«El secreto de Dios» Publicado: 03/08/2012: 1441 Dios tiene muchos secretos; más aún: Dios es el “secreto impenetrable”. De El sólo sabemos lo que nos dijo Jesucristo y lo que en la misma persona de Jesucristo se nos reveló. Entre los secretos de Dios está saber quiénes y cuántos se salvan. A desvelar este secreto iba dirigida la pregunta que uno le hizo al Señor: “...¿Son pocos los que se salvan?” Y Jesús, eludiendo la pregunta, contestó: “Esforzaos en entrar por la puerta estrecha...” (Lc. 13, 23-24). Muchos continúan haciéndonos la pregunta: ¿Quién se salva? Y los cristianos contestamos de una manera clara y rotunda: sólo en Cristo se da la salvación. Nuestra contundente afirmación (“afirmación pretenciosa”, dicen algunos) la fundamentamos, entre otros, en los siguientes textos bíblicos: “Por su nombre (la fuerza de Jesús) se presenta éste sano (el lisiado curado) ante vosotros... Ningún otro puede salvar” (Hch 4,1012). “No hay más que un Dios... y un solo Señor, Jesucristo, por quien existe el universo y por quien nosotros vamos al Padre” (I Cor 8, 5-6). “Dios es uno, y uno solo el mediador entre Dios y los hombres” (I Tim 2, 5-6). “Dios no mandó a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por El” (Jn 13-17). El Papa Juan Pablo II en su encíclica Redemptoris Missio resume todas estas afirmaciones bíblicas diciendo: “Los hombres no pueden entrar en comunión con Dios, si no es por medio de Jesucristo” (RM, 5). Aceptar y afirmar que Cristo es causa constitutiva de la salvación de toda la humanidad es parte integrante del núcleo esencial de nuestra fe. Pero, entonces, ¿cuál será la suerte final de los miles y miles de millones de seres humanos que no pudieron escuchar y, por tanto, no tuvieron la oportunidad de aceptar el Evangelio? El Concilio Vaticano II (LG, 5) nos abrió el camino de la comprensión a lo que afirmaba, a su vez, san Pablo: “Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad” (Tim 2,4). Los Padres Conciliares lo formularon acertadamente así: “Cuanto hay de bueno y verdadero entre ellos (los no-cristianos), la Iglesia debe considerarlo como preparación (aceptación virtual) del Evangelio”. El bien que hacen y la verdad que profesan los no-cristianos, debe tenerse como gracia “otorgada por quien (Jesucristo) ilumina a todos los hombres, para que, al fin, tengan vida”. No podía ser de otra manera; de lo contrario, no sería justo que aquellos a quienes, sin culpa propia, no les hubiera llegado el anuncio de la Buena Nueva de Jesucristo se vieran privados de la plenitud de la vida. Entonces, alguien podría pensar equivocadamente que si todas las personas de “buena voluntad” se salvan, no hay por qué “angustiarse” para que les llegue el anuncio de la Buena Noticia. La misión no tendría sentido, como tampoco tendría sentido la exclamación de San Pablo: “Ay de mí si no anuncio el Evangelio” (I Cor 9,16). La equivocada comprensión del texto conciliar (LG, 5) puede ser, entre otras, la causa de la disminución del espíritu misionero en algunos sectores de la Iglesia católica. Contra esta “equivocación” está, ante todo, la voluntad explícita de Cristo: “Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes” ( 28, 19). Por otra parte, es evidente que a quienes nos ha llegado la proclamación de la Buena Noticia se nos hace más fácil y segura no sólo la salvación eterna después de la muerte, sino la gracia de vivir con gozo, esperanza y creatividad (trabajo a favor del progreso) nuestra historia. Se ha dicho, con acierto, que la Iglesia es misión o no es la Iglesia de Jesucristo. A medida, pues, que los cristianos vivamos la dimensión misionera de nuestra fe, hacemos posible que la Iglesia sea misión, que la Iglesia cumpla con el encargo de Jesucristo. El secreto de Dios, que quiere que todos los hombres se salven y da los medios para ello, no dispensa a los creyentes de trabajar para que el secreto vaya desvelándose. Con la misión (envío a predicar la Buena Noticia a todos los hombres) colaboramos a que la salvación “total y definitiva” no sea tan difícil y sea más segura, al mismo tiempo que la humanidad, con la fuerza del Evangelio, encuentra sentido a su tarea de transformar en mejor el mundo de ahora y de aquí. Noviembre 1997. Autor: Mons. Ramón Buxarrais