El perdón verdadero es aquel que brota de la paz con uno mismo.  De la seguridad en los propios criterios. En la serena contundencia de quien sabe que el amor lo puede todo.  El creyente además reconoce en el perdón un reflejo potente del amor de Dios.  Por eso quien no perdona no ha conocido en plenitud el amor de Dios.  Quien no perdona de corazón al hermano, aunque diga que tiene mucha fe, no alcanza al menos por un momento a ser buen creyente.

El perdón a veces cuesta.  Es más, el perdón a veces no llega. No se puede sentir o expresar lo que no se siente. Pero es necesario que nuestra actitud no quede encerrada, instalada, bunquerizada de manera que pase lo que pase no haya perdón.  Es necesario tener  la actitud de desear el perdón.  Y de rezar por el enemigo.

Recuerda siempre que para perdonar primero hay que hacer un recorrido interior. Hay que balbucear el perdón desde dentro.  Desde la paz interior.  Algo que solo se experimenta si vivimos tranquilos con nuestra conciencia.  Una conciencia bien formada.

Nadie podrá aportarte el don del perdón si no lo experimentas en tu interior o pides la fuerza de lo alto.  Si no pides la fuerza del amor y del perdón.  Del perdón auténtico que no es una pose que te hace aparecer como bueno sino un revulsivo para la conciencia propia y ajena.