«No saben hacer la señal de la cruz»

Publicado: 03/08/2012: 2905

•   XXVII Carta a Valerio

Querido Valerio:

El otro día en una reunión de catequistas que preparan a los niños de Primera Comunión, un joven decía, entre sorprendido y contrariado, que en los primeros encuentros con los pequeños de su grupo, se dio cuenta que más de la mitad no sabían hacer la señal de la cruz, ni tenían la más remota idea de quién era el que estaba clavado en ella. «¡La culpa es de los padres!», decía indignado y con tono acusativo. Y tenía razón, ¿no crees, Valerio?

La preocupación de los padres

Bien sabes, Valerio, que los padres, por lo general, se preocupan casi minuciosamente del alimento y de la higiene de sus hijos. Es un lo­gro, sin duda; pero uno se pregunta si tienen el mismo interés en la for­mación de criterios y actitudes de sus pequeños, adaptándose, claro está, a la capacidad de su edad. Y si se trata de familias que se dicen católicas, nos podríamos también preguntar: ¿Cuál es la preocupación de los pa­dres por el despertar religioso de sus hijos?

Son como cera blanda

Si no recuerdo mal, Valerio, hace ya unos años tuvimos una intere­sante conversación sobre la educación de los niños desde su más tierna edad hasta los cinco años. Y me decías: «Son como cera blanda; una cera que después se endurece y en la que quedan grabadas para siempre las primeras huellas que la moldearon». Y llevabas razón; una razón que es válida en la medida en que no se absolutiza. Porque hay niños que han recibido una buena educación desde su infancia y después «se tuercen»; por el contrario, los hay que no tuvieron la adecuada educación por parte de sus padres, y de mayores llegan a ser muy buenas personas.

Pero, admitiendo lo de «cera blanda», es cierto que entre los peda­gogos y psicólogos especializados en la educación de lactantes y primera infancia, se insiste en la importancia que tiene el contacto corporal y cari­ñoso de los padres con el niño; las expresiones faciales que el pequeño, a su manera, observa en sus progenitores; el tono suave o brusco de las palabras que el hijo no comprende, pero oye... y tantos otros insignifi­cantes detalles que, a primera vista, parecen no tener importancia, pero tal vez determinen el futuro del niño.

Teniendo en cuenta los datos recogidos por expertos, es necesario, querido Valerio, que los padres tengan en cuenta también la capacidad receptiva de sus hijos en lo que al aspecto religioso se refiere. Ellos son los primeros y más importantes catequistas de sus hijos.

Abusando de tu paciencia, permíteme mostrarte el reverso de la medalla de lo acontecido al joven catequista. Lo haré a través de unos hechos muy simples, pero reales.

