«Trípticos del Espíritu»

Publicado: 03/08/2012: 1226

 

  1.  Detectado un impetuoso solano, procedente del corazón del Sá­hara, que hace avanzar el desierto, formando nuevas dunas de más de 30 metros de altura, arrasando cultivos subtropicales y sumiendo en la mi­seria a miles de agricultores.
  2.  “Un viento sopla sobre las dunas del desierto hacia la capital de mi pueblo; no es viento de aventar, ni de cribar, sino viento huracanado a mis órdenes” (Jeremías 4, 11-12). El solano, “viento del desierto” que seca las fuentes y agota manantiales, se denomina “viento del Señor” (Os 13,15).
  3. A veces el Aliento del Espíritu nos “seca” es decir nos empobrece. En nuestro interior crecieron matorrales que no dan frutos de verdad, ni de bien. Estos matorrales estériles sólo los conoce Dios. Nosotros, ilusio­nados por su falso verdor y cobijados bajo su aparente sombra, vivimos sin cosechar frutos de vida. Necesitamos renovarnos a partir de las ceni­zas de nuestras vanidades, quemadas por el “fuego” purificador del Se­

 

ñor. Y así nuestra tierra queda abonada para nuevos cultivos. Aunque nos cueste, deberíamos decirle al Señor: envía sobre mí el fuego abrasa­dor de las maldades por mí desconocidas.

* * *

  1.  En los próximos días, un huracán azotará la zona tropical. Sus vientos de más de 190 km. por hora, levantarán olas de más de diez me­tros y arrasarán las costas.
  2.  “Hay vientos creados para el castigo que con su furia descuajan las montañas” (Ecl. 39, 28). “Gime, ciprés, porque ha caído el cedro; por­que los majestuosos han sido arrasados” (Za 11,2).
  3. Algunas veces, cuando persistimos en nuestras vanidades, el Es­píritu actúa con violencia. Lo hace por nuestro bien. Es una violencia “amorosa”. Cuando construimos “torres de Babel” para unas ventajas propias y exclusivas, a costa de los más débiles, o levantamos montañas para una seguridad que excluye a otros... la fuerza del Señor, el Espíritu, derriba nuestros planes. Nuestra complacencia y nuestra seguridad sólo tienen sentido cuando glorificamos a Dios; y la gloria del Señor se mani­fiesta cuando nos complacemos buscando el bien del otro.

 

* * *

  1.  Durante los próximos días, una masa de nubes cruzará de Oeste a Este todo el Sur de Europa, dejando lluvias moderadas y persistentes que beneficiarán los campos de la Península.
  2.  “Cuando derrame sobre vosotros el aliento de lo alto, entonces el desierto será un vergel, y el vergel contará con un bosque” (Is 35, 15). “El dará lluvia a la sementera con que hayas sembrado el suelo, y la tierra producirá pan que será pingüe y sustancioso” (Is 30, 23).
  3.  Pasamos por momentos, por días, por épocas de silencio y de quietud. No escuchamos la palabra alentadora, ni nos mueve la acción creativa. Un manto estéril parece cubrirnos. Pero Dios sigue actuando en nuestro interior, como actúa la leve y persistente lluvia otoñal. Sólo cabe esperar. Esperar firmes en el Señor. Después, quizás cuando menos lo esperemos y de la manera menos prevista, veremos y cosecharemos los frutos de nuestra fidelidad a Dios. El siempre actúa a favor nuestro, aun­que nos parezca ausente o lejano. La presencia y la acción del Espíritu en nosotros es casi siempre discreta y silenciosa, pero siempre eficaz.

 

* * *

 

  1.  Cielo despejado y tiempo soleado. La temperatura oscilará entre los 15 y los 18 grados. Ligera brisa en el mar.
  2.  “Adán y Eva... oyeron el ruido de los pasos de Yahveh Dios que paseaba por el jardín a la hora de la brisa”(Gn 3, 8). “...Y en el susurro de la brisa Elías comprendió que pasaba Dios” (1 R. 19, 12-13).
  3.  Ninguna persona puede renunciar a sus deseos de felicidad. El Espíritu nos ha “estructurado” así. Dios sería un burlón si estos deseos de felicidad no pudieran verse un día totalmente realizados. Cada vez que disfrutamos de la “brisa”, es decir de momentos de felicidad, es que Dios nos está rozando. La felicidad (brisa en términos bíblicos) es anuncio, es augurio de la plenitud de la vida que se nos ha prometido. Por la “brisa” (momento de felicidad) el Espíritu nos lo va recordando.

 

Noviembre 1998. 

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

Más noticias de: