«Entremos en la intimidad de Dios»

Publicado: 06/08/2012: 1514

 Aconteció en Chile, concretamente en el campamento minero de Chuquicamata, junto al oasis-ciudad de Calama, al norte del país andino, en pleno desierto de Atacama, el más árido del mundo.

En el oasis-ciudad de Calama, el sacerdote navarro Faustino Ardanaz, de acuerdo con el Sr. Obispo de Antofagasta, había pedido la colabora­ción de dos sacerdotes de la diócesis de Barcelona, pertenecientes, como él, a la OCSHA (Obra de Cooperación Sacerdotal Hispano-Americana), para fundar un colegio de primera y segunda enseñanza. Se llamaría Ins­tituto Obispo Lezaeta, en recuerdo del primer obispo de aquella Diócesis del Norte de Chile. Los sacerdotes barceloneses designados fuimos Joa­quín Farrás y yo. Finales de 1959.

Era la primera vez en mi vida que me veía involucrado en un traba­jo de enseñanza. A pesar de contar con escasos medios, Joaquín y yo hici­mos todos los posibles para que la idea de Dn. Faustino llegara a ser una realidad.

El primer curso se inició en 1960. A mí me correspondió un grupo de alumnos, cuya edad oscilaba entre los 10 y 12 años. Para comprender­les mejor, se me ocurrió visitar a sus respectivas familias.

Comencé por el campamento minero. La primera familia a visitar fue la de los señores Saavedra. El motivo (excusa, en este caso) fue entre­gar a los padres una carta del Director del Instituto por la que se les invi­taba a una reunión.

Llamé a la puerta. Salió la mamá de mi alumno. Nos cruzamos un saludo respetuoso. Le entregué la carta, resumiéndole en pocas palabras el contenido del escrito. Lo agradeció. Y nos despedimos dándonos educadamente la mano. La señora fue poco cortés porque no me invitó a entrar; yo, demasiado tímido, por no ser capaz de iniciar una simple con­versación: “¡Vaya chasco!, pensé para mí; así jamás conoceré a las familias de mis alumnos”.

A los tres meses, y no recuerdo el porqué, tuve que visitar de nuevo a la familia Saavedra. En aquella ocasión, la madre de mi alumno me invitó a pasar al recibidor y sentarme. Llamó a su esposo, que salió para saludarme y quedarse en el recibidor con nosotros. Charlamos un buen rato.

Pasada ya la mitad del curso, me encontré casualmente por la calle al Sr. Saavedra. Me saludó con amabilidad y me invitó con insistencia a comer el sábado siguiente en su casa. “Gracias a Dios, ¡eso es lo que yo quería!”, me dije.

Llegado el día, fui a Chuquicamata, llamé a la puerta, se me recibió con pruebas evidentes de afecto, se me invitó a pasar al recibidor donde habían preparado unos aperitivos; luego pasamos al comedor. Y si la co­mida fue excelente, más lo fue la conversación. Se había iniciado una gran amistad entre los señores Saavedra, sus hijos y yo. En la siguiente invitación la señora Saavedra me pidió que pasara a la cocina para que viera dónde y cómo ella preparaba aquellos suculentos manjares que lue­go servía a la mesa. Me pareció, como así lo pude comprobar más tarde, que “se me había introducido” en la intimidad de la familia.

En un hogar lo más importante es la mesa del comedor. Alrededor de la mesa se sienta toda la familia (padres, hijos, abuelos...), para rehacer fuerzas físicas y estrechar, a través de la conversación, los vínculos de amor de todos sus miembros.

La meta o plenitud de la salvación (hecha realidad en la encarna­ción, en la muerte y en la resurrección de Cristo) que Dios señala y ofrece a la humanidad, es la de entrar en el círculo de sus amigos íntimos, tan íntimos que llegan a ser sus hijos adoptivos. No hay mayor intimidad que la filiación. Leamos las palabras de Jesús:

“El que me ama, se mantiene fiel a mis palabras. Mi Padre lo amará, y mi Padre y yo vendremos a él y viviremos en él... El Espíritu San­to, a quien el Padre enviará en mi nombre, hará que recordéis lo que yo os he enseñado”(Jn 14, 23-25).

Al ser libre y racional sólo se le concede entrar en la intimidad de Dios, en el misterio de la vida trinitaria, por el amor. No hay otro camino. Sólo por el amor se llega al Amor.

La participación en la vida íntima de Dios es un don, un regalo gratuito. Se nos da. Pero se da al ser libre. Y éste lo puede recibir o recha­zar. Nuestra voluntad-libertad juega un papel imprescindible. Y esta vo­luntad-libertad del ser racional sólo llegará a la intimidad divina, si se deja coger de la mano de Dios y colabora con El en subir los peldaños que nos introducen al comedor (intimidad) de la casa del Padre. Hay un pro­ceso: llamar a la puerta, es decir, deseos de conocer a Dios; dejar la “mal­dad” fuera (cambio de vida) y entrar en el recibidor (Iglesia), es decir, una vez arrepentidos, iniciar una catequesis eclesial progresiva y total; y, final­mente, “entrar en el comedor”, en lo más íntimo, es decir, participar con toda la familia de creyentes en el banquete en que Cristo se nos da como alimento:

“El que come mi carne y bebe mi sangre vive en Mí y yo en él. El

Padre, que me ha enviado, posee la vida, y yo vivo por El. Así, tam­

bién, el que me coma vivirá por Mí”(Jn 6, 56-57).

Resumiendo: la misa (Palabra y Eucaristía, celebrada en comuni­dad eclesial y “abierta”) es el camino para compenetrarnos con Cristo. Y por El y en El llegar a la intimidad de la vida trinitaria de Dios.

Señor: que no me cierre a tu amistad; que sepa vivir la filiación adoptiva que me regalas.

Febrero 2000. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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