El cura reza

Cuando allá por los comienzos de mayo subía andando, como ha­bitualmente hago, desde el Obispado a la colina del Seminario, me en­contré con dos niños de unos cinco años aproximadamente, que estaban recogiendo flores crecidas a la vera del camino gracias a las lluvias prima­verales. (Esto es real, Valerio; no es para ponerle poesía al hecho). Cuando me encontraba más o menos a unos quince metros de distancia de los pequeños, el que parecía más avispado, dijo a su amigo señalándome: «¡Un cura!». El otro le pregunta: «¿Qué hace un cura?». (Ya sabes, Valerio, que los niños comprenden más por descripciones que por definiciones). Y el «avispado» respondió: «Un cura... un cura... pues, mira, un cura reza». Por el silencio ambiental del bosque que rodea al Seminario, pude escuchar perfectamente aquella espontánea conversación de los niños, que me seguían mirando con cierta extrañeza. Al verme sonreír, tomaron confianza y corrieron hacia mí. Y sin más tapujos el que se las daba de «entendido», me preguntó: «¿Tú eres cura?». «Sí, le dije, soy cura». «¿Y tú rezas?», insistió el pequeño. Aquella pregunta me golpeaba como exi­gencia y hasta como acusación. Contesté: «Pues claro que rezo». Enton­ces, con tono imperativo me dijo: «A ver, ¡reza!». Juntando mis manos y mirando hacia lo alto de la colina, comencé a rezar muy despacio la ora­ción del Padre Nuestro. Por el rabillo del ojo me daba cuenta que los dos niños me escuchaban y observaban sorprendidos y admirados y, de vez en cuando, se intercambiaban rápidas miradas. Cuando terminé, les dije: «¿Queréis que os eche la bendición?». «¿Eso que es?». «Pues mira, haceros la señal de la cruz en la frente», contesté. Y a coro respondieron: «¡Sí, sí! Y les hice la señal de la cruz en la frente que se la miraban uno a otro, como esperando que les hubiera quedado marcada visiblemente. Les pregunté dónde vivían, y me señalaron los chalets adosados, situados junto a la colina del Seminario, a poca distancia de donde nos encontrábamos. «Pues, ¡hala!, fueron mis últimas palabras, que seáis buenos amigos, que queráis mucho a vuestros padres y que también vosotros recéis cada día». Y aquí termina, querido Valerio, no la «historieta», sino lo que yo consideré una de esas pequeñas teofanías con las que el Señor nos sorprende a menudo.

Al día siguiente, en la homilía de la misa que celebré con los seminaristas, les contaba lo que me había acontecido la tarde anterior. Y les decía: «¿Quién le habrá dicho al pequeño que el cura reza o mejor que el cura debe rezar? Estoy seguro que lo había aprendido en su casa de labios de sus padres o abuelos. Aquel niño tenía la suerte de ser ayudado en su despertar al hecho religioso».

«Mamá, mira, ¡una cruz!»

Hace pocas semanas tuve el gozo de vivir un hecho semejante. Me encontraba frente a la casa de las Hermanas de la Cruz saludando a los que llegaban para participar en la misa de acción de gracias con que cele­brábamos los cincuenta años de la fundación del convento.

Llegaba una mamá con su hijo en brazos. El pequeño apenas tenía dos años. Mientras intercambiábamos unas palabras de saludo, el niño nos interrumpió diciendo: «Mamá, mira; ¡una cruz!», y señalaba la verja de la mampara del convento en cuya parte superior había efectivamente una cruz. «¿Cómo sabe que es una cruz?», pregunté a la madre. «Es que todas las noches, al acostarse, da un beso al crucifijo que tiene en la cabe­cera de su cama».

Aquella madre, quizás sin pretenderlo, se había convertido en la primera y más importante catequista de su hijo, ayudándole en su des­pertar religioso a través de la veneración diaria que el niño, con su beso, rendía a Jesucristo, clavado en la cruz.

«Papá, ¿por qué han atado al Señor?»

Los malagueños, sobre todo el pueblo más sencillo, sienten una gran devoción al Cautivo. El Cautivo es una bella imagen que se procesiona al atardecer de cada Lunes Santo por las calles de Málaga. Representa a Jesús maniatado en el momento de ser conducido ante el Sanedrín o Poncio Pilato.

Durante la Semana Santa tengo la costumbre de mezclarme entre la gente congregada en las aceras de las calles para ver algunas de nues­tras procesiones. En este caso era la del Cautivo. En el conocido y popular barrio de la Trinidad, me llamó la atención un hombre alto y fuerte que sostenía sobre sus hombros a su hija de cuatro o cinco años para que pudiera ver más fácilmente la procesión. Cuando pasaba frente a noso­tros la imagen del Cautivo, pude escuchar perfectamente a la niña que preguntaba a su padre: «¿Papá, por qué han atado al Señor?». Yo, que me encontraba casi junto al padre, sin que se diera cuenta de mi presen­cia, pude escuchar, admirado, una de las más bellas catequesis: «El Señor se dejó atar las manos y permitió que le golpearan y escupieran para que Dios perdonara nuestros pecados. Si somos buenos se le caerá la cuerda de entre las manos y podrá bendecirnos y abrazarnos». «Yo quiero ser buena», dijo simplemente la pequeña. ¡Qué admirable sería si los miles de malagueños congregados en las aceras, durante las procesiones de Semana Santa supieran, como aquel padre, descubrir desde la fe, el sig­nificado de nuestras bellas imágenes!

