«¡Dios mío, cuánta paciencia!»

Publicado: 03/08/2012: 2093

 ¡Dios mío, cuánta paciencia!, exclaman la madre o el padre cuando, por la noche, tienen que levantarse seis o siete veces de la cama para pasear al bebé llorón hasta que se queda dormido, para despertarse de nuevo, al poco rato.

¡Dios mío, cuánta paciencia!, suspira uno de los cónyuges ante los caprichos o celos infundados de su pareja.

¡Dios mío, cuánta paciencia!, se queja uno de los familiares del abue­lo que sufre demencia senil, y que le ha dado por abrir a cualquier hora los grifos de agua de la casa.

¡Dios mío, cuánta paciencia!, dice el dirigente local del partido polí­tico X, ante la desidia de sus militantes.

¡Dios mío, cuánta paciencia!, comenta el párroco ante el poco inte­rés manifestado por sus feligreses, a los que reiteradamente ha invitado a unas charlas sobre la oración, y no asisten.

¡Dios mío, cuánta paciencia!, exclama el misionero ante la dificuldad que supone ayudar a los catecúmenos de una determinada comunidad de misión a superar sus ancestrales supersticiones.

Desde el punto de vista espiritual, nosotros somos el niño llorón, el cónyuge insoportable, el abuelo demente, el militante desidioso, el feli­grés anodino, el catecúmeno supersticioso... Dios, nuestro Padre-Madre, tiene todo el derecho a quejarse de nosotros.

Sin embargo, Dios es paciente para con nosotros. Su bondad y su misericordia esperan, sin fecha, nuestra conversión. San Pablo se lo re­cuerda a los cristianos de Roma: “¿Desprecias acaso la inmensa bondad de Dios, su paciencia y su generosidad, ignorando que es la bondad de Dios la que te invita al arrepentimiento?” (Rm 2,4).

Y si nos olvidamos de la espera del Padre, y reincidimos en la ingra­titud, El vuelve a recordarnos su paciencia. Lo vemos en la parábola de la higuera estéril. Ante la decisión del dueño del campo de cortarla, el labra­dor le dice: “Señor, deja todavía la higuera este año. Yo la cavaré y le echaré abono, a ver si da fruto en lo sucesivo” (Lc 13, 6-9).

Si Dios es paciente con nosotros, es justo que lo seamos con los demás.

La persona paciente es tolerante; y la tolerancia es prueba que el Espíritu del Padre está con nosotros. Así lo escribió S. Pablo a los gálatas: “Los frutos del Espíritu son: amor, alegría, paz, tolerancia, amabilidad, bondad, fe, mansedumbre y dominio de sí mismo” (Gál 5,22).

Tengamos en cuenta, además, que una de las garantías del auténti­co amor cristiano es la paciencia. Nos lo dice el Apóstol: “El amor es pa­ciente y bondadoso” (1 Cor 13,4).

Pero no es fácil ser paciente, comprensivo, tolerante... Con dema­siada frecuencia, ante los defectos ajenos nos ponemos impacientes (no­pacientes), cuando no, exigentes. Pretendemos que los demás piensen y actúen como nosotros; y entonces imponemos. En la mayoría de los ca­sos, la imposición se da cuando carecemos de razones convincentes o no tenemos la capacidad de ponernos en el lugar del otro.

Sólo con la fuerza de Dios podemos superar nuestra actitud negati­va. San Pablo también nos lo recuerda: “El poder glorioso de Dios os hará fuertes hasta el punto de que seáis capaces de soportarlo todo con pacien­cia y entereza, llenos de alegría...” (Col 1, 11).

Padre, gracias por la infinita paciencia que tienes conmigo. Ayúda­me a tenerla también para con los demás.

Abril 1999. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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