron todos a la mesa: Sofía sirvió el agua, Lucas trajo de la cocina la ensalada con más voluntad que entusiasmo, y Ángel esgrimió ser el benjamín de la casa para reclamar algún mimo. Su madre le sirvió el primero:

- «Ángel, ¡es crema de calabaza, que tanto te gusta!» Sonrió. No protestó nadie, cómplices de un pacto de no agresión. Sofía esbozó una sonrisa cómplice con Lucas...

- «Sofía, trae los sándwiches del microondas», intervino el padre, distraído en responder a un inoportuno whatsaap.

- «Lucas, ¿de jamón y queso... para ti?»... «Vegetal», reclamó Sofía... Los padres completaron el puzle y la bandeja quedó todavía con dos unidades pendientes de demanda. Lucas, sorprendentemente, se levantó ofreciendo una cesta con frutas, no sin antes dejar en su plato una espléndida pera.

La cena trascurrió rápida. Casi mecánicamente cada uno porto, en una procesión ordenada, sus platos a la cocina. Dolores armonizó todo en el lavavajillas.

Por edad, de menor a mayor, se desplazaron hasta los sofás, estrechándose con generosidad, dejando hueco al otro: Ángel, extendido, reposaba su cabeza sobre Dolores; Juan, compartía asiento con Sofía y Lucas... Todos, secretamente, querían contemplar la hermosa escena del hijo pequeño reposando en el regazo de la madre. Era como una vuelta a los felices días de la infancia. Sentados en ángulo, los ojos se desplazaban con agilidad mirándose a la cara.

Surgió una tertulia, sin preparar, sin que nadie llevase la voz cantante pero queriendo todos intervenir. Cada uno interrumpía la charla del otro, se pisaban las explicaciones. La tarde, como la tarde de ayer y quizás como la de mañana, había sido agotadora. El cansancio de la rutina iba minando más los ánimos que los músculos. Después de un largo silencio, Ángel tomó la voz cantante. Ya le habían explicado todo, pero él no entendía casi nada. Los «por qué», se repetían con una fuerza casi mecánica...

- «¿Por qué no se puede salir?».

- «Porque está prohibido, para no contaminarnos», replicaba con seriedad Lucas. - «¿Y por qué nos contaminamos si nos queremos?».

- «No se trata de cariño sino de salud. Si no nos tocamos es porque nos queremos más», replicó Sofía desde la seguridad de su corta experiencia. Ángel arqueó las cejas... y volvió a la carga:

- «¿Y por qué el virus corre tanto y nosotros vamos tan lentos?»... «¿Y cómo llega desde China...?» «¿Y quién lo ha traído...?» «¿Y por qué muere la gente...?

A cada por qué respondido, seguía otro por qué, brotando de la inocencia... La última pregunta cubrió de silencio las posibles respuestas, deteniendo el maratón de interrogantes.

La TV ofrecía una serie aceptable para todos. Se concentraron en seguir el argumento. Sofía puso cara de fastidio y Lucas, simplemente se concentró en las imágenes. Ángel, se desmarcó del cuadro familiar y con una mirada exigió a su padre:

- «¿Papá, me dejas hablar con los abuelos?» Juan frunció el ceño con dolor, recordando a sus padres, ancianos y solos en su piso: Le marcó el número y el pequeño, celoso de su intimidad, se retiró para hablar lejos del ruido del televisor. Ensimismados en el argumento, e inconscientemente disfrutando del descanso de los por qué de Ángel, trascurrió un tiempo. De pronto, el padre levantó la voz:

- «Ángel, es tarde, deja a los abuelos. Dales un beso de parte de todos. Diles que mañana por la mañana hablaremos...». Obedientemente, el niño volvió, no sin besuquear repetidamente el móvil como queriendo reclamar la necesidad de un contacto físico con quienes tanto quería. Sus abuelos, volcados en el más pequeño, revestían siempre su cariño del magisterio de la sabiduría que dan los años. A Ángel, le encantaban las historias de los abuelos; esas mismas historian que hacían salir discretamente del relato a Sofía y Lucas.

Las nueve, marcadas en el reloj y en los ojos de Ángel, señalaban el final de sus horas; caía rotundo en los brazos de su madre, con esa confianza que solo ellos pueden inspirar. Fue invitado a ir a su habitación... Remolón, se dejó llevar, en procesión de cariño, por los brazos de su padre.

Se acostó con tristeza... e incluso, como una oración final, preguntó a Dios, el Dios de su Primera Comunión que se había convertido en su gran confidente de las noches, por qué ocurrían esas cosas que él no entendía... Entre padre e hijo, recostados en la cama, continuaban todavía los por qué y las respuestas, en dura competición...