En el corazón de aquella niña iba floreciendo la fe que la Iglesia sembró el día que la bautizaron.

Una sociedad vacía de signos religiosos

La fe, querido Valerio, tiende por su misma dinámica no sólo a configurar nuestra vida según Cristo, sino también a expresarse a través de signos externos. En este sentido podemos comprender cómo la litur­gia es esencial a la Iglesia.

En la maravillosa renovación litúrgica que nuestras comunidades están viviendo, tenemos el riesgo de racionalizarla demasiado. Es necesa­rio darle «calor y cercanía», sin vulgarizarla ni trivializarla, teniendo en cuenta siempre que sus signos comunes expresan la comunión con las demás Iglesias.

Pero también son importantes, imprescindibles me atrevo decir, los signos y gestos religiosos en el hogar: la cruz, una imagen de la Vir­gen, algunos cuadros de santos... que nos recuerden, al igual que la foto­grafía del novio o de la novia en la mesita de noche, al Señor a quien adoramos y amamos, a la Virgen a la que veneramos y a los santos que admiramos y de quienes pedimos, como de María, su intercesión. La bendición de la mesa antes de comer deberíamos también recuperarla.

El hogar cristiano debe ser aun externamente una iglesia domésti­ca. Es triste y lamentable constatar que en muchas de las casas de nuevos esposos no hay ningún signo religioso, y sí, a veces, cuadros y posters eróticos. Lo mismo podríamos afirmar de las nuevas urbanizaciones o edificios de reciente construcción en países de tradición cristiana. Quizás esto queda paliado cuando se construye un nuevo templo parroquial que, sin desentonar del conjunto de la nueva barriada o urbanización, consti­tuye un signo de la presencia de Dios entre los hombres. En este aspecto, los cristianos deberíamos aprender mucho de los hermanos musulma­nes, que no tienen ningún reparo en orar públicamente aunque se en­cuentren en hogares o entre personas que no profesan su misma religión.

En definitiva, unos hogares o una sociedad vacía de signos religio­sos, fácilmente se olvida de Dios.

El regalo de bodas

Cuando se case tu sobrina Maribel, querido Valerio, no tengas nin­gún reparo en regalarle un crucifijo o una imagen o cuadro de la Santísi­ma Virgen o del Patrono del pueblo, para que ella, su esposo y los futuros hijos recuerden las raíces cristianas de sus antepasados, reanimen su fe y la actualicen a partir de lo que recibieron.

Padres – Catequistas

Las catequesis prematrimoniales son un logro positivo en nuestra pastoral. Por ellas, los futuros esposos toman conciencia de la gracia que van a recibir y de las exigencias de su fe cristiana. Pero quizá se nos esca­pa recordarles que ellos deben ser los primeros y más importantes cate­quistas de sus hijos a través del testimonio de su propia vida, de la inte­gración a su comunidad parroquial y de los signos religiosos en el hogar.

En los encuentros con matrimonios jóvenes no debemos olvidar recordarles el deber que les incumbe en el despertar religioso de sus hi­jos.

Y por supuesto, querido Valerio, que los sacerdotes también debe­ríamos tener en cuenta este punto concreto de la catequesis infantil en nuestras homilías dominicales.

Así, la justa queja del joven catequista de la parroquia del que te hablé al comenzar esta carta, se convertiría en gozo al constatar que los niños que se preparan para la primera comunión han sido ya iniciados, según su capacidad, en el proceso gradual de su fe.

Málaga, Agosto de 1991.

Autor: Mons. Ramón Buxarrais

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