«El Padre nos quiere alegres»

Publicado: 03/08/2012: 1305

Probablemente muchos de nosotros hemos escuchado, leído y meditado muchas veces la parábola de la misericordia, la del padre bue­no, la del hijo malgastador o pródigo (Lc 15, 11-32). Me atrevo a invitaros ahora a ampliar la parábola con nuestra imaginación (corazón), sin salir­nos de los parámetros trazados por el evangelista Lucas.

En la supuesta ampliación de la parábola caben dos lecturas: la pri­mera, incorrecta, podría ser la siguiente: El sentimiento morboso de su culpa no dejaba tranquilo al hijo pródigo. Por la noche, a veces se desper­taba convulsionado, después de haber soñado con el amigo infiel que le cerró la puerta de su casa cuando él, una vez terminado el dinero, le pidió alojamiento; o con el patrón que le mandó a su finca a cuidar cerdos. Le parecía sentir todavía el dolor del estómago vacío y de los pies hinchados.

Durante la jornada, cuando salía y entraba de la casa de su padre, que era también la suya, y se cruzaba con alguno de los criados o con su mismo hermano mayor, sentía sus miradas como dardos ardientes que se le clavaban en el corazón. Más aún: le parecía que su mismo padre que le había acogido con alegría a la vuelta de su periplo de pecado, ahora no le tenía el mismo afecto que antes. Y aunque le decían que todo había pasado, que todo se había olvidado... el hijo pródigo se carcomía por el sentido morboso de la culpa.

Hasta aquí la lectura ampliada o incorrecta de la parábola; incorrec­ta porque no corresponde al parámetro de la misericoria del padre, se­gún el evangelista Lucas. Veamos ahora la ampliación correcta, digo yo, de la parábola:

- El hijo pródigo, totalmente integrado a la vida del hogar, sentía una indescriptible alegría por el aprecio recuperado. El recuerdo de lo pasado sólo hacía aumentar su gratitud.

-El sentimiento de haber hecho sufrir a su padre no conseguía otra cosa más que fortalecer su voluntad de servirle.

-Comprendía que el generoso perdón paterno ahora tenía que ser correspondido por un trabajo hecho con alegría. Una hipoté­tica tristeza suya, hubiera sido una tristeza para su padre. Y eso no podía consentirlo de ninguna manera.

-La tristeza de la ausencia pasada no podía enturbiar el gozo pre­sente. Y el hijo pródigo silbaba y cantaba mientras cargaba gavi­llas; y bromeaba con los criados; y hablaba con su hermano mayor, mirándoles a los ojos que no se resistían; y sentía el in­conmensurable afecto del padre siempre que estaba con él; se sentaba en la mesa común del hogar, compartiendo comida y alegría.

Opino que esta sería la ampliación acertada de la parábola de la misericordia, la del padre bueno, la del hijo malgastador o pródigo.

En nuestro mundo hay mucha tristeza, demasiada tristeza, a pesar de la barata alegría que se nos vende en cada esquina de la vida. Esto es explicable en la medida que el sentido de culpa proviene del rechazo del amor.

Dios-Padre nos ha creado para que seamos alegres; alegres con la alegría de quien se siente amado por quien todo lo puede; y eso, a pesar del dolor físico, síquico o moral que parece aplastarnos. Porque todo lo negativo pasará. Sólo permanecerá el gozo. Esta es la promesa del Padre, dada en Jesús, promesa que no puede fallar.

Y si grandes fueron nuestros pecados y grande es nuestro dolor de existir en un mundo zarandeado por el Maligno, a más de vernos a me­dio camino de plenitud, a semejanza del feto de pocos meses en el vientre materno, más grande es el amor y el poder de Dios-Padre que nos ha prometido que todos llegaremos a la meta, siendo invitados a compartir en su casa –en la intimidad de su Ser– el inmenso gozo de ser hijos suyos.

Padre: haz que nada, ni nadie me arrebate mi alegría.

Septiembre 1999.

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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