Por fin, la noche se cerró casi al mismo tiempo que los parpados del niño con la cómplice armonía de una suave lluvia. Las campanadas del viejo reloj de pared denunciaban una hora redonda: las diez. La lluvia se detuvo y poco a poco se fueron colgando las estrellas en el cielo, compitiendo en su brillo. La luna, como una enorme tajada de melón, presidía la bóveda celeste... ¡El cielo estaba realmente bello!

Sofía y Lucas, resistieron con sus padres el final de la serie. Las once del viejo reloj sellaron los besos de despedida. También el reloj, a las once, declinaba las campanadas hasta las ocho del nuevo día. Los dos mayores, por su propio pie, emigraron hacia sus habitaciones, refugiándose en auténticas madrigueras.

La hermana mayor, estirando su hermosa pereza, se ocultó en silencio en su cuarto; puso en formación sus libros sobre la mesa y amontonó los apuntes en un orden que intentaba trasladar a su confusa mente. Se tiro sobre la cama, cansada, quizás derrotada... aún conservaba el pijama que no distinguía la noche del día. Entornó los ojos en un sueño imposible... Un torbellino de imágenes comenzó a desfilar por su ardiente imaginación: las amigas, aquel amigo especial, la clase del colegio y los rostros graves de los maestros, el posible retraso de la selectividad, su futura carrera... y un verano en el aire...

La tentación del llanto fue vencida con el recurso al whatsaap... Abrió sus contactos... buscó sus favoritos y comenzó una conversación que se revistió pronto de monólogos compartidos... «Sí...» «Vale...» «Claro...» «Esperemos... Hay que resistir...». Cada interlocutor procuraba ocultar su debilidad, dando fingidos ánimos a su virtual oyente... La falta de presencia física, convertía cada escritura en un esfuerzo titánico y el resorte al audio no quería rasgar el silencio de la noche con mensajes ya repetidos y manidos... Finalmente desistió y se acunó en la almohada.

En la habitación contigua, Lucas, ya en 4º de ESO, hacía unos ruidos casi imperceptibles, como si una imaginaria pelota de tenis se abalanzará sobre el frontón de un armario. Tan solo el chándal que llevaba convertía aquella acción mecánica del golpeo de la pelota en un fingido deporte... era más bien un desahogo, evadiendo tensión. La lámpara, a veces cómplice, esquivó la pelota. Volvió sobre su mesa de estudio, convertida ahora en un campo de batalla: un ejército de apuntes, libros, cuentos, comics, juegos y pasatiempos... luchaban por encontrar su espacio adecuado en aquella mesa, convertida en un tablero de ajedrez donde se libraba una partida con el tiempo.... buscando un jaque mate al desánimo y el aburrimiento.

La ventana conjunta, nos abría la habitación del pequeño Ángel. La luz encendida, simulaba un estar aún en vela... Sobre su pequeña mesa de estudio, una bolsa de chuches, unos coloridos dibujos del cuaderno de los deberes y un libro con pastas duras y un título contundente: Jesús es el Señor, que le preparaba para su primera comunión, en mayo. Sin embargo, su cuerpo inmóvil, casi dentro de las sábanas, denunciaba la derrota del cansancio, provocado sobre todo por el transcurrir de unas horas que pasan con la lentitud de la espera de algo que se desea ardientemente. De pronto, una mano suave extendió el edredón, cubriendo el cuerpo dormido y el soplo de un beso invisible apagó la lámpara. Su madre salió sigilosa...

El cuarto quedó revestido de una penumbra de paz, acompasada por el resoplo rítmico de unas narices algo obstruidas por un incipiente resfriado. La puerta, entreabierta dejaba entrar un halo de luz desde el pasillo.

El salón de la casa, persistente en su deseo de mantener la vida y la vigilancia, permanecía encendido. Una música de fondo revestía de compañía las primeras horas de otra nueva adelantada madrugada, en la que los padres compartían silencio y alguna confidencia. Los dos amplios sofás que custodiaban la chimenea, antes lugares disputados, ahora pregonaban puestos vacíos. Los esposos, instintivamente, estaban el uno al lado del otro, más juntos y quizás más unidos, sentados, ya casi reclinados en el sofá más pequeño. Juan y Dolores respetaban mutuamente su silencio como lazo de unión.

Ella inició la conversación, desde los lugares comunes:

- «¿Has hablado con tus padres?» Él, musitó un «sí» ritual, que se convirtió en el anticipo de otra pregunta.

- «¿Y tu madre?» Ella, acompañó un «bien», escueto, con un apretón de su mano, que en la breve conversación se había deslizado hacia la suya.

- «He hablado también con....» y repasaron un rosario de rostros amigos...

- «He recibido este video, mira...»; «¿Has leído lo que ha enviado tu hermano...?». - «Me ha llegado por varios sitios...», repitió indolente.

La conversación, casi un susurro, derivo hacia un comentario sobre las últimas noticias: tantos contaminados, tantos muertos, tantas medidas... Y de nuevo el silencio, que unía aún más los pensamientos. Con delicadeza, Juan se insinúa:

- «¿Necesitamos algo? Mañana saldré a comprar: ¿qué me traigo?».

- «Hay de todo... pero quizás algo de pan... Bueno, trae algo para los niños... Podemos hacer... es la comida que más les gusta. Los niños pueden hacer rosquillas, disfrutan en la cocina».

Los dos volvieron a su lectura... Los móviles en silencio pretendían defenderse de la llamada inoportuna del insomne y de la del que había perdido, confundido, el ritmo del tiempo. La música de fondo dibujaba un adagio que revestía la noche de una intimidad aún mayor. Instintivamente se volcaron sus cabezas sobre el hombro del otro. Los libros, discretamente se cerraron en un «hasta mañana».

El tiempo casi se detuvo... El tópico de «las horas se hacen eternas», deambuló en su pensamiento y se contuvo en el balcón de los labios... Hay momentos en la vida que el silencio es la mejor palabra, porque solo él puede expresar todos los sentimientos, denunciar todas las emociones. El encanto contenido del instante lo rompió un ruido proveniente de la habitación del más pequeño. Era como un leve correr de cortinas que se había deslizado en el silencio de la habitación. La madre se levantó, soltando con lentitud la mano del esposo que quería retenerla:

- «Voy a ver al pequeño... Duerme mal. Está algo resfriado».

Con la levedad de un suspiro abrió un poco más la puerta. La luz del pasillo se adentró en la habitación, recuperando las imágenes del poder de las sombras: sentado en la cama, con los visillos entre sus manos, Ángel miraba tras la ventana.

La madre, encuadrando la escena y queriendo retener el momento, le miró extasiada. Él se volvió con una sonrisa cómplice. Sus ojos brillaban con más fuerza en su rostro aceituno y cada tiempo, rítmicamente, daba un sorbetón a su nariz y echaba para atrás el tupé negro que era como una cortina para sus dos grandes pupilas verdes. Su mirada era vidriosa, no se sabe si por unas contenidas lágrimas o por la ilusión de contemplar un cielo cargado de estrellas. La madre, con cariño, le recriminó:

- «¿No duermes, Ángel? Es tarde...».

- «Mamá, los abuelos dicen que cuando no podemos vernos ni hablarnos, si miramos las estrellas... ellas llevan los mensaje a las personas que queremos... Estaba hablando con los abuelos... Ellos también contemplan ahora las estrellas y hablan conmigo... Ellos están más solos que nosotros...». La madre contuvo el suspiro y apretó los dientes, pero aún más la cabeza de su hijo en su pecho.

- «Pero tú estás hablando con ellos... No están solos...». Le susurró la madre. Y aún con energía, replicó el pequeño:

- «Mamá -titubeó un instante- ¿y yo puedo hablar también con mis amigos a través de las estrellas?».

- «Claro que sí, Ángel, las estrellas son mensajeras de nuestro cariño para las personas que nos quieren...».

- «Mamá, y para que corran más rápidos los mensajes, ¿por qué no hay estrellas en la tierra?». La madre hizo un último esfuerzo:

- «Si las hay, Ángel, lo que ocurre es que no las vemos». La madre excusó su respuesta con una sonrisa.

Por fin, el sueño, como un emperador poderoso, se apoderó de la imaginación de Ángel. La madre lo reclinó, acompañando su esfuerzo con lágrimas de orgullo, debajo del edredón. Un beso en su frente, selló la confidencia.

El día siguiente fue como el día anterior. Seguramente como el de mañana. Pero la noche trajo una sorpresa.

Ángel se despertó sobresaltado. La tormenta había descargado pero aún estaba el cielo preñado de densas nubes. El silencio del viejo reloj señalaba que eran más de las once. Sigilosamente se levantó y volvió su mirada a la ventana; se asomó con ansias de ver la gran cabalgata de estrellas... Para hablar con los abuelos... Pero asombrado no encontró ninguna. Y la luna había faltado a su cita con la noche.
Instintivamente miró hacia abajo. Ya el cielo iba despejando las densas nubes, abriendo caminos a la luz y en los charcos que había dejado la lluvia, aquellos charcos donde él chapoteaba con sus botas de agua y que pertenecían a su territorio de juego, se vio un resplandor: Como bajadas del cielo ¡chapoteaban unas hermosas estrellas! y le guiñaban sus reflejos.

Ángel sonrió con más fuerza; corrió las cortinas negras de sus ojos verdes, sacudió con los nudillos sus párpados... más abiertos que nunca en plena noche y salió corriendo al cuarto de sus padres:

- «¡Mamá, papá, las estrellas han bajado a la tierra!».

Alfonso Crespo Hidalgo
 

Alfonso Crespo

Párroco de San Pedro Apóstol de Málaga

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