Hoy está mal vista. Tiene muy mala prensa. El alargamiento de la vida, el ruido de las ciudades, ha roto el silencio de los siglos. La muerte ha salido fuera de lo socialmente correcto. La muerte ya nos es un punto final si no el final mismo, la última meta, un diluirse en la nada. Pero ¿qué es la nada? Solo eso, nada. Esta sociedad buscadora de tesoros no está para metafísicas. Solo sabe que gozar es “tener electrizada la médula espinal”. Y la muerte nos deja sin médula. Es decir, cuando desaparece el fluido de la médula, termina la fiesta.

Dejar de ser. Cortar la cadena de los sentidos para hundirse definitivamente en la nada. ¡Y dale con la nada! Insisto ¿qué es la nada? Pues algo indefinible. ¿Indefinible? ¡Claro! Indefinible porque no existe. Nadie puede definir lo inexistente. Un pozo sin fondo. No hay que preocuparse. Sin embargo, -hay que ver- siento aquí, en el alma, “un algo, un no sé qué”   como dijo el poeta Joaquín Baltrina. Pero, volviendo a lo mismo ¿por qué es indefinible la nada? Pues porque la nada no existe. ¿Caminamos hacia lo inexistente? Pues, hombre, lo dice la lógica del vocabulario. Morir es dejar de existir. Sin embargo, algo nos dice que caminamos hacia “Algo” no hacia nada. ¡Qué dilema!

San Pablo se preguntaba “¿dónde está, muerte, tu aguijón; ¿dónde, se pulcro, tu victoria?” Y agregaba categórico; ¡Ninguna condenación hay para los que mueren en Cristo!” Es verdad; solo el Señor Jesús ha vencido a la muerte. Solo Él es Camino al Paraíso. El Camino de regreso al lugar de donde salimos. Él abre los ojos que la muerte cierra a lo largo larga de la vida diaria. 

La Iglesia celebra cada año el triunfo de la Vida sobre la muerte. Y pide por sus muertos porque sabe que “ninguna condenación hay para los que mueren en Cristo”.

La Iglesia no celebra la muerte sino la Vida definitiva en el Señor Jesús.