«La admiración de un musulmán»

Publicado: 06/08/2012: 1395

Al empezar el año 2001 he vuelto a programar mis visitas a los internos del Centro Penitenciario de Melilla.

Los martes visito los reclusos del Módulo de Aislamiento; los jue­ves, el Módulo de Mujeres; y el viernes, el de Jóvenes. Cuando me es posible, también visito a los internos de la Enfermería.

Cada uno de los Módulos me produce sentimientos diferentes. Por sentimiento entiendo sufrir y sentir con los presos visitados.

Los del Módulo de Aislamiento son los que más me duelen, por­que, además de estar recluidos por una falta cometida, sufren otra co­rrección impuesta por faltas disciplinarias graves u otros motivos. Car­gan la soledad con otra soledad. El “aislado” pasa el día en una celda individual; sale de ella una hora por la mañana y otra por la tarde, pa­seando por un reducido patio rodeado de altas paredes que sólo le permi­ten ver el cielo. La corrección no les “cura’, más bien les humilla y les subleva. Espero que un día se encontrará un medio de corrección más humano y eficaz.

Como capellán, se me permite hablar por separado con cada uno de ellos. La primera reacción del “aislado” ante mí es de prevención y desconfianza. Cuando les digo que estoy allí para ayudarles en lo que sea posible, a veces se abren con sinceridad y gratitud. Otras, permanecen encerrados en sí mismos. No quieren compartir su problema conmigo. Les respeto y no pregunto nada. Algún que otro “aislado”, después de escucharle y escucharme, se pone a llorar. Quizás nadie les había escu­chado antes. Pienso que, al final, agradecen mi visita, aunque no pidan nada o yo no pueda hacer nada por ellos. La simple conversación, llana y abierta, les consuela y anima.

Los sentimientos que me producen las visitas semanales al Módulo de Mujeres y jóvenes, los contaré en otra ocasión. Hoy quiero ampliar lo que os he dicho sobre el Módulo de Aislamiento, centrándome en un caso concreto.

Hace quince días, al visitar a un “aislado” musulmán, después de escucharle le pregunté si creía en Dios. “Sí”, fue su respuesta. “Si crees en Dios –le dije–, ¿le adoras, le das gracias, le pides perdón y ayuda?” “No sé rezar, Padre. Lo haré cuando sea mayor. Lo hice cuando, de pequeño, iba a la mezquita. Ahora se me han olvidado los rezos”. Entonces le prometí que, a la semana siguiente, le entregaría un folleto de rezos islámicos.

Cuando bajaba del Monte María Cristiana (así se llama la colina donde está situada la Cárcel de Melilla), y con el fin de que no se me olvidara, me fui directamente a la mezquita central, que es algo así como nuestras catedrales. Allí junto a las fuentes de purificación, hay un vende­dor de calle con su pequeña mesa sobre la que tiene expuestos y vende, además del Corán, libros relacionados sobre el Islam. Alrededor de la mesa había un grupo de cuatro o cinco musulmanes españoles. Uno de ellos vestía mejor que los demás, adivinándose así una mejor situación económica. Cuando me acerqué, me di cuenta que todos se sorprendían. “¿Qué hacía allí un cura? ¿A qué iría?”, me pareció que se preguntaban. Se dirían “cura” porque se fijaron en mi alzacuello blanco. Además, pro­bablemente alguno de ellos o todos me conocían por haberme visto por las calles de Melilla, que recorro a pie más de una y dos veces al día.

“Por favor –dije al tendero–, ¿tiene Vd. la amabilidad de venderme un folleto de oraciones islámicas? Es para un joven musulmán que está en la cárcel”. Me pareció que tanto el tendero como los otros “espectado­res” quedaban sorprendidos. Cuando me saqué el portamonedas del bolsillo, disponiéndome a pagar las 200 pesetas que costaba el folleto, el musulmán que vestía mejor me coge la mano, diciéndome con respeto. “De ninguna manera, Padre (así me llaman muchos). Esto lo pago yo. ¿dónde se habrá visto que un cristiano compre un folleto de rezos islámicos para un joven musulmán? Esto lo pago yo. Lo pago yo”, insistió. Me resistí y pagué yo el folleto. Entonces, entre admirado y emocionado, dijo: “Usted, Padre, en adelante tendrá en mi corazón un lugar de respe­to y aprecio”. Y me apretó la mano en señal de amistad.

Mientras me alejaba de la mezquita, pensé que mi gesto no tenía nada de extraordinario; fue un gesto normal que hubiera hecho cual­quier persona. Por eso me sorprendió la admiración del musulmán.

Antes de meterme en la cama, cuando en la oración de la noche hacía una revisión o examen de lo que me había acontecido aquel día, pensé, deseé y pedí a Dios que también en los países islámicos se pudie­ran encontrar musulmanes que compraran los Evangelios o libros de ora­ciones cristianas para los pobres que creen y siguen a Jesucristo. Espero que algún día será así.

Marzo 2001. